Literatura Cronopio

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Tecnicas de nado para no hundirse en mar argentina

TÉCNICAS DE NADO PARA NO HUNDIRSE EN MAR ARGENTINO

Por Esteban Prado*

Cuando estás deprimido lo mejor que podés hacer es pasar hambre. Uno o dos días de hambre, con un mínimo de exigencia física. Después te preparás una hamburguesa con jamón, queso, huevo, lechuga, tomate. La dejás que se haga bien dorada sin probar nada, que cruja y se le haga costrita. Cuando está, le ponés lo que más te guste, mayonesa, picante, mostaza, lo que sea. Te sentás en la mesa, te servís agua y cuando todo esté listo das el primer mordisco. No hay nada mejor que una buena dosis de endorfinas y un combo de hambre sanado con carne grasosa para superar cualquier bajón anímico. No te hablo de sexo porque en ese terreno siempre me complico pero si podés acostarte con alguien, con hambre, y después comerte una hamburguesa, creo que también puede andar.

Clara escucha sin ganas. A Mariano no le faltan ideas, le faltan algunos conceptos clave, leer uno o dos libros de autoayuda y sumar algunas palabritas a lo que dice. Si lo hiciera, los amigos lo tomarían más en serio, seguirían sus consejos y no tendrían más fines de semana como el que pasó Clara, fin de semana de encierro, de película de llanto y golpe bajo. Las ganas que le pone Mariano hacen que sus amigos se sientan un poco mejor, se rían, por lo menos, que se sientan cómodos. Pero esta vez es diferente. Mariano no va a poder levantarle el ánimo a Clara de ninguna manera, ni haciéndola pasar hambre, ni con una hamburguesa gigante, ni sacándola a correr por la costa, ni cogiéndosela.

No, no hay manera.

La única manera que tiene es yendo a Quilmes, luego de viajar tres días en el tiempo, meterse en la casa de Weiss a las dieciséis treinta, agarrar el libro correcto de la biblioteca del living, abrirlo, saber de qué hoja a qué hoja hay que sacar, llevárselo a Mar del Plata y no enterarse de nada de lo que va a pasar quince minutos más tarde.

Lo que pasa el viernes en Quilmes, tres días antes de que Mariano entre en lo de Clara de prepo, cansado de llamar a su amiga y no conseguir respuestas, es que Weiss llega a su casa a las dieciséis cuarenta y cinco y atrás entran dos tipos, que podrían ser rusos si acá hubiera mafia rusa, pero son policías, que no dejan que alcance a cerrar la puerta, que ya se metieron y le dijeron que se quedara muzzarella, que abriera la boca sólo para indicar dónde está la serotonina. Mientras, Weiss, sin hacer caso, se mete en el baño con el libro abajo del brazo y trata de meterlo en el inodoro pero no puede y lo abre para sacar las hojas que van de la ciento treinta a la ciento treinta y seis y las hace un bollo. Antes de que las pueda meter en el agua, le entra una bala por el omoplato y le sale por abajo de la clavícula. Ahí se sienta en el piso y mira el bollo de hojas que tiene en la mano, alcanza a leer algo pero enseguida se le nubla la vista y se desmaya. No tardan en abrirle la puerta de una patada y los ve casi en blanco y negro, sin continuidad, con saltos entre una imagen y otra, los tipos le agarran las manos y se le caen las hojas, le dan unas cachetadas y le preguntan dónde está la serotonina. Weiss ya no responde porque en la sangre que sale de la perforación flotan burbujitas de aire que vienen directo del pulmón derecho, porque entre el dolor y la confusión no hay shock de adrenalina que valga. Ve y escucha todo pero no puede responder. Los dos tipos dan vuelta el departamento, tiran papeles, desarman la cama, los sillones, la mesa ratona con todas las fotos de Weiss y la revista de decoración de interiores, la de fotos aéreas y veinte pavadas más y una postal que le mandó Clara y que ya no sabía dónde estaba porque la había usado como señalador para marcar una nota sobre tallarines caseros que le quería preparar cuando la viera.
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Lo ve todo desde el piso, con frío y sin mucha capacidad de reacción, excepto algún que otro parpadeo, cuando los ojos se le llenan de agua y se los limpia porque sabe, casi con seguridad, que es la última vez que los puede usar para algo y no es tiempo de llorar. Cuando terminan de revolver todo, salen con un portazo y una pluma, muchas, de las almohadas que acaban de acribillar caen y se ven o no se ven según las va atravesando el sol que entra por la persiana que a la mañana Weiss no alcanzó a levantar, porque se despertó tarde y ya no va a volver a levantar.

