EL MAGO MERCER Y LA AGUATERA
Por Marta Lucía Fernández Espinosa*
Las lloviznas de noviembre la traían de regreso a su tierra natal, el informe meteorológico había anunciado temporadas de lluvia con actividad eléctrica que se prolongarían hasta diciembre. Xango y Oxum retozaban los últimos amaneceres de estación, mientras dos seres se cruzaban, como dos extraños, por los muros de aquella ciudad de luces, después del encuentro mortal. Él buscaba insólitas piezas de colección, que hacían fastuoso el mercado de la propiedad privada. Ella, una solidaria aguatera, asoladora de los privilegios, comunista de su piel de agua, plural e igualitaria; se conservaba afluente para escurrirse, inaprensible, entre los dedos de los comerciantes. El pasó de largo, ella era una baratija, eliminó a la aguatera de sus contactos en medio de las tormentas eléctricas y el aguacero del 18 de noviembre; no sin antes escupir, con voz de trueno, una colección de insultos referidos a degustaciones escatológicas y una mezcla de maíz, cebollas y tomates.
Había nacido en tiempos de danza y muerte, viajeros sedientos poblaban los amaneceres y moribundos seres velaban las noches. Un pútrido hálito de muerte instalado en el paisaje impedía la distinción entre el danzante y el desahuciado, por eso y sin una vocación previa, se hizo aguatera. Aprendía el mundo de los seres a través de los sedientos, instalada allí, a su pesar, a las puertas del dolor y la soledad, en no pocas veces miraba hacia si misma con reproche. Servir el agua adecuada al sediento no la hacía precisamente feliz, como se lo prometieran los oscuros seres del monasterio. Había perdido su propia sed y ya no recordaba desde cuando el agua se le había vuelto prescindible. Atormentada por el presagio de saberse presa de una íntima tiranía, se rebelaba de tiempo en tiempo contra la compasión. Pero ser aguatera era ser compasiva, y esa era su labor. Es posible que de ese modo hubiese nacido dentro de ella un profundo desprecio por sí misma, y con esos hilos se tejiera el traje, un oculto depredador. Solía pasearse con sigilo dentro de ella, parecía tener el rostro milenario del maestro, uno ante el que siempre se llega con las manos llenas y del que se parte cabizbajo con la derrota. Uno que siempre está tachando errores, el maestro de la crueldad.
Un mago había llegado de manera sorpresiva a aquel paraje, venía de otras tierras; tenía el rostro desencajado por el desencanto y una mirada de abrigo. Parecía salido de las pinceladas de François Barraud. Llevaba consigo pequeños liencillos que contaban la historia reciente de la humanidad, una historia de autopistas planetarias, tejidas de palabras y noticias íntimas. Los Mercer habían sido expulsados de su país hacía ya medio siglo, pero él, que había nacido en tiempos, en que las cosas carecían de valor de cambio, había hallado los secretos de su magia en aquellos intercambios profanos. Amaba la cultura de los bajos fondos, en donde se podía insultar con holganza y maltratar al otro sin remordimiento. Quienes lo conocían, entendían su acto como un auténtico amor por los humildes. Generalmente nadie advertía en el entusiasmo con que el mago insultaba, un profundo desprecio por la pobreza y todos los que la padeciesen, la que siempre le recordaría las penurias de su infancia en la tierra natal. Una historia de la que huía con premura. Su gentilicio le abría puertas que, de otro modo, le hubiesen permanecido cerradas.
Solía caminar como un rayo, pasaba casi sin ser advertido y al final de su ruta solía dejar una huella con fuegos pirotécnicos, en el cielo aparecían las palabras de consumación del ritual «me fui». Al verlas en el cielo los habitantes del lugar se preguntaban sobre la importancia de irse y anunciarlo, las despedidas cotidianas hacía ya tiempo se hacían con desgano, con improntas usadas, sin alusión a la desesperanza, con optimismo en el encuentro nuevo. Pero el mago Mercer no se despedía, su declaración era ilegible, tenía que ser desentrañada.
