Literatura Cronopio

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Al calor de la predica

AL CALOR DE LA PRÉDICA

Por Alessandra Molina*

[blockquote cite=»Austerlitz. W. G. Sebald» type=»left, center, right»] Sobre las razones que pudieron inducir al predicador Elías y a su pálida mujer, en el verano de 1939, a recogerme en su casa, sólo puedo hacer conjeturas, dijo Austerlitz. Al no tener hijos, como no tenían, confiaban quizás en poder contrarrestar la congelación de sus sentimientos, que indudablemente les resultaba más insoportable cada día, dedicándose juntos a la educación de aquel chico de cuatro años y medio, o quizás pensaron que estaban obligados ante una instancia más alta a realizar una obra que excediera la caridad cotidiana y supusiera entrega personal y sacrificio. Posiblemente creían también tener que salvar de la condenación eterna a mi alma no rozada por la fe cristiana.[/blockquote]

A través de los árboles,

del corazón herrumbre

de los bosques de pino,

la habitación sería una llamita roja,

y una llamita azul a punto de extinguirse

tras un manto sedoso de abedules.

Y encontrada en el valle de las flores

o, arriba, en la colina, en su lomo de piedra,

podría ser de nuevo el amarillo cálido y común,

la lámpara encendida y una luz donde cabe

la existencia del hombre.

 

Hacia esa luz nerviosa,

cambiante entre los bosques,

entre las nubes bajas y los riscos,

tiraba el caballito,

-blanco como la nieve, a los ojos del niño,

y blanco como el mantel que una mujer coloca

en la mesa tardía

para el niño y el hombre, los viajeros.
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Pero no sólo ellos.

No sólo el poni blanco y sus dos tripulantes.

¿Quién no ha puesto sus ojos, ese día,

en la casa que espera?

Una casa del pueblo entre la leña helada.

Sus pálidas paredes que salen de la niebla

flanqueadas por el sueño. Las cabezas siluetas

de las bestias dormidas,

los hierros de labranza, los carretones sueltos,

y esa otra bestia indócil,

la veterana bestia del pecado

perdido,

encontrado y perdido

en cada uno.

Los ojos de la gente en la casa centella

y adentro del camino

la cabeza del poni, la pelambre que baja,

y el lomo bien trabado por las guías del coche,

y la espalda del hombre y, a su costado,

el niño.

Todo le habla a ese hombre que, por su parte, calla,

que esconde de sí mismo –rigidez en la nuca-

la emoción del trayecto.

¿Busca el predicador

decirse esa belleza, el impulso sublime

en su discurso amargo?

Un camino que acerca las montañas,

las colinas en sombra,

los helechos torcidos por el fuego de invierno,

y el follaje de aguja de los pinos,

y declives que esperan un fragor de campanas,

y praderas y embalses, y riscos y horizontes.

La oración más sinuosa y la más simple.

Una oración secreta, que no gasta palabras

pero que aliña todas las palabras.

La raíz de las cosas, la exuberancia atada

de este mundo.
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Cuatro golpes de hierro

y un cuadrado amarillo que relumbra en la noche.

Un camino y la casa al final del camino.

 

Un pueblito de Gales y su predicador,

orador ambulante porque hay una guerra

y a la guerra se han ido los más jóvenes.

 

Gracia la de ese trío que avanza por el fuego,

hoguera milenaria de los claros de bosque.

Su misión. La aventura.

La comunión que espera y que ya envuelve

a esos falsos errantes

mientras madura el tiempo cotidiano:

la flor del día a día de esa infancia

merodeada en silencio

como si hubiese poca adivinanza

en el quehacer de un niño.

Un día, y otro día, otro día

en el tiempo sin bordes de lo eterno.

 

Pero qué es lo que lleva,

qué sigue manejando las riendas de esa liga

cuando ya no hay sendero,

ni un animal fajado ni una aldea a la vista.

Cuando las riendas salen de la nada

y el hombre está allí solo, y es el padre,

y el niño está allí solo, y es el hijo.

 

Que el silencio los guarde.

Que la prédica viva les alivie el silencio.
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Que el letargo que traen adentro las costumbres

los cuide, si es que puede, del pasado.

Que el pasado los guarde del pasado que viene.

 

No importa si ya fue o si no ha sido:

nada detiene el tiempo desprovisto de tiempo

de esa ronda.

Nada es bastante asunto para romper su círculo,

para caer afuera de su eterno.

La Batalla de Austerlitz en los libros de historia

y en la listas de Praga, el apellido Austerlitz.
(Continua página 2 – link más abajo)

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