COPENHAGUE
Por Hansel Leonel Espinosa Villatoro*
Hubo un tiempo en el que se me repetía el mismo sueño, noche tras noche. Era una extraña secuencia de imágenes absurdas e inmisericordes; una funesta mezcla de sueños y pesadillas. A pesar de despertarme cada madrugada sobresaltado, con la respiración entrecortada y angustiado, a la mañana siguiente me crecía un ansia inusual por volver a dormir y al cerrar los ojos ver nuevamente todo ese cuadro surreal que tejía mi mente. Varios meses antes había empezado a trabajar como corresponsal en un diario local. Era un diario pequeño y estaba lejos de ser uno de los más importantes de la ciudad. El salario nunca fue muy bueno, pero no me veía obligado a estar encerrado todo el día en un cubículo de dos metros cuadrados durante ocho horas seguidas y podía escribir en cualquier lugar; eso era lo mejor.
Por esa época me mudé a un departamento más pequeño en un edificio viejo de la ciudad. Estaba a unas seis cuadras de donde trabajaba, pero parecía estar instalado en otra época. Toda esa área había quedado suspendida en el tiempo, repleta de anuncios oxidados de productos que ya ni siquiera existían. El edificio no tenía nombre, solo un gran número enfrente fundido en bronce. Al llegar al diario se veía que el panorama cambiaba súbitamente. Las calles se adornaban con destellantes luces de neón, con una multitud de personas yendo y viniendo, moviéndose frenéticamente de un lado a otro, y pantallas gigantes con luces estrambóticas por doquier. Un bullicio ordenado para quien ya se había acostumbrado. A mediados de ese año, luego de que unos cuantos de mis reportajes fueran publicados, el director del diario me encomendó la tarea —vaga y fútil, pensé—, de escribir un reportaje de mil palabras sobre cualquier actividad novedosa y extravagante. Mil palabras luego me quedarían cortas.
Al día siguiente salí más temprano de lo usual, divagué un rato por las calles y me detuve frente a un quiosco de revistas y periódicos. Buscaba información sobre alguna actividad nueva que fuera a realizarse próximamente en la ciudad, y ahí estaba, en la página cinco de la revista más amarillista de todas: el anuncio sobre la venida de un circo argentino, presentando a la familia Cáceres como la familia más antigua de trapecistas y una infinidad de actos más. Quedé encantado con el hecho de no tener que seguir buscando algo más sobre qué escribir; me sentí, raramente, aliviado, como si ya hubiera tenido completo todo mi trabajo y mi única tarea fuese presentar mi reportaje.
Me acerqué durante esa noche al lugar en donde los miembros del circo habían instalado provisionalmente el campamento y me topé con un personaje extravagante y bajo, quien parecía ser el maestro de ceremonias. Después de un saludo afable y bastante exagerado de su parte y de un saludo extremadamente formal de la mía, me dirigió hacia el vagón enorme de la familia de trapecistas y me presentó a Hernán, uno de los últimos trapecistas vivos de la familia Cáceres. Quedamos de vernos al día siguiente en un café que estaba cerca de ahí. Sorprendentemente, aceptó la invitación.
Hernán Cáceres tenía cinco o seis años cuando vio por primera vez una función de circo. Era el mismo circo en el cuál sus padres trabajaban desde que él nació, y los padres de sus padres también, pero él todavía no comprendía eso. No comprendía tampoco cómo el hombre vestido de blanco, de pie sobre una pequeña tarima ubicada en un lugar muy alto, podía lanzarse con determinación al vacío y en medio de la nada aferrarse a un pequeño hilo que lo hacía girar mágicamente por los aires, que lo llevaba de un lado a otro, a su antojo, y terminar en el extremo opuesto, a salvo y arrancando de la gente aplausos y ovaciones. Eso se quedó grabado fuertemente en su subconsciente. Al provenir de toda una familia de trapecistas, a Hernán le habían enseñado, entre juegos y bromas, el oficio. Desde ese momento y mientras fue creciendo había nacido en él la obsesión por volar todas las noches dentro de una carpa de lona gruesa, ante la vista de varias personas de rostros cambiantes. No se imaginaba aún que la peor obsesión que tendría habría de ser la que años después tuviera, cuando se enamoró de un espejismo.
El circo en el que nació era, en la actualidad, en apariencia modesto y antiguo. Aún así guardaba resabios de una gloria pasada que quizás ya no volvería y conservaba intactos aún sus viejos hábitos. Hacían su publicidad con payasos en zancos, con los mismos carteles marrones y mohosos que colgaban en cualquier lado. No necesitaban de las artimañas que usaban los demás circenses, los que hacen un gran estruendo con parlantes y altavoces cada vez que llegan a un pueblo o ciudad nueva y tienen la nefasta costumbre de pasear a los tigres por las calles. Los artistas y ayudantes que componían la totalidad de la numerosa familia eran extranjeros. Rondaba ya por los cincuenta años y por primera vez iba a contarle a alguien lo que le venía sucediendo desde la muerte de su hijo. Al igual que él, su hijo era trapecista, pero no corrían con la misma suerte. En un ensayo antes de una presentación de rutina, uno de los cables gruesos de acero que sostenía las vigas en donde se colocaban los trapecistas cedió y el único trapecista que se encontraba arriba, sin ningún tipo de medida de seguridad, murió. Habían pasado un par de años desde ese evento, pero se le oía en la voz lo poco que le resultaba aún ese tiempo para enterrar de una vez por todas su recuerdo. Yo me iba a convertir en un espectador de lo que parecía ser un pequeño fragmento de su vida, durante el transcurso de la semana en la que estaría en la ciudad, antes de que todos tuviéramos la oportunidad de ver la presentación inicial que tenían programada. Descubrí en ese corto pedazo de tiempo, por mis medios, algunos otros cuantos detalles de su vida y me quedan ahora cortas las palabras para contar la vida de alguien que decidió volverse inmortal, un domingo por la mañana.
Por si fuera poco, Hernán había perdido también a su esposa, a quien había tenido a la par suya desde que tenía veinte años. Una enfermedad inusual contraída en alguno de los tantos pueblos que visitaban le había quitado la vida. De eso habían pasado unos escasos meses. Mientras hablábamos de eso, en una de las pocas ocasiones que pude verlo, noté que se refería a ella de forma muy extraña: como si aún viviera pero no estuviera allí. Esa extrañeza fue producto de las alucinaciones que Hernán parecía tener. Días después de que su esposa murió, el encargado del circo supo que el espectáculo de trapecistas iba a quedar en un segundo plano y trajo desde Dinamarca a un conjunto de ilusionistas. Hernán se acercó una noche a ellos y desde entonces parecía ser el único que los entendía, aunque no se les acercara.
El grupo formado por cuatro hombres robustos, seis mujeres jóvenes y un anciano ciego, llegó un martes común y corriente. Traían un vagón propio, tenían fijada una hora especial para programar sus actos, separados de la vista de los demás, y cargaban con toda una vida llena de secretos. Con la sutileza de quien pretende olvidar algo, o de quien no está seguro ya de lo que recuerda, Hernán me contó cada detalle de las últimas semanas de su vida. Él y los pocos seres opacos que conformaban su círculo íntimo, sabían que a pesar de haber menguado la cantidad de trapecistas, el acto que tenía ya varias décadas repitiéndose en el escenario, iba a continuar. Cada día parecía ser el mismo que el anterior, pero en uno de esos repetitivos pedazos de calendario, todo cambió. El circo había instalado su campamento en una ciudad nueva, calurosa y húmeda. La vida que Hernán llevaba era ahora un conjunto de tuercas monótonas que giraban sin cesar. Era un acto valeroso, o tal vez cobarde, no amilanarse y seguir con la rutina de una vida que no prometía más que aplausos sordos y noches grises. A los pocos días de haberse instalado, Hernán vio cómo su esposa ya muerta, ahora difusa y trémula, separada del resto, caminaba a pasos inciertos y se perdía en el vagón de los nuevos integrantes del circo. Sabía que no podía ser cierto, él mismo la había enterrado en un pequeño pedazo de tierra de algún lugar al que seguramente nunca volvería, y sabía también que los muertos ya no caminan entre los vivos. La curiosidad ahora lo atormentaba. Creyó que estaba perdiendo la razón o que había enfermado, se percató de que ninguna de esas posibilidades fuera cierta. Temió que las bases en las que había asentado su existencia no resistieran más.
El espejismo se le siguió repitiendo todo el tiempo en momentos inesperados, cada vez más insistentemente. Ahora la veía a ella antes de comer, a media noche, justo cuando se despertaba en las tardes y hasta en el preámbulo de sus presentaciones. Ese espejismo conservaba intacta la belleza de su esposa, parecía que ella había logrado sobrevivir justo como él la recordaba en sus mejores épocas. Al final, después de varios intentos por perseguirla, por hablarle, por tomarla de un brazo y pedirle que lo llevara lejos de ahí o se fuera para siempre, logró hacer contacto con ella. Todas las tardes ella entraba en el camarote vacío de su hijo, al cual Hernán había prometido no entrar otra vez. Una tarde lluviosa y oscura persiguió el fantasmal rastro de su esposa y llegó hasta ahí. Accedió por la estrecha puerta y la vio sentada sobre la cama. Tímidamente avanzó. Sintió en sus manos las gotas de sudor que le bajaban desde los brazos y tembló. No lo podía creer. Le habló, la llamó por su nombre, y ella le contestó. Había logrado al fin encontrar el refugio que tanto anhelaba. Cada tarde se encerraba ahí y junto a ella rememoraba sus mejores tiempos y revivía nuevamente el pasado. Tenía la impresión de adentrarse en una máquina del tiempo que lo llevaba de vuelta a los días que no volverían, parecía que ahora la vigilia y los momentos en que salía del camarote de su hijo no eran la realidad. Vivió nuevamente su juventud, plagada de errores y entusiasmo, los días en que conoció a su esposa, los escapes en la madrugada, el olor que la lluvia dejaba sobre la tierra, que era el mismo en cualquier parte del mundo y que también era de ellos dos. Se enamoró perdidamente del espejismo de su esposa, como quien se enamora en sueños, pero sabía que de un momento a otro, ella podía desaparecer y él sabía que no aguantaría tener que enterrarla una vez más. Pasó semanas enteras refugiado en su propio universo. Regresó ilusoriamente a Buenos Aires, en la época en la cual el circo funcionaba con normalidad y de forma maravillosa. Se vio a sí mismo al espejo con muchos años menos y se encontró caminando por las calles que lo vieron crecer. Estaba extasiado, pisando nuevamente los caminos de antaño, comiendo con la gente que tanto quería y respirando el claro aire de una primavera eterna. Las suaves manos de su esposa lo reconfortaban y la música no le había parecido tan real jamás. Para Hernán esa realidad era la única que necesitaba, no añoraba el presente cargado de memorias rotas.
Mermado ya por la confusa sensación de no saber distinguir el lugar al que pertenecía, buscó la respuesta en otros medios. Cada momento que pasaba despierto, alejado de la otra vida que estaba viviendo, lo utilizaba para buscar la manera de volverse eterno, como un recuerdo que se repite incesantemente en una vieja máquina imparable. Consultó en los viejos libros de alquimia que guardaba en el cofre de su padre, en manuales esotéricos y libros de ciencia. Leía lo que fuera y se estremecía al pensar que no había forma de volverse inmortal, que no había forma de que alguien pudiera salir de la tumba y vivir otra vez. Hernán nunca había sido creyente de nada que pareciera ser ajeno a este mundo, y pensaba que ahora era muy tarde para serlo. Lo único que hacía en sus momentos de lucidez era rebobinar su mente hasta toparse nuevamente con sus memorias y terminaba confundiéndolos con ilusiones. De cualquier forma, uno se da cuenta que su presente se forma con cada una de esas pequeñas cosas que se pueden recordar. En ocasiones nos atraviesa como un rayo un recuerdo que ya estaba nadando cerca del olvido y nos preguntamos cómo es que pudimos pasar por alto ese pedazo de nuestra historia. Pero los nuevos recuerdos que Hernán estaba creando lo alienaban más y más del mundo que conocía, así, de pronto, se estrelló contra la realidad, como un tren que golpea una y otra vez el mismo muro de piedra indestructible. Empezó a pasar las noches teniendo pesadillas horribles que le hacían imposible continuar viviendo. Ahí se topaba con los recuerdos que no quería tener. Miraba caer una y otra vez a su hijo y nunca podía estirarse lo suficiente como para atraparlo, como para asegurarlo y regresarlo a la vida. Se le desgarraba lentamente el telar de la existencia. Escuchar los gritos despavoridos de su hijo pidiendo ayuda lo destrozaba. Así vivió una vida utópica cada tarde junto al fantasma de su esposa, y vivió su propio infierno cada noche, junto a su hijo.
Una de esas tantas noches de descanso intermitente, temiendo perder la razón, salió despavorido de su remolque y se dirigió casi involuntariamente hacia el lugar que resguardaba el ciego anciano danés, a quien el grupo entero de ilusionistas había encomendado la custodia de sus secretos. —Hay una única forma en la que se puede llegar a alcanzar la inmortalidad, —dijo el anciano al sentir los pasos de Hernán acercándose a él. —Le ganamos la batalla a la muerte solamente cuando logramos que nuestro recuerdo sobreviva de manera esplendorosa a nuestro cuerpo físico; aún así, no nacimos para ser inmortales.
El anciano había nacido en 1902, en Copenhague, a miles de kilómetros de ahí. Escapó de su tierra natal porque al igual que Hernán había vivido persiguiendo una ilusión. Estaba tan seguro de los lazos que lo vinculaban con cualquier espejismo, que terminó quedándose ciego y hablando solo. Con una voz tan débil como el escaso viento que los rodeaba, le reveló en un español rústico y sencillo la clave para aislarse de las alucinaciones y las pesadillas y a la vez le dio el único remedio para convivir con ellas. Quizás lo que tanto deseaba en el fondo el ciego anciano era dejar de ver completamente. No solamente dejar de ver nuestra realidad, sino también la abismal cantidad de seres fantasmagóricos que únicamente él, quien nadaba entre las penumbras, podía ver. Él no había tenido la determinación para acabar con todo ese concierto de espectros necios. Así, de manera inesperada, Hernán supo qué era lo que tenía que hacer. Supo desde ese momento que sus días estaban contados, pero que la recompensa que tendría en su acto final sería desproporcional a los paupérrimos aplausos que llevaba recolectados durante toda una vida como trapecista. Planeó cuidadosamente el momento en que acabaría con su vida, justo en una de las funciones en las que él se presentaría y eligió un domingo para hacerlo.
Llegó el sábado con su adormecimiento normal, con la gente caminando despreocupadamente por las anchas calles costeras, buscando en qué malgastar el tiempo que les sobraba. Ese día vi a Hernán a solas por última vez, y con una confianza renovada me dijo: —¿Sabes algo? El domingo, a las diez, me voy a matar.
Pasé por las fases usuales de la incredulidad; primero creí que era una muestra de un bizarro sentido del humor, luego, ya tomándome en serio sus palabras, me sentí náufrago en un mar de dudas. Si antes estaba perdido sin saber por dónde empezar a redactar algo más o menos coherente, ahora me ahogaba en una confusa tormenta. No podía simplemente hacerle una esquela fúnebre, darle una palmada en el hombro y pedirle que me enviara una postal si es que existía otro mundo. Me sentí cómplice de una historia que me sobrepasaba. Tenía que decidirme entre contar la verdad, que para cualquiera parecería ser un cuento de un hombre que había perdido la razón, un invento, una ficción; o tenía que hacer una reseña breve que resumiera lo bueno que Hernán era haciendo lo que mejor sabía hacer y esperar a que alguien más se encargara de difundir los detalles del terrible accidente que acabó con el último hombre de toda una estirpe de trapecistas.
Cuando Hernán me contó su plan yo aún era presa de esos sueños recurrentes. Solía soñar con un auditorio repleto de sombras. Veía una figura alta e imponente de pie, a lo alto y muy lejos, saltando y cayendo hasta estrellarse por completo contra el suelo, mientras miles de voces indistintas gritaban. Yo intentaba tomar a esa figura e impedir su destino, pero no podía. El resultado era siempre el mismo. Pensé entonces que mis sueños formaban parte de mi subconsciente profetizándole un futuro lúgubre a un trapecista que no conocía, pero cuando Hernán me contó detalladamente, —con la voz entrecortada—, el sueño que él tenía, en el cual veía a su hijo caer, me di cuenta que mi sueños eran los suyos, que yo no estaba profetizando absolutamente nada, que yo simplemente estaba desenterrando su pasado.
Hernán saltó desde el trapecio con los ojos cerrados, directamente al vacío, el domingo a las diez de la mañana. Nadie podría haber entrado en su mente y hacerlo cambiar de decisión; yo no quise intentarlo. Se liberó al fin de todas esas fantasías irracionales que lo atormentaban, y ante los ojos del ciego anciano danés fue otro habitante furtivo del falso universo que recreaba a donde quiera que fuera. El último espectáculo de la familia Cáceres puso fin a los sueños ajenos que me perseguían, y yo entendí, tardíamente, que la inmortalidad de Hernán fue una simple ilusión más; el retrato de una redención imaginaria; el espejismo de un lago en medio de un desierto seco y áspero.
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* Hansel Leonel Espinosa Villatoro. Nació el 21 de noviembre de 1989. Etudió Derecho, Ciencias Jurídicas y Sociales, en la Universidad Mariano Gálvez de Guatemala. Actualmente reside en Bogotá (Colombia). El cuento Copenhague ganó el Premio Centroamericano de Cuento Mario Monteforte Toledo de 2013. También fue acreedor de otro premio literario, Juegos Florales de Chiquimula, Guatemala, también en el 2013.
Orgullo guatemalteco, excelente Cuento.