Los anuncios pirotécnicos gozaban de espectadoras que cazaban cada uno de los avisos estelares, entre ellas se había creado una hermandad silenciosa y querellante. Alguna vez, una de las feligreses de bengala había querido rebelarse contra esa oración monástica. Ella era una hermosa rubia, de ojos felinos y astutos, solía enredarse entre las piernas del mago con una habilidad inofensiva; su artimaña silenciosa solía complacer a Mercer, que la dejaba hacer a su antojo. Aquella gata podía entremeterse en todos los rincones sin dejar huella, pero a ella le gustaba dejarla. Retaba al mago haciéndole saber que seguía sus pasos y, para no ser repudiada, ella rezaba la oración de las congregantes. De ese modo ella hacía el silencio complaciente, tejiendo sílabas apenas visibles, las que siempre seducían al mago, las mismas que debían rezar todas las feligreses. Sólo les estaba permitido decir «me gusta», cualquier otra expresión hubiese sido síntoma de pérdida de fe. Aquella noche la hermosa rubia puso en peligro a la hermandad, se había resistido a repetir la plegaria. Esa burla no sería perdonada fácilmente por Mercer. Cuando ella se atrevió a desafiarlo, estridentes monólogos tronaron y las luces de bengala se hicieron realmente rayos de fuego. En el cielo varias nubes lucían como trozos de papel recién quemado, con bordes negros y deleznables que apenas despedían humo, llovían cenizas sobre la noche.
La hermandad se instituyó en el crepúsculo, el mago lo advirtió, tenía una añeja debilidad de la que él mismo jamás quiso hacerse cargo. La rubia felina se lo había mostrado a las demás cofrades, cuando en lugar de rezar las palabras acordadas, se había atrevido a emitir sílabas nuevas, «que manía con irse» dijo, torbellinos de aguas y olor a miel envenenada se apoderaron de la casa del mago, Obá, Obá, Obá, se escuchaba decir a las feligreses. En el silencio pactado, aquellas nuevas palabras desnudaban la impertérrita vanidad del mago. La lectura textual sonó como una burla, lo que Mercer reclamaba era la adivinación del acertijo. Ahora iba a serle difícil encontrar la llave que liberara a su alma. Una mujer, le habían prometido los cofrades, le salvaría, le devolvería completo y por eso necesitaba tener una secta completa de todas las ellas posibles, de modo que no faltara una sola pieza en su búsqueda de sí. Tenía que convencerlas a todas de ser la mujer incorrecta, de ese modo cada una se quedaba voluntariamente para hallar la parte de sí que faltaba a su perfección. Era un juego mezquino de vanidades mutuas lo que había dado nacimiento a aquella hermandad adversaria. Todas querían lo mismo que el mago, asesinar a las contrincantes para encarnar la utopía. Pero la utopía se preservaba inmóvil, relampagueante bajo la luz esteárica, destellando fulgores níveos y púrpura y dos cartas de baraja en sus manos: el az de copas y el de espadas.
—La aguatera, pensó el mago, ¡esa es la que me falta!
Mercer no había aparecido entre los sedientos de los caminos, por eso la aguatera no había concedido especial atención a su existencia. Le sabía miembro de una secta tranquila en donde los amigos se abrazaban con opulencia, eran seres de avidez comburente y soledades concurridas. De aquella secta conocía sólo un sediento y con él había pactado una solidaridad secreta. Él le había confesado que su sed no tenía cura, necesitaba el suero lácteo primigenio, pero un antepasado le había condenado a una eterna expiación. Un apéndice impúdico pendía de su deseo de tal modo que cuando un cierto ateísmo, consentía su concupiscencia, un bramante torcía sus testículos. Por ello se había resignado a no saciar su sed. Afirmaba con inocencia que «la mujer no existe» y la aguatera lo comprendía clandestinamente, aunque siempre se le opusiera. Ella sabía que no hay un solo sentido que delimitara aquella palabra. Era una palabra-agua, que solía desleírse, licuarse, colarse, evaporarse, congelarse y hasta sublimarse, pero por sobre todo almacenarse. Los pútridos vapores panorámicos advertían de antiguas aguas muertas sepultadas; ni siquiera las artemias habían logrado sobrevivir en ellas, los últimos cadáveres habían consumido por completo el oxígeno en su putrefacción. De aquellas aguas jamás hubiese servido a un caminante.
