Literatura Cronopio

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Mi maravilloso mundo de porqueria

MI MARAVILLOSO MUNDO DE PORQUERÍA

Por Elssie Cano*

Como casi todos los domingos, voy camino a la verdulería que está en la calle 82 y la Roosevelt, a comprar lo necesario para la semana. Mientras camino me topo con cientos de personas que van sumidas en sus pensamientos, en sus propios mundos, y me pregunto qué estarán pensando. Lo que es yo voy pensando en huevadas. Pienso en qué voy a comer al mediodía, en qué grande la tendrá el tipo que pasa a mi lado, pienso en que mañana será lunes y tendré que volver a trabajar, pienso en cuántas pulgadas llevará en la bragueta el «papasote» que cruza la calle. Pienso en vergas duras, puras pendejadas. Bueno, de repente me ataca la melancolía y me da por pensar en James. James es el padre de mi hijo. Cosas de la puta vida nos separaron y no he vuelto a verlo en diez años.

¡Chucha madre, amaba a James con locura! Creo que sigo amándolo aunque no vuelva a verlo y esté casada con otro hombre. Voy a poner la mente en blanco, no quiero pensar en él, no debo hacerlo. Me pongo mística y pienso en cosas de en-verga-dura, cosas que James decía, y yo —tan melindrosa como era entonces— me persignaba espantada. James era un descarado de mierda, pero no un renegado, tampoco un blasfemo; sencillamente decía en voz alta lo que otros callaban más por fariseos que por devoción. James decía que si Jesús era un hombre como cualquier otro, entonces era capaz de excitarse, se le paraba el pene y fornicaba. Los cristianos de la antigüedad afirmaban que Jesús era un hombre singular, que bebía, comía, pero no defecaba. Los devotos de hoy insisten en idealizarlo y creen en lo mismo. James decía que rechazar algo tan natural como vaciar el cuerpo significaba negar su humanidad y que no sería justo condenar a los otros hombres cuando hacen una cagada. Tal vez, James trataba de justificar sus propias embarradas; pero pienso que estaba en lo correcto al decir que si la muerte de Cristo se convirtió en un acto sublime fue precisamente porque Jesús, siendo un hombre vulgar y silvestre, aceptó sacrificarse por otros hombres iguales a él. James insistía en que yo admitiera errores y debilidades como cualidades propias de la especie y, para que me espabilara, decía: Mariela, un ser humano, macho o hembra, es aquel que orina, caga, coge y está consciente de vivir en el mundo de mierda donde vino a parar.

Y hablando de un mundo de mierda, en ese momento entré a la tienda coreana atendida por mexicanos. Así son las cosas, en este país hasta los más churris se dan el lujo de abusar de los hispanos. ¡Chucha, no hay como escapar de La vida loca!, pensé enronchada, y para colmo en la radio, por millonésima y una vez, tocaron el tema del momento en la voz de Ricky Martin. No me sorprendí al no encontrar en la tienda tanta gente como de costumbre, a esa hora de la mañana. Eso se debía a la fecha: 13 de octubre.

Pocos minutos después de entrar a la tienda, