Literatura Cronopio

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Estacion sabato

ESTACIÓN SABATO

Por Andrés Torres*

[blockquote cite=»Ernesto Sabato. Abaddón El exterminador» type=»left, center, right»]Uno encuentra lo que consciente o inconscientemente busca.[1][/blockquote]

En los carnavales de 1989 conseguí El túnel. Pasto celebraba sus fiestas. Quizá fue el tres o el cuatro de enero que, en medio del aburrimiento, tomé el libro. Me instalé en la sala. Desde que leí el exergo hasta la última palabra, no pude, ni quise, desprenderme de la novela. Cuánta razón tenía Edmond Jabès al afirmar: Poco a poco, el libro me consumará [2]. Recuerdo que leí como si me hubiese poseído el espíritu de Castel. No había distancia entre la piel y la página, entre la letra y la sangre, entre el verbo y la carne. Fue una implacable e impecable transubstanciación. Afuera, los gritos y la bulla de los que iban o regresaban de la Plaza de Nariño eran un leve y lejano susurro de un mundo que se había desvanecido para dar paso a una realidad tan contundente que yo me sentía caminar por la Recoleta o la calle san Martín. El Buenos Aires de María Iribarne y Juan Pablo Castel fluía por mi torrente sanguíneo… qué lejos había quedado mi ciudad y mi barrio y lo que yo era hasta ese momento, porque ese encuentro fue, para ponerlo en palabras del abuelo Desana Miru Púu (Antonio Guzmán López), como haberse topado con el tigre. Nada quedó igual. La escritura de Sabato fue esa garra felina que me hizo pasar por una muerte para devolverme a la vida. No sé cuántas horas me tardé en ser devorado por sus páginas, pero lo que sé es que esa novela (para decirlo con las palabras que utilizó Artaud cuando los tarahumaras le dieron peyote), me abrió la conciencia [3].

Sabato ha sido y es uno de esos autores que he necesitado visitar, sobre todo en períodos de crisis o desesperanza. Si, para Deleuze, sólo se escribe por amor, toda escritura es una carta de amor [4], encuentro en Sabato un profundo amor por el hombre. Su escritura es, siguiendo a Blanchot, una amistad para el desconocido sin amigos [5], y, en muchas ocasiones, he sido ese desconocido sin amigos. Su escritura ha sido una liana que me ha sacado de mis infiernos. Nada más cierto, en este sentido, que aquello que anotara Jodorowsky: cada libro profundo es un regalo del autor a la humanidad [6]. Llevo muchos años leyéndolo y dejándome acompañar de su lucidez. Sus atormentados y complejos personajes me han devuelto a la vida, porque, como lo escribiera Benjamin, sólo gracias a aquellos sin esperanza nos es dada la esperanza [7].

En La resistencia, hay una cita de Lévinas, el humanismo es desvivirse por lo humano, y, es eso lo que realizó Sabato, en cada trazo, en cada libro. Su escritura es un acto de hospitalidad. En aquellos días o instantes en que he sentido al mundo como una tierra baldía, sus textos han sido una morada. Por eso, durante años había sentido la necesidad de darle las gracias. Y esto, en cierto modo, lo hacía en mis clases cuando lo leíamos y lo comentábamos con los estudiantes. Esa era mi manera, aunque precaria y tácita, de honrar a un hombre que tanta intensidad vital me ha regalado.

En una noche de mayo de 2007 lo soñé. Yo estaba en su casa. Él estaba en el patio sentado en una silla. No hablábamos, pero tampoco había necesidad de ello. Me desperté con la tranquilidad de haberlo visto; de haberle hecho sentir mi afecto. Ese sueño era como la carta que siempre quise escribirle y que nunca hice. El sueño era una manera de saldar una vieja deuda de agradecimiento.