El sábado me quedé tomando una cerveza con Sabrina. Siempre lo mismo, parece que viene todo bien y al final hago algo que me deja mal parado y como por arte de magia toda su libido se transforma en unas ganas horribles de dormir y no despertar. Me contó la novela de Andrea y Juan, insoportable. Cómo vas a aceptar una invitación a cenar para ir con un amigo y que se coma todo y encima pague Juan.

Clara ya escuchó todo por teléfono. Andrea le contó que este pibe la estaba acosando y que sé yo y que le ofrecía una cena. Pero a Clara no le interesa, no le interesa la novela de Andrea con un pibe quince años menor y menos en ese momento: Weiss tenía que twittear antes de la media noche y, si no lo hacía, Clara sabría que lo había perdido para siempre y con él su dosis diaria de serotonina. El pacto estaba claro desde el primer minuto: ella lo podía llamar en cualquier momento del día siempre y cuando él hubiese twitteado algo. A partir de ahí, ella sabría que podía llamarlo pero también sabría que estaba bien, porque la otra parte del contrato, la parte que parecía innecesaria, la parte que no tenía posibilidades de ser aplicada, por lo menos dos años atrás, cuando arrancó todo, era que si en algún momento Weiss no escribía antes de las doce de la noche, ya nunca más iba a volver a escribir nada.

Clara sabía que Weiss, como buen científico, podía llegar a odiarla pero no iba a romper su palabra, lo sabía no porque fuese un hombre de palabra ni los científicos en general fuesen personas de palabra. Lo sabía porque se había dado cuenta antes de hablar con él. Con sólo verlo caminar, la ropa que tenía, el modo en que cargaba el bolso del congreso de neurología, algo había que le hacía saber que cualquier cosa que dijese ese tipo iba a ser cumplida porque no entraba en sus posibilidades hacer otra cosa. Weiss, por lo menos hasta el viernes, todavía creía en cierta relación entre lo que se dice, lo que se siente, lo que se debe y lo que se hace. Por todo eso, Clara sabía, mientras hablaba con Andrea el viernes a la noche, que su relación con Weiss, su relación en todos los sentidos posibles, había terminado o estaba por terminar. Quedaban cinco minutos para las doce y había atendido a Andrea sólo para ver si el tiempo pasaba un poco más rápido y así, sin darse cuenta, actualizaba la página y aparecían algunas palabras de él. Weiss, que llevaba una vida cien por ciento lacónica, era divertido a la hora de elegir esos ciento cuarenta caracteres. Mientras ella esperaba, Andrea le hablaba del otro lado del teléfono. Hasta que por fin se decidió, faltando tres minutos para las doce, a actualizar la página y no encontró nada. Lo llamó. Esa parte estaba contemplada en el contrato, era explícito que ella no debía llamarlo antes de que él publicara, porque su intercambio era más bien clandestino y no era bueno que ella lo hiciera en cualquier horario. Se ponía en riesgo ella misma y lo pondría en riesgo a él.

El contestador atendió al primer timbre y ella supo que había terminado la aventura.

Yo digo, no, Sabrina me tiene cuatro horas hablando y tomando cerveza. ¿Qué espera? Después de la quinta, sexta cerveza que compartimos, cómo no me le voy a tirar encima. La cerda me dice baboso, correte baboso. Y se ríe. Porque claro, la amistad que tenemos habilita que nos digamos de todo y nos matemos de risa. Y yo le digo que para qué se puso ese pantalón si no me iba a dejar que se lo saque. Y ella me dice, ay, Marian, vos no cambiás más. Ya te dije que si a los cuarenta estamos solos, no sólo nos íbamos a acostar sino que también nos casábamos y mucho más. Ahí me doy cuenta de cómo viene la mano. Cuando estábamos por cumplir treinta me dijo exactamente lo mismo. Si llegamos a los treinta solteros, nos casamos. En mi cumpleaños de treinta me hizo una escena de celos porque yo todavía salía con Mara, aunque a esa altura yo decía que no la soportaba y que sólo estaba con ella por los nenes. A los dos meses, Mara me mandó a freír churros, se quedó con Iñaki y Santi de lunes a sábado y Sabrina ya estaba en otra. Ya había superado la crisis de los treinta, ya tenía dos o tres tipos para alternar y yo volvía a estar solo, lo que para ella, empiezo a creer, es lo mismo que no tener ningún atractivo. No voy a esperar dos años más para ver si me da bola.
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Mariano sabe que Clara sabe que fue él, y no Sabrina, el que se resistió por lo menos en dos ocasiones y sabe que tarde o temprano él le va a decir la verdad.

Clari, ¿sabes una cosa? Sabrina se sacó las pantalones. No pasaron ni cinco minutos, después de que salimos del bar, que nos subimos al auto y mientras esquivaba controles de alcoholemia se desabrochaba el cinturón y los botones y ni bien llegamos a la costa, clavó los frenos, puso las trabas y se sacó los pantalones.

