SONÁMBULOS Y POETAS
El problema con algunas discusiones es que tienen poco recorrido, y se llega en seguida a las posiciones encontradas o, peor, a una única posición, sin que sea posible al final ensanchar con más respuestas, o con los matices, las posibilidades que deberían haber quedado abiertas al principio. Porque son planteamientos que nacen tan estrechos, tan limitados con las opciones de partida, que no pueden llegar lejos, y se asfixian a sí mismos, y se impone la respuesta raquítica de las premisas que antes han ahogado las otras alternativas, sin tener que exponer ni siquiera un argumento sólido para responder a esos otros enfoques que no se han podido plantear. Y con el tiempo esa respuesta simplificada se convierte en un criterio solidificado que ya nadie se cuestiona, porque volver otra vez a estas disputas que ya han sido zanjadas puede parecer una provocación innecesaria. Aunque a veces esté bien darse una vuelta, y llevar una nueva perspectiva. Por si acaso. No como una revancha. Pero tampoco pusilánimes. Porque a los lugares comunes también les viene bien de vez en cuando un poco de luz. Como, por ejemplo, pienso ahora, en ese empeño de encumbrar en literatura, para cualquier tipo de texto, el estilo sencillo. Que es, sin duda, el más recomendable, pero que sólo es de verdad valioso por sí mismo cuando consigue atrapar lo que es difícil comprender y trasmitir. Lo que decía Goethe: «Yo me declaro del linaje de esos que de lo oscuro a lo claro aspiran». Si no, es simplemente una correlación: la respuesta obvia —y la más común, además—, que sólo deja fuera un florilegio de unos pocos juegos recargados a los que tampoco hay por qué hacer demasiado caso.
Pero veo que incluso algunos críticos literarios no se han planteado todavía cuál es la función básica del estilo de un escritor, de su manera de escribir, que es penetrar en lo pensado y ordenarlo (y hasta ir creándolo), con la que deberían valorar la claridad más o menos trabajada de esa trascripción que le llega luego al lector. Les basta con que sea fácil de leer, independientemente de que lo contenido sea del todo plano o una reflexión más honda. Leí el otro día una de estas reseñas, aunque el libro no lo conozco, y recordé, o quise imaginarme, cómo tenían que sonar las bravuconadas de Menéndez Pelayo cuando decía, hace más de un siglo, que prefería la claridad latina a las tinieblas germánicas. Y las burlas por ello de Ortega y Gasset. Y a Juan de Mairena, en su clase, poniendo a Heráclito de Éfeso, a los que sus contemporáneos llamaban el Oscuro, como ejemplo cuando pide a sus alumnos claridad, para que no enturbien el pensamiento. Y a Heidegger, defendiéndolo también, llamándolo el Luminoso, porque dice lo que ilumina. Porque parece que al final hay que posicionarse ante la lengua como si fuera o un cristal o un espejo: como un cristal muy fino desde el que se mira la realidad, como si pudiera no deformarla, como si las palabras fueran las cosas mismas; con esa posición tan ingenua que cualquiera que escriba tiene que acabar aceptando a la fuerza, porque la alternativa (y aquí no hay otra) es el estilo como un espejo de un Narciso relamido que quiere la atención sólo para sí mismo. Esa es la trampa cuando se le obliga a alguien a tomar partido en una discusión que ya tiene las posiciones bien delimitadas: para evitar la sospecha de petulante, a la mayoría no le queda otra que elegir el cristal, y olvidarse de las vetas del pensamiento y de la realidad, porque sabe que lo que van a destacar las críticas —y casi todos los lectores que pueda llegar a tener— es su capacidad para pulir lo escrito con más o menos ingenio: que con un buen lifting acabe con cualquier rugosidad desagradable o incómoda.
Pero hay alternativas. Leí en Roberto Bolaño que hay dos tipos de escritores: los que reescriben compulsivamente y los que apenas lo hacen. Él se reconocía de los primeros: de los que corrigen mil veces el texto. Y se lamentaba de ser tan torpe, y de no poder pavonearse, como otros, de no retocar lo que ya había escrito; o de haberlo hecho de un tirón. Lo que para alguno podría ser la confesión de un Narciso poco dotado. Pero detrás de esa primera distinción que no vale nada (sólo la miseria de las vanidades de las que él se burlaba), Bolaño, que supo lo que tenía que ser la literatura, quiso incluirse entre los primeros, y hacer del esfuerzo de dar con la palabra exacta, en un trabajo que es de precisión, no de rapidez, la tarea de los poetas: el de su amigo Lemebel, el mejor para él, aunque no escribiera poesía: «Nadie llega tan hondo que Lemebel. Y encima, por si fuera poco, Lemebel es valiente, es decir, sabe abrir los ojos en la oscuridad, en esos territorios en los que nadie se atreve a entrar». Fuera de esa distinción ya clásica de culteranos y no culteranos. Con otra propuesta desde el principio, sin tener que continuar ninguna de esas dos líneas que apenas tienen recorrido: con otros tipos de escritor que no tienen que caer ni del lado del cristal ni del lado del espejo: que por su relación con su propia lengua podrían ser el sonámbulo y el poeta.
El sonámbulo es el que repite fórmulas y palabras, sin estar del todo consciente, sin llegar a apropiarse de ellas, porque las usa ya desgastadas: sin parar ni un segundo para que lo escrito sea verdaderamente suyo, con el significado de cada idea exprimido otra vez por él mismo. El poeta es el que recrea el lenguaje de nuevo para que pase a ser su voz: el que, con esa raíz griega, que significa hacer, o creación, ajusta cada palabra y cada párrafo y los engorda para ser (o para intentar ser) exacto, al menos consigo mismo. Escriba o no escriba poesía. Porque sabe que escribir no es encadenar palabras, y ser caprichosamente oscuro, o caprichosamente claro. Y que la precisión exige a veces sus recodos, aunque desde el otro lado del cristal no se puedan ver.
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* Enrique Ferrari Nieto es doctor en Filosofía y licenciado en Filología Hispánica. Es autor de Diccionario del pensamiento estético de Ortega y Gasset y coautor de Educación plena en derechos humanos. Trabaja como profesor en la Universidad Internacional de La Rioja (España) y como investigador externo en la Universidad de Friburgo (Suiza).