A mediados de diciembre de 2008 estuve en Buenos Aires en compañía de Alexandra, mi hija. En la mañana del día veintidós visitamos la Biblioteca Nacional. Allí le preguntamos a una chica si sabía cómo llegar a la casa de Sabato, ella nos dio las indicaciones para que no hubiese la menor posibilidad de perdernos.

Cuando bajamos del taxi y entramos a la estación, me sentí que estaba caminando por el Buenos Aires de Alejandra y Martín, por el Buenos Aires de mis soledades, por el Buenos Aires nocturno de mi pieza de estudiante; por ese Buenos Aires que había aprendido a amar en sus libros. En el tren presentí que todo eso que estaba ocurriendo era parte del sueño. Intuía que estaba soñando, como ahora cuando escribo esto. En pocos minutos estuvimos en Santos Lugares. Encontramos una librería y en ella al poeta-niño-mago-y-librero Guillermo Prada, a quien le interrumpimos la lectura de La Biblia para preguntarle si tenía algún libro de Sabato. No sólo los tenía, sino que además tenía para nosotros (aparte de las joyas bibliográficas que generosamente nos mostró), su alegría, su inteligencia, su bondad. Salimos de su librería y editorial Punto & Aparte con Abaddón el exterminador y Páginas vivas, y con el corazón colmado de afecto.
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Un sol resplandeciente nos acompañó toda la tarde. Llegamos a la casa de Sabato. Con Alexandra nos asomamos por entre las rejas. Un hombre, quien se identificó como el sargento Muleiro, nos preguntó quiénes éramos. Le dijimos que veníamos de Bogotá y que nuestro anhelo era dejarle un presente a Sabato. Él mismo se apresuró a timbrar en el citófono. La voz de una mujer preguntó quién era. El sargento le comentó acerca de nuestra solicitud, y ella le dijo que esperáramos a que llegara no sé quién (creo que mencionó a un hombre) para que habláramos con él. Nos despedimos del sargento, quien nos recomendó que pasáramos a las ocho. Caminamos buscando un sitio para sentarnos y tomar algo. No quisimos quedarnos en la tienda aledaña porque nos parecía una indelicadeza. Caminamos varias cuadras tratando de dar con alguna cafetería pero ante la insistencia de Alexandra de que estaba cansada, decidí regresar. El sargento Muleiro estaba sentado en su auto. Intentamos ignorarlo, o mejor de que él nos ignorara. Pedimos un jugo. El calor era tan intenso que nos ubicamos en una mesa que estaba en el andén. Quedamos separados a escasos tres o cuatro metros de la casa de Sabato y, por lo tanto, a la misma distancia del sargento. Viviana y su madre, propietarias de la tienda, nos atendieron con deferencia. Ellas nos advirtieron que era imposible que viéramos a Sabato, que en los últimos meses él ya no recibía a nadie y que era entendible porque, como todo el mundo sabía, él estaba bastante mayor. Yelsa, la mamá de Viviana, nos contó que Sabato, hacía cinco años, había cargado a su nieta (la hija de Viviana), y que había hablado con ellas y que era una lástima que no hubiera tenido, en ese preciso momento, una cámara fotográfica. Nos dijo que, algunos años atrás, Sabato había auspiciado el funeral de una niña cuyos padres pasaban por una difícil situación económica. Ellas me hicieron sentir a ese Sabato que, desde la primera vez en que lo leí, supe que estaba no sólo ante un gran escritor, sino ante un gran hombre, porque, como lo expresara Chagall, un buen ser humano puede ser, como es sabido, un mal artista. Pero quien no sea un gran hombre y por ello un «buen hombre» no será nunca un verdadero artista [8].

El viento de la tarde estaba fresco. Unos chicos, en la otra mesa, hablaban de Andrés Calamaro. Viviana entró a la tienda; su mamá se retiró, a unos pocos pasos, al ser requerida por una señora. Todo fluía. La eternidad nos cobijaba.