A esta altura, Clara no puede concebir lo que de hecho le está pasando. Entre la falta de serotonina, la novela de Andrea y la histeria de Mariano, no sabe con qué quedarse. Para evitar todo eso, tendría que viajar en el tiempo, no tres días como Mariano, sino un mes o un poco más y asegurarse de que esas tres historias no progresen. Tendría que decirle a Andrea que no va a ir a la fiesta de la cerveza, aunque después vaya, de forma tal que nunca se encuentra con Juan y así evitar los capítulos alegres, los tristes y los simplemente estúpidos del culebrón, después tendría que dejar pasar unos días, hasta el cumpleaños de Mariano y ahí hacerle la misma proposición que le hizo Sabrina, brindar porque a los cuarenta van a estar juntos, en caso de que estén solteros y se van a casar y van a tener hijos, de forma tal que Sabrina se ponga celosa y ese mismo día le diga a Mariano, sin bajarse los pantalones, todo lo que dice que supuestamente siente pero de verdad, sin juegos y dejando que Mariano, por una vez, pueda decirle algo antes de emborracharse, porque el pobre metió tantas veces la pata que ahora siempre elige quedarse callado a la segunda cerveza que se toma. Puede hablar de cualquier cosa borracho, menos de lo que siente. Entre la fiesta de la cerveza y el cumpleaños de Mariano, tendría que ir a las oficinas del Instituto de Ciencias para el que trabaja Weiss en Quilmes, y esperar a que aparezca. Y ahí contarle que la serotonina hace rato dejó de hacerle efecto pero que la sigue tomando para poder verlo. Contarle que cree que tiene una fuerte adicción porque hace unos meses trató de no abrir el libro que le había prestado, de no comerse ninguna de las hojas pintadas con la droga y no pudo, aún sabiendo que ya no le hacen nada y dudando si alguna vez le hicieron algo. Como siempre él había pintado el margen inferior de las páginas que iban de la ciento treinta a la ciento treinta y seis y había unas frases lindas, ella intuía, bien escritas, aunque no sabía si él sabía de qué iba el libro. Hacía dos años que le mandaba un libro cada quince días y no parecían estar leídos pero tampoco parecía él un hombre de dejar rastros, una marca en el lomo, una hoja doblada, en los libros que leía, aunque le parecía raro que ni siquiera los firmase. Ella había visto su firma, que por supuesto no incluía por ninguna parte el Weiss con que se había presentado alguna vez, y era una linda firma y le hubiese gustado que decorase los libros que le mandaba. Más allá del anonimato de una carta con un remitente falso y la necesidad de que pasaran inadvertidas las páginas pintadas, a Clara le parecía muy romántico saber que iba a recibir un libro cada quince días y que en alguna de las páginas iba a encontrar un mensaje de amor. Justo las seis o siete páginas pintadas de ese libro, que le había llegado entre la fiesta de la cerveza y el cumpleaños de Mariano, parecían una verdadera declaración de amor que ninguno de los dos estaba dispuesto a reconocer, no estaban dispuestos a cambiar sus vidas. Pero si ella pudiese viajar un mes y unos días en el tiempo y explicarle algunas cosas y proponerle otras, tal vez, algo podría haber cambiado en el curso de los hechos y no habría pasado todo el viernes esperando los ciento cuarenta caracteres que la habilitaran a llamarlo y sobre todo le evitarían la incertidumbre de no saber si Weiss, qué raro el nombre que había elegido, como si Marcos Cardozo no pudiera ser el nombre de un científico loco, había preferido mandar todo al demonio, se había tomado unas vacaciones en Brasil o había sido baleado por dos policías de civil que buscaban unas dosis de serotonina porque evidentemente había chanchitos de indias más pesados.
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No puede ser que no hayas comido nada, todo un fin de semana sin comer. Qué te creés que sos. Por más que hayas estado todo lo deprimida que quieras no hay motivos para no comer.

Mariano se levanta y da un portazo. Y Clara tiene ganas de llorar porque no quiere que se vaya, quiere que se quede con ella todo el tiempo que pueda, quiere tenerlo cerca, quiere que alguien le cuente historias ahora que no le van a llegar los libros de Weiss. Quiere tener a alguien cerca porque se imagina, en mente tiene la imagen que con sólo una recorrida por algunas ciudades europeas se tiene de los yonquis, que no va a comer por unos días y se imagina con convulsiones, úlceras en la piel y ataques de fiebre y gritos y mátenme que esto no lo soporto. Y de repente, del otro lado de la casa, se escucha el murmullo de la canilla y el choque de algunos platos y adivina que Mariano se levantó porque no tenía ganas de hacerle más planteos pero que no se fue ni se enojó, que simplemente se puso a hacer algo para no volver a preguntar cosas que no tienen respuesta.