El mago empezó a hacer fiestas secretas de bengala para atraer a la aguatera. Hacía la fila de los catadores públicos y se preciaba de conocer todas las calidades de agua por ella servidas. El mismo hizo el ritual de las feligreses de su abadía, ante la aguadora: «me gusta», decía. Y ella, que le imaginaba un ser desprovisto de sed, se sentía hermanada con aquél extraño, que, como ella, parecía haber extraviado su avidez. Sus visitas frecuentes no le sorprendían, Mercer se había vuelto parte de su paisaje más confortable, por eso ella le guiñaba el ojo con complicidad al verlo aparecer entre los forasteros. Este ser no necesitaba de su agua, pensaba. Hasta había llegado a imaginarle como aguatero de otro condado. Por eso, aquella noche, que la invitó a probar bebidas distintas en la medida justa y para que la lengua no se les enredase, ella había asistido sin previsiones.
El día lo había pasado en su tarea de aguadora, y como sospechaba que esta sería una reunión entre aguateros, que no pasaría de ser un intercambio de saberes y de pactar tareas nuevas, ni siquiera acudió al espejo, no compuso su traje, ni dispuso nada para su ausencia. La cita sería algo corto, imaginó, un intercambio de palabras fugaces y acaso la celebración de un acuerdo. Así aconteció el encuentro, nada de sorprendente salvo la omisión del convenio. El mago había pronunciado en la convocatoria, dos acertijos que ella creyó entender, por eso esperaba paciente, allende las presentaciones y las conversaciones caóticas de los encuentros primeros, que aparecieran los argumentos ordenados. Las horas pasaban sin crepúsculos para un plan. Ella repasaba las palabras de ambas sentencias en su memoria, mientras el mago miraba la luna. Había dicho: «patria es humanidad» y «tengo que ungirte», las había declarado de manera confidente, enfatizando cada sílaba entre murmullos. Por los fonemas del prefacio a ambos textos, ella sospechaba un secreto y casi pudo ver en la escritura, que el mago las soplaba hacia una concavidad hecha con su mano, tal como se balbucea un cotilleo.
Martí había pasado varias veces por la conversación, el mago Mercer poseía extensos saberes martianos y había logrado dar una estocada íntima a la aguadora al recitar el aforismo «te quiero, porque no te quieren». Se hallaba vencida, su íntimo depredador se había puesto a conversar directamente con el mago. La aguadora yacía en aquella sillita de parque, ambicionando un café para asirse a la tierra, la cerveza ardía en su vientre y aquel ardor anunciaba la llegada de Mallory, con una biblia alemana del siglo XVI, de hojas afiladas, que harían sangrar su pavimento gástrico. Su antiguo maestro de la crueldad se dispuso a una conversación atenta con el mago mientras ella derramaba agua por sus ojos, amordazada, sin palabras. Aquel adagio definía su labor de aguatera, a la vez que delataba el peso del odio con el que siempre había sido encomiada. Sus aguas revulsivas suscitaban ardores y amarguras que más parecían venenos que sedantes. Sabía que merecía el desamor.
Cuando el camarero empezó a recoger las sombrillas del parque, la conversación era tan entretenida entre la aguatera y el mago que no advirtieron la proximidad de la despedida. Sólo quedaba su mesa y su sombrilla; la música incitaba a la estancia, pero un frío trasnochado les envolvió de pronto, fue cuando advirtieron la soledad del parque. Con una mirada habían acordado que la cuenta sería pagada por ambos, los billetes aparecieron equitativos sobre la mesa. Ella miraba sus manos vacías, no había entendido nada de aquella unción ni de la patria de la humanidad. El mago desentendido, se sentía seducido por los festines y tabernas que aparecían a su paso, la aguadora le había dicho que ella no pertenecía a las calles nocturnas de la fiesta y que por eso iba a marcharse. Su acuoso oficio la esperaba, la sitiaba al rededor del sueño, la colmaba de tareas, le negaba su sed.
Pero el mago que se entendía bien con el depredador íntimo de la aguatera, hizo un par de pases mágicos y mientras afirmaba que se marcharía, ella realmente empezaba a quedarse. La noche festiva le parecía improbable, ella miraba absorta a todos los danzantes y muy pronto advirtió que era invisible entre ellos, por eso se sintió libre para descalzarse. Danzó con el mago hasta que los sonidos de martillos rompían la noche para dar paso a los rayos del sol. Las profusas libaciones del mago despertaron la sed de la aguatera, aquella noche señera. Por primera vez su pasión parecía desposarse con su misión. Sin darse cuenta se hizo profesa de la hermandad del mago. La unción se había cumplido, una nueva patria parecía albergarla, su propia humanidad se hizo temblorosa e indecisa.