Alexandra se acercó para decirme que una mujer había llegado a la puerta de la casa de Sabato. Me acerqué a ella y le pregunté sobre la posibilidad de saludarlo. Ninguna, me respondió. Nos presentamos y así supe que hablaba con la nieta. Le dije que habíamos traído algo para su abuelo y que queríamos entregárselo. Luciana nos permitió entrar al antejardín y allí conversamos. Viviana se acercó para tomarnos una foto.
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El sueño se había cumplido. Yo no hablaba con Sabato, pero lo sentía en su nieta, en su casa, en esos minutos en que Luciana nos brindó su hospitalidad. La carta que le dejé a Sabato fue una sola frase escrita en el talego que envolvía una libra de café. Eso era todo lo que tenía que decirle.

Cuando Luciana se despidió, sentí que el sueño había conducido a la carta; que el sueño era parte de la carta y que esa pequeña carta era parte del sueño.

Nos despedimos del sargento, quien generosamente nos permitió que nos tomáramos una foto en su compañía. Viviana y su madre nos bendijeron. Caminamos hasta la estación cobijados por una sutil e intima alegría. Santos Lugares nos había acogido y todo había sido un prodigioso milagro.

Qué hermoso fue saludar a Luciana y ver el cariño con el que ella abrazó a mi hija. Luciana nos permitió estar en la casa de su abuelo, ese hombre al que desde hacía mucho tiempo necesitaba decirle: ¡Gracias, por todas sus luchas!

NOTAS

[1] SABATO, Ernesto. Abaddón el exterminador. Buenos Aires, Seix Barral, 2006. p. 276.
[2] LÉVINAS, Emmanuel citado por DERRIDA, Jacques. Edmond Jabès y la cuestión del libro. En: La escritura y la diferencia. Traducción de Patricio Peñalver. Barcelona, Anthropos, 1989. p. 91.
[3] ARTAUD, Antonin. El rito del peyote entre los tarahumaras. En: México y viaje al país de los tarahumaras. México, Fondo de Cultura Económica, 1998. p. 305.
[4] DELEUZE, Gilles y PARNET, Claire. Diálogos. Traducción de José Vázquez. Valencia, Pre-Textos, 1980. p. 60.
[5] BLANCHOT, Maurice. El paso (no) más allá. Traducción de Cristina de Peretti. Barcelona, Paidós, 1994. p. 164.
[6] JODOROWSKY, Alejandro. La trampa sagrada. Conversaciones con Gilles Farcet. Traducción de Luis Enrique Jara. Santiago de Chile, HACHETE, 1991. p. 76.
[7] BENJAMIN, Walter citado por MARCUSE, Herbert. El hombre unidimensional: ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada. Traducción de Antonio Elorza. Madrid, Planeta/Agostini, 1993. p. 286.
[8] WALTHER, Ingo F. y METZGER, Rainer. Chagall. Traducción de J. Pablo Kummetz. Colonia, Taschen, 1999. Contratapa.

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* Andrés Torres es Licenciado en Lingüística y Literatura de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas (Bogotá, Colombia). Magíster en Literatura de la Pontificia Universidad Javeriana. Candidato a Doctor en Historia y Teoría del Arte y la Arquitectura por la Universidad Nacional de Colombia. El Instituto Distrital de Cultura y Turismo, IDCT, publicó Una larga cita Sin remedio con la noche bogotana (Beca Nacional de Investigación en Literatura, 2003). También ha publicado Sótanos (@Libros Editorial, 2010), Rutas de comunicación y ciudad (Fundación Universitaria San Alfonso, 2011). Se desempeña como docente en la Pontificia Universidad Javeriana, Universidad Central y en la Fundación Universitaria Los Libertadores. Algunos de sus textos han sido publicados en revistas virtuales como: H Enciclopedia (Montevideo); Espéculo (Universidad Complutense de Madrid); Crítica (Santiago de Chile) y Destiempos (México, D. F.).

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