Clara se imagina que en su sistema nervioso hay algunos restos de serotonina pero no tiene la más pálida idea de que en su sistema digestivo, en las paredes de sus siete metros de intestino delgado, se fueron adhiriendo las hojas que se comía, ni se imagina que en su tracto digestivo, sin encimas para deshacer la celulosa, se fue haciendo, poco a poco, una perla, una pieza imposible de la literatura.

Mientras está sola en esa habitación, mientras Mariano hace ruido en la cocina, se va dando cuenta de lo que quiere: compartir unos días con él, alquilar una cabaña en alguna playa del sur, antes de Miramar, encerrarse ahí, con mucha calefacción, cosa de juntar frío durante el día y después entrar y que haga calor y estar casi desnuda, mientras charlan o juegan a los dados y él ya se olvida de Sabrina, sólo la mira y ella pierde porque todavía la falta de serotonina la tiene un poco idiota pero sabe que no le van a quedar secuelas y él se confunde, anota mal y tienen que volver a empezar, porque en la tabla ya no saben quién es quien, no les importa, juegan y después salen con un vino y como no tienen destapador lo abren con un zapato, golpean la botella hasta que sale el corcho y ya no les importa cumplir cuarenta porque tienen un vino y están en la playa y pueden pasar un rato juntos y los hijos de Mariano están contentos, en un campamento del colegio, y Sabrina y Juan y Andrea están pensando que tienen que hacer algo, inventar una fórmula para agarrar a alguien y no soltarlo porque se hacen grandes y están cansados de perder.

Clara abre los ojos, sale del casi sueño del que estuvo yendo y viniendo todo el fin de semana y se da cuenta que el estruendo vino de la cocina, fue Mariano, que no se acordó que el cajón de los cubiertos está roto y se le vino a pique. Entonces, se abre la puerta y Clara le pide a Mariano que se acueste un segundo con ella. Mariano, sin entender mucho de qué va la cosa, se seca las manos en el delantal con pajaritos que se había puesto para lavar los platos, se lo saca y se acuesta al lado de ella, que está tapada con las sábanas, y cierra los ojos fuerte porque no sabe cuándo se va a volver a repetir.
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Ninguno de los dos se imagina que Weiss sigue con la cabeza contra los cerámicos del baño y que su gato se tomó buena parte de la sangre que había en el piso y terminó con las últimas dosis de serotonina. Tampoco se imaginan que de haber viajado en el tiempo, no estarían tirados en la cama juntos, ella recuperándose de un fin de semana de películas tristes y golpe bajo y él de las corridas con Sabrina. Sin esperarlo, Mariano recibe un beso en la nariz, ni siquiera advierte que Clara se dio vuelta y que tiene una pierna entera puesta sobre él, una pierna entera a fuera de las sábanas y se vuelve a dar cuenta que le gusta pero se sacude, no sabe cuánto rato pasó, se durmió un segundo y perdió la noción del tiempo, entonces salta de la cama y se va a la cocina.

Vestite y vení. No tardes.

Clara se levanta, se pone una remera y camina con pies de zombi hasta la mesa. Ahí la espera una hamburguesa con pepinillos, cebolla, lechuga, queso, mayonesa y picante. Y vuelve a sentir hambre y se da cuenta que pasó todo el fin de semana sin comer pero espera, Mariano está terminando de preparar la suya. Se sienta y va a servir agua pero no puede ser todo como él quiere. Entonces, se levanta y agarra un vino abierto que tiene arriba de la heladera, lo sirve y brindan y la panza les hace ruido. Después muerden y cierran los ojos.

Clara entiende, en ese momento, que va a dejar de tener náuseas por comer tanto papel. Mariano se imagina a Sabrina comiendo dos hojas de radicchio con una tostada porque el sábado tomó cerveza. Hasta que abren los ojos y por fin dejan de considerar la necesidad de viajes en el tiempo y todo lo que está pasando en otro lugar y están de una vez y hasta que dure en tiempo presente.
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* Esteban Prado nació en 1985 y desde entonces vive en Mar del Plata, Argentina. Ha publicado artículos y relatos en diferentes medios de Argentina, Brasil, España y Estados Unidos. Este año (2013) publicó un ensayo sobre el escritor Héctor Libertella y terminó su segunda novela «Ana, la niña austral». Trabaja como docente de literatura y teoría y crítica literarias en la UNMdP. Con Esteban Quirós, lleva adelante la editorial Puente Aéreo. Junto a Lucio Ferrante y Poppy Bras Harriott fundó Hamaca Films y su cortometraje «Lara and the dead dolls» recibió el Primer Premio del Festival de cine fantástico y de terror «Mil gritos» de 2013. www.puenteaereo-ed.com

Este cuento fue premiado por el Centro Cultural Ricardo Rojas. En 2012 fue publicado por la editorial Libros del Rojas – UBA.

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