ABRIL FUNESTO
Por Carlos Mario Borja*
Un mar negro de gabardinas, chalecos y sombreros se aglomeraba frente a la droguería Nueva Granada y se disponía a ir calle abajo hacia el palacio presidencial. La horda furiosa vociferaba frases de venganza, se oían sollozos entre la multitud, escupían e insultaban al cuerpo linchado que era arrastrado desde los pies por dos hombres que iban a la cabeza de la procesión. Un cuerpo desnudo, irreconocible y arrollado que, con dos corbatas en el cuello y los calzones en el tobillo, matizaba el ambiente de la capital en una oscura y gélida tarde del 9 de abril de 1948.
Tres días atrás, Juan Roa Sierra sostuvo una reunión con Damián Solórzano, un moreno, bajo y enjuto que le llevaba una propuesta de varias personas distinguidas: «Usted hace lo que le voy a decir, y el gobierno le va a dar un buen dinero y estudio para que pueda hacer lo que quiera», decía Solórzano. Juan sonreía con un encanto primoroso en aquel frío café de Bogotá, sus ojos brillaban, los labios se le arqueaban y unía sus manos mientras respiraba la emoción de los aires.
Y dígame no más —decía Roa mientras agarraba la taza de café y le daba pequeños soplos—, ¿Qué tengo que hacer?
Pues simple, mire, vaya a esta dirección —dijo Solórzano estirando un papelito y acomodándose en la silla—, y compra un arma que tienen en venta. Al día siguiente vuelve por los proyectiles y, al otro día, nos encontramos una calle más abajo del edificio Agustín Nieto.
Bueno, entonces no hay problema, señor. Lo único que tengo que preguntarle es lo siguiente: ¿para qué quiere el arma?
Para nada en especial. Sólo voy a entregársela a un buen amigo mío. Recuerde que un hombre poderoso lo va a ayudar a usted.
Pues, ¡excelente!, que no se hable más —dijo Roa entusiasmado y vivaz—. Ustedes me van a arreglar la vida, se los agradezco mucho
Claro, no se preocupe —dijo Damián entre carcajadas—.
Al día siguiente, Juan despertó temprano, eran las ocho de la madrugada, se arregló el cabello, lavó los dientes y se afeitó la barba. Llevaba puesto un chaleco color carmelita, derrotado por el uso, y uno de sus pocos pantalones color azul. Su humor era fragante, el sol resplandecía en la capital y él caminaba con un ritmo alegre. No llevaba nada más en los bolsillos que el dinero que le había dado Solórzano para comprar lo requerido, era una suma de dígitos superiores en esos tiempos, por lo cual Juan se cuestionaba, ya que la compra que iba realizar, era tan accesible que no podía imaginar para qué requería de semejante suma. Se paró frente a un pequeño edificio cerca del centro, era gris, con las ventanas longevas, una puerta maltrecha de entrada principal y varios papeles de propaganda política lanzados por todo el suelo. Juan dio tres toques con el puño cerrado a la puerta, sucia y sin salvación, a la espera de que alguien apareciera para indicarle lo que debía hacer.
Esperó unos cuantos minutos, se frotó las manos entre sí con una velocidad frenética y después se las puso en las mejillas. La puerta se abrió de repente, un hombre con una gabardina negra, piel blanca y cabellos de metal apareció tras ella. «¿Es usted Roán?» preguntó el hombre. «Roa, señor. Vengo de parte de don Solórzano» dijo Sierra. «Ah, sí, pase» determinó el hombre. Entró por la vieja puerta y vio un pasillo oscuro con una luz febril en el techo que apenas lograba iluminar el ámbito, las paredes eran igual a la fachada del edificio, grises y sin vida, en la prolongación de los muros se encontraban apenas dos puertas rojas del lado izquierdo. Una mosca paseaba por el entorno y el aire era tan frío, y los alrededores apenas visibles, que no se podía ver cuál era el material de los suelos. Siguió tras el hombre de cabello de metal. Adivinaba dónde debía poner el pie, casi que arrastraba los zapatos y entrecerraba los ojos para intentar observar el suelo con más eficacia. Estaba un poco sorprendido de que la luz del exterior, no pudiese penetrar en aquel antro. Después de haber concretado unos diez pasos, el hombre abrió la segunda puerta roja a la izquierda. Cuando se abrió por completo, había otra persona sentada en una cama que permanecía en la habitación, que, vestido de igual forma al otro pero con pelo rojizo, tenía sobre la mesita de noche un pequeño portafolio solitario. Esta vez la luz, que estaba en el techo de la habitación, era un poco más notoria y pragmática. La iluminación que producía era mucho mejor y, gracias ello, los rostros se identificaban con una facilidad envidiable. El hombre que lo había acompañado por el pasillo saludó:
Mire, Lozano, ya llegó el que esperábamos —dijo el que abrió la puerta—.
Qué bien, Rincón, buen trabajo —dijo Lozano mientras se paraba de la cama y estiraba la mano derecha para saludar a Roa— ¿Joven, cómo ha estado?
Muy bien, señor ¿y usted? —dijo Roa correspondiendo al saludo—.
Muy bien, gracias por preguntar. Siéntese aquí al lado de la cama. Ahí disculpa que lo recibamos en un lugar tan lóbrego.
Tranquilo, ya estoy acostumbrado
Rincón, tráigale café al muchacho —dijo Lozano, mientras Rincón, que aún permanecía al lado de la puerta, se disponía a ir a la pequeña cocina.
Pues cuénteme, ¿cómo es que quiere hacer el negocio?
Muy fácil, simple, yo le pago el arma y me la llevo hoy a la casa. Y mañana vengo y le pago los proyectiles.
Listo pues, no hay problema.
Hablaron cerca de una hora acerca de los fríos climas que azotaban por esos días al país mientras tomaban el café. Se rieron y se dieron la mano para despedirse. Tomó el portafolio en el que estaba el arma y caminó tranquilo por las solitarias calles, desoladas por la llovizna que caía media hora después de su llegada, y por el frío que se había apoderado de la ciudad en los últimos meses.
Al día siguiente, Roa Sierra, volvió al hoyo de mala fortuna en el que había estado el día anterior. Lo hizo con el mismo pantalón azul que tenía y el chaleco color carmelita, tan destazado por los años, que apenas servía. Bogotá se sumía nuevamente en un día de llovizna que, sin necesidad de artes de chamán, se podía adivinar que así iba a continuar todo el día. Cuando se paró frente a la puerta del lúgubre edificio, repitió el procedimiento: los tres golpes, la luz febril, los diez pasos, la segunda puerta a la izquierda y el saludo de rutina y tomar otra taza de café mientras discutían de diversos temas. Juan le dio el billete de gran denominación a Lozano, él observó con gran seriedad el billete, sintió la textura y por último el aroma. Se revisó los bolsillos de la gabardina y sacó las monedas al sólo sentirlas con el tacto. Se las puso en la mano a Roa y este lo miró con los ojos confundidos. «Mire, ochenta pesos en monedas. No me mire así, eso es lo que sobra después de que me pagara todo», dijo Lozano.
Esa noche no pudo dormir, el agua seguía cayendo sobre la ciudad y las fantasías de fabula lo mecían en una hamaca de posibilidades sin retorno. Miraba el reloj, intentaba cantar, se sentaba frente al espejo y volvía a la cama, todo en un ciclo que le parecía interminable mientras las horas de la noche transcurrían a su paso normal. Sin embargo, a los ojos de Juan Roa, la noche no quería avanzar en lo más mínimo. Cada gota que golpeaba la ventana, era la representación de que el reloj se devolvía un segundo, evitando así que la noche culminara.
Cuando el reloj por fin marcó las siete de la madrugada, comenzó a prepararse para el encuentro con Damián Solórzano. Se duchó con una velocidad vertiginosa, la navaja no recorrió, como tantas veces, su rostro y los huevos de esa madrugada tuvieron un sabor prodigioso. Su vestuario era el mismo que había llevado los dos días anteriores. Caminó por las calles capitalinas, casi pudo saborear el futuro que imaginaba. La reunión había sido pactada para la 12:55 p.m. Solórzano le dijo que esperara a unos cuantos metros, en una esquina cercana, más abajo del edificio Agustín Nieto, sobre la Carrera Séptima. Cuando llegó Damián, parecía como si no se hubiese afeitado desde el último encuentro. Llegó desesperado, con cierto aire de ansiedad que no fue ajeno a Roa Sierra. Juan lo miró con cierta duda, pero no tuvo tiempo. Cuando Damián se le acercó, le pidió el arma. Juan le dijo que esperara que él le iba a entregar las monedas. Damián lo detuvo, mencionó que era un adelanto y que esperara a que realizara el tramite con el hombre de poder, que no iba a durar mucho y que, al regresar, iba a traer consigo más dinero acompañado de una carta en inglés con las recomendaciones para entrar a trabajar a cualquier empresa del país. Juan no lo pensó más, con la emoción despampanante revotando en su cabeza, entregó todo lo que le demandaban, y esperó recostado contra el muro mientras Damián hacía las diligencias. Solórzano iba vestido de gris y un sombrero de fieltro del mismo color.
Se escucharon tres disparos y, más tarde, un cuarto algo huérfano. Los gritos empezaron a recorrer las calles y Roa comenzó a mirar a sus alrededores con una mirada ansiosa y desesperada. Con la promisoria respuesta de una ayuda, la seguridad de no saber cómo contactar con Damián y el temor a quedar desolado en medio de la gélida tarde, no se movió de donde estaba, pero permaneció tan alerta como nadie más podía hacerlo. Solórzano corría hacia él sin tregua, quitándose el sombrero y con el arma en la mano derecha. Llegó hasta Roa y le entregó el arma y le puso el sombrero sin más. «Ahí tiene su ayuda. Good afternoon» dijo Damián mientras se abalanzaba sobre el pobre Juan. Cuando lo tenía sometido en el suelo le dijo: «Si dices algo sobre esto, toda tu familia se muere». Un dragoneante se acercaba a todo furor hacia ellos, Solórzano le informó que ese era el asesino y que lo había detenido. El oficial lo tomó por el brazo y le vociferó al oído algunos insultos. Varios policías comenzaron a llegar cerca al supuesto agresor, la multitud se acercaba tras los oficiales y gritaban al unísono. Roa Sierra se encontraba anonadado, tantos sucesos en tan poco tiempo. No lograba asimilar lo que acontecía a su alrededor y que todos los gritos se volcaran hacia él sin tregua. Los policías protegieron a Juan, bajaron unas calles sobre la Carrera Séptima. El pueblo capitalino comenzaba a unirse en una tentativa de venganza.
Al ver que la horda se hacía demasiado grande como para controlarla, se encerraron en la droguería Nueva Granada e hicieron que el dueño dejara caer las mayas de metal. La multitud furiosa hacía que las rejas del establecimiento temblaran desde los cimientos, caían los frascos desde las estanterías y la vitrina retumbaba con los gritos. «¡A la carga!».
Señor agente —dijo el encargado del establecimiento— ¿Qué fue lo que pasó? ¿Quién es este hombre?
Es el asesino que mató a Gaitán.
¿Joven, usted por qué hizo eso? —dijo mientras dirigía la mirada hacia el trémulo Juan—.
¡Ay, señor! Cosas poderosas que no le puedo decir —dijo Juan, sentado tras los policías—.
Desde fuera las personas pedían al asesino. Lo querían muerto, sin brazo derecho y ajusticiado. Uno de los policías dio la orden de que abrieran las puertas. La multitud enorme, más enorme que nunca en ese momento, comenzó a entrar, la policía sin fuerzas, fue sometida y Roa Sierra suplicó al último agente, mientras se agarraba de sus pies «no deje que me maten». Nadie supo y ni sabrá lo que pensó Juan Roa Sierra en sus últimos momentos de vida. Esa tarde el país perdió los estribos de su cordura, la voz del pueblo había sido callada por siempre y el fuego consumía los vestigios de la nación. Desde esa tarde del 9 de abril de 1948, Colombia no volvió a ser la misma.
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* Carlos Mario Borja Valdés es estudiante de psicología de la Fundación Universitaria Luis Amigó (Medellín, Colombia). Se dice admirador de la literatura latinoamericana, en especial de autores como García Márquez, Cortázar y Borges.