CONTEXTO CIBERPUNK
Por Fabio Vélez Bertomeu*
[blockquote cite=»W. Gibson» type=»left, center, right»]–Qué asco de mundo en el que vivimos, ¿eh? Pero podría ser peor, ¿eh?
–Desde luego –dije–, o incluso mucho peor, podría ser perfecto. [/blockquote]
A comienzos de los setenta, Robert Smithson incidía en la necesidad de trabajar los «espacios dialécticos del presente». Una especial sensibilidad le permitía detectar contradicciones en su lente cartográfica: bosques y jardines –así como sus planificados homólogos contemporáneos: parque urbanos y nacionales– habrían de convivir con vertederos, canteras o ríos contaminados. El problema urbanístico se anunciaba y se antojaba ya por entonces de difícil –si no imposible– mediación. En sus propias palabras: «Nadie desea ir de vacaciones a un vertedero público» (Smithson: 1996: 155). Efectivamente, el ocio no pasaba por este tipo de emplazamientos. Tampoco, obviamente, por la implantación de edénicos parajes de hayedos y sombras a la espera de turistas bucólicos. Pero, ¿qué ocurriría si tuviésemos que plantearnos la supervivencia no sólo rodeados de vertederos, canteras y ríos contaminados, sino también de neones, hologramas y consolas? En los ochenta, los ciberpunkies afrontaron la necesidad de imaginar –¿o acaso testimoniar?– un mundo agotado y desolado. Un espacio epigonal y distópico, en definitiva, sin posible dialéctica de habitabilidad.
Neuromante de W. Gibson refleja, como pocas novelas del género ciberpunk, este espacio de las últimas cosas [1].
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En Neuromante, Case trata de pervivir en Ninsei (Tokio), una zona fuera de la ley en Night City, surgida al margen de (las necesidades de) los habitantes, y dispuesta como «un campo de juegos deliberadamente no supervisado para la tecnología» (Gibson: 2007: 21). Antes no fue así. Con veintidós años (ahora tenía veinticuatro) había disfrutado de otra posición, «había sido un vaquero, un cuatrero, uno de los mejores del ensanche» (Gibson: 2007: 14). Es decir, un hacker de alta calidad y reconocimiento, sumando puntos para llegar a ser una leyenda. Trabajaba como espía robando y vendiendo información para grandes sistemas empresariales. Y lo que era más importante: entonces «operaba en un estado adrenalítico alto y casi permanente, un derivado de juventud y destreza, conectado a una consola de ciberespacio» (Gibson: 2007: 14). Vivía, pues, en y de lo inmaterial, proyectando única y exclusivamente su conciencia incorpórea en la matriz, y disfrutando de la afección pura. No tenía necesidad del otro, de su otro. Pero no era éste el caso ahora. Desconectado, soñando desconsoladamente cada noche con la matriz, sólo lograba sobrevivir gracias a las drogas. Con éstas lograba no pensar y estar consciente, y «eso le gustaba» (Gibson: 2007: 188). Otros hacían frente y compensaban este infierno a base de injertos e implantaciones (fruto de la microbiónica), conformando así una suerte de masa teratológica ciborg. En cualquier caso, Case, como cada cual, se movía como «un buscavidas más, tratando de arreglárselas» (Gibson: 2007: 13). Pues como atestiguaba Gibson en otra novela (Luz Artificial): «son gente que no tiene casa y que anda por las calles» (Gibson: 1994: 163) De modo que en este vagar moribundo de Case por las calles, las coreografías de deseo y comercio [2] iban desgastando su vida hacia lo que prontamente «le llegó a parecer la externalización de un deseo de muerte» (Gibson: 2007: 16). También el protagonista de Snow Crash, recordemos, –otro clásico ciberpunk, en este caso de Neal Stephenson– compatibilizaba el reparto de pizzas con la pasión por el metaverso. Case estaba jugando contra sí mismo un solitario final. Y Ninsei contribuía y conducía con su apariencia a una letal inercia:
Ahora dormía en los ataúdes más baratos, los más cercanos al puerto, bajo los faros de cuarzo halógenos que iluminaban los muelles toda la noche como vastos escenarios; donde el fulgor del cielo de televisor impedía ver el cielo de Tokio y aun el desmesurado logotipo holográfico de la Fuji Electric Company, y la bahía de Tokio era un espacio negro donde las gaviotas daban vueltas en círculo sobre cardúmenes de poliestireno blanco a la deriva. Detrás del puerto se extendía la ciudad, cúpula de fábricas dominadas por los vastos cubos de arcologías empresariales. Puerto y ciudad estaban divididos por una estrecha frontera de calles más viejas, un área sin nombre oficial. Night City, y Ninsei, el corazón del barrio. (Gibson: 2007: 15)
Este espacio incumplía rotundamente la funcionalidad práctica promovida por Le Corbusier para todo espacio urbano. Y como sentenciaba clarividentemente un personaje de otra novela de Gibson a propósito de un puente –okupado por «anarquistas, anticristos, hijos de puta caníbales…»–: «ese sí que es un sitio de mierda» (Gibson: 1994: 163).
El ciberespacio, por el contrario, parecía posibilitarle una salida, un mundo feliz, ¿una utopía? La conexión lo era todo: estando conectado, existía. El ciberespacio le había permitido «el despliegue de un hogar que no conocía distancias, su país, transparente tablero de ajedrez tridimensional que se extendía al infinito» (Gibson: 2007: 70). Pero, además, le había liberado no sólo de la dependencia de las drogas, el alcohol y el sexo femenino, sino también de las necesidades fisiológicas más primitivas y carnales:
Ahora sí. Esto era lo que él era, quién era. Olvidó comer. Molly dejó paquetes de arroz y bandejas plásticas de sushi en una esquina de la larga mesa. A veces se resistía tener que dejar el tablero para utilizar el inodoro químico. (Gibson: 2007: 78)
Tras la incursión y el consecuente aguijoneamiento del Kuang, Case comienza el proceso de muerte y redención de la carne, y una comunión mística le es concedida por la «gracia de la interfase mente-cuerpo» (Gibson: 2007: 309). Como le hará ver el Ratz fantasmal, el ciberespacio no es más que una redundancia de Night City: «Hasta dónde llegarás para conseguir tu propia destrucción (…) En Night City la tenías (…) Qué lejos has llegado, para hacerlo ahora, y qué utilería tan grotesca» (Gibson: 2007: 278). En efecto, tanto en un caso como en otro, meros «campos de juego» (Gibson: 2007: 21-278) en aras de una desmaterialización martirial. Case se diluye y fusiona en un ciberespacio para, de este modo, morir corporalmente y poder resucitar virtualmente. De ahí que progresivamente vaya adquiriendo una mayor pericia en lo referido al conocimiento y a la imaginación. Así, cuando la matriz se presenta ante Case, esta proclama: «Soy la suma de todo, el espectáculo completo» (Gibson: 2007: 316). Ser todo es ya de alguna manera no ser nada, no ser algo. Por tanto, la disolución de la individuación corporal tiene lugar de este modo: «más allá del ego, más allá de la personalidad, más allá de la conciencia» (Gibson: 2007: 309), en una suerte de descentramiento entrópico. Y, sin embargo, la tentación –el pacto diabólico– será finalmente rechazado. Un shuriken incrustado en la pantalla de la consola es el símbolo final del rechazo a una vida virtual.
Será precisamente en la escena de la playa, a propósito de un beso salado y un abrazo –acaso fantasmal– de Linda, cuando recordará que, efectivamente, «pertenecía a la carne» (Gibson: 2007: 284). También ahora, aunque quizá no tan alejado de la conciencia como antes, pero desde un trasfondo corpóreo, Case percibe lo sublime feromónico:
Era algo inconmensurable, más allá de la conciencia, un océano de información codificado en espiral y en feromonas, una complejidad que sólo el cuerpo, a su manera ciega y poderosa, podía interpretar. (Gibson: 2007: 284)
Borrosas y débiles quedaban entonces frente a las feromonas, como las luces de una ciudad que se aleja, las potenciales virtualidades de una alucinación consensual fruto de una novedosa tecnología háptica. De ahí sus palabras: «No te necesito». Gastó todo el dinero en regenerar su cuerpo residual, buscó trabajo y pareja. Un horizonte de exultación material lo interpelaba hacia el porvenir.
Sunt lacrimae rerum
Et mentem mortalia tangent
NOTAS
[1] La novela de William Gibson, Neuromante (1984), está considerada el clásico que inaugura el género ciberpunk en la literatura, género que puede definirse como «la integración de la tecnología y la contracultura de los ochenta; una alianza profana entre el mundo tecnológico y el mundo de la disidencia organizada, el mundo subterráneo de la cultura pop, de la fluidez visionaria, y de la anarquía de las calles» (Sterling: 1998: 21)
[2] Por estos senderos fluyen las últimas e interesantes novelas de Gibson, como ha advertido lúcidamente Jameson (2009). Mundo espejo (2004) y su laberinto de logos y marcas es un buen ejemplo de ello.
BIBLIOGRAFÍA
GIBSON, William:
1994, Luz artificial, Barcelona: Minotauro.
2004, Mundo espejo, Barcelona: Minotauro.
2007, Neuromante, Barcelona: Minotauro.
JAMESON, Fredric, 2009, Arqueologías del futuro, Madrid: Akal.
LE CORBUSIER, 1971, Principios del urbanismo, Barcelona: Ariel.
SMITHSON, Robert, 1996, «Cultural Confinement» (1972) en Robert Smithson: The Collected Writings, Ed. Jack Flam, University of California Press.
STEPHENSON, Neal, 2008, Snow Crash, Barcelona: Gigamesh.
STERLING, Bruce (ed.); 1998 Mirrorshades. Una antología ciberpunk, Madrid: Siruela.
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* Fabio Vélez Bertomeu (España, 1984). Licenciado en Filosofía y Doctor en Tª de la Literatura y Lit. comparada. Actualmente es profesor Humanidades y Filosofía en la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla. Entre sus publicaciones destacan La palabra y la espada y (el próximo) Antes de Babel.