Con la velocidad de la luz y entre los rayos del sol, el mago había desaparecido y la aguatera regresaba perturbada a sus quehaceres, pero con la misma certidumbre; los destellos de luz en su propia agua, trenzaron irisados colores. Estaba obstinada en hallar agua fresca nacida de un aljibe descubierto en 1534, las certezas configuraban una nueva fascinación en ella. Palabras de agua, tejidos de agua, ojos de agua, sus manos eran lo único sólido en los días sucesivos. La tercera noche después de la unción, empezaba a percatarse de una algazara íntima, sonidos de tambores tensaban sus ligamentos y su esqueleto saltaba en danzas autárquicas, sus ojos de agua alucinados negaban la premonición. Gal Costa cantaba É D’Oxum en toda su piel: A força que mora n’água não faz distinção de cor e toda cidade é d’Oxum. El Orisha de las aguas dulces la reconocía suya por sus lágrimas.
Ella no pertenecía a si misma, una propiedad plural pesaba sobre su vida, pero aquella noche tuvo la certeza de haberse hecho propiedad singular e irrecuperable. Acudió al tirano interno, llamó a su puerta, pero el arcano maestro parecía haberse ausentado. Entonces tuvo que acudir al mago en busca de esotéricas razones. El mago le respondió: «no se asuste, no es la primera vez que una mujer, se vuelve loca por un hombre». Fue aquella noche cuando descubrió en el cielo las improntas de sus aparentes despedidas de bengala «me fui». En su ventana aparecieron mensajes que hablaban de fuego en caracteres mercenarios, eran indescifrables estelas dejadas por el mago. El mago atravesaba el cielo en las noches, la aguatera le veía llevar del brazo a una mujer de trueno. Recordó que la noche de la unción, Mercer, llevaba en alguna mano, un denario de acerina como símbolo nupcial.
Entonces la aguadora, que no se había percatado de las intenciones de Mercer, empezó a escribir mensajes de agua en la ventana del mago. No sabía que con ello lo enfurecería hasta hacerle pronunciar monólogos incendiarios. La suspicaz hermandad discrepante, obviamente, no había salido al encuentro de la aguatera, la veían escurrirse en gotitas y a veces en torrentes de palabras de agua, pero ninguna le advirtió del peligro. El mago necesitaba la mujer perfecta y esta era, con mucho, la más imperfecta que todas habían visto llegar al oratorio. Sería la primera muerta entre todas ellas y ninguna tendría que asesinarla. La hermandad se iba restaurando, y esta vez, ya no bajo el liderazgo de la rebelde felina, que había vuelto a rezar «me gusta». El inminente sacrificio de la imperfecta aguatera, daba nuevas esperanzas a cada una de las adoratrices; la consagración en el altar de la utopía se hizo cercana a todas, la querella volvía a erigir al tirano.
Aquella noche Mercer había conseguido dos nuevos liencillos perforados y usados en las locuaces travesías planetarias. Uno aludía al aniversario de Playa Girón, emitido en 1962 , con diseño de René Cordero, por un valor de dos centavos. El otro, del pintor Alirio Rodríguez, emitido en Venezuela, en 1997, para celebrar los treinta años del Tratado de Tlatelolco por un valor de ciento cuarenta Bolívares. Los mercados profanos las hallaban valiosas, pero para el mago, aquella noche, tenían doble valor, eran las estampitas para el conjuro, los íconos convocantes. Ya había iniciado octubre y se aproximaba la evocación de la crisis de los misiles en el país del mago. Santa Bárbara, la mujer de trueno, la consorte del mago, demandaba una temporalidad perfecta. Habían acontecido los trece días obligatorios desde la unción, Mercer se había contenido por el período preciso de tiempo para desconcertar a la aguatera y sostener su permanencia. Eran los hipotéticos trece días de la llegada y expulsión de los misiles rusos, el número exacto de días para celebrar el ritual del fuego. El mago le había advertido, como gesto de piedad: «¡habrá incendio!». Al ver aparecer en su ventana una llovizna de palabras de agua, tronó su sentencia: «Silencio». Un incendio abrasó el dintel de la ventana.
Acostumbrada, como estaba a hacerse manantial, la aguatera se había vertido en el pequeño arroyo que continuaba resbalando por la ventana del mago. Antes de alcanzar la tierra, las gotas se elevaban livianas y vaporosas engendrando nubes. Chispeantes briznas de fuego evaporaron sus últimas palabras: «No me fui, no me soy, les fui y me son…» El mago quería negarse a leerlas para conservar el pretexto de hallar a la mujer perfecta. Pero el arcano maestro de la crueldad, las señalaba severamente con el índice. Aún evaporándose, la aguatera, no sólo descifraba su acertijo sino que lo condenaba al equívoco. Había recuperado su alma, pero ahora sabía que tampoco era perfecta. Mercer, que recordaba las palabras del ángel de Los Orígenes, le dijo a la aguatera: «¡suéltame, que ya está por amanecer!». Con una voz de nube, la aguatera respondió igual que Jacob: «¡no te soltaré, hasta que me bendigas!». El mago recordó en silencio, que lo único que siempre había merecido su bendición en la calurosa isla materna, era la lluvia. Xangó y Oxum bailaban la volátil danza enamorada en el telón de fondo de la noche.
El diez y sus múltiplos convocaban la perfección. Uno de los cinco héroes cautivos por el soberbio del norte, le dio vida a las mariposas amarillas en el quinto mes del año; «alas de libertad» pintadas de acuarela. Mercer había adquirido desde hacía cinco meses los liencillos con las acuarelas de Antonio Guerrero Rodríguez, las atesoraba cuidadosamente en su pupitre. Conocía los secretos de Mauricio Babilonia, dotado como estaba de sus mismos ojos gitanos, a pesar de no ser hermoso, podía enamorar a cualquier mujer. Pero, por sobre todo, no olvidaba que a causa de una mujer, un hombre puede quedar preso por el resto de su vida; mucho más si esa mujer destilaba pócimas y remedios. En el amanecer del 5 de octubre las ventanas de Mercer ya no tenían gotas de agua, encendió el altar de Santa Bárbara, la diosa del fuego y las tormentas. Se dispuso a fabricar la primavera en su escritorio, mariposas amarillas revolotearon en torno suyo, mientras en la distancia, una mujer condenada al silencio, se volvía inversamente sublime. En un lienzo celeste de gasa vaporosa, el maestro de la crueldad, transfigurado en helado troquel, cristalizaba esferitas de hielo, con la mujer de nube, que se precipitaron torrenciales. Una sábana blanca, largo tiempo esperada por la Santa, se destilaba desde el cielo, cubriendo las calles de la Habana. Desbordantes diques consagrados a la fecundidad, almacenaban y bendecían silenciosos a la afluente mujer de nube, la profecía se consumaba un año más. La mujer de nube manaba, donando una estación más de eternidad a Santa Bárbara. Xango y Oxum celebraban el eterno retorno de su amoroso encuentro, a expensas de dos extraños. Mercer publicó en su muro la fotografía del aguacero en la Habana.
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* Marta Lucía Fernández Espinosa. Licenciada en Historia y Filosofía (universidad Autónoma Latinoamericana). Especialista en planeamiento educativo (universidad Católica de Manizales) con diplomados en Gestión administrativa, adaptaciones curriculares y desarrollo de habilidades organizacionales en diversas universidades antioqueñas). Autora del libro Pentimento. Sus investigaciones han sido trabajos de campo con comunidades a través de las cuales se generaron desde proyectos educativos intitucionales y manuales de convivencia, hasta la construcción de aulas por gestión comunitaria y la creación de la educación de adultos como estrategia para minimizar el impacto de la violencia en un sector deprimido de Itagüí (Antioquia). En 1989 el consejo de facultad de la Universidad Autónoma le otorgó una beca en reconocimiento a la importancia de su libro Pentimento.
Marta en su laboratorio de alquimista, sorteando la hoguera de la Inquisición y creando ungüentos de palabras mágicas que trato de descifrar. Champoleon trabajando en la piedra roseta…
«…..Era un juego mezquino de vanidades mutuas lo que había dado nacimiento a aquella hermandad adversaria. Todas querían lo mismo que el mago, asesinar a las contrincantes para encarnar la utopía»…. excelso relato de mi amiga Marta Lucía Fernández E.. que poco a poco, con la más increíble sutileza, sin hacerle violencia a «nadie», nos va tocando a «todos» en los puntos más tensos de nuestras cuitas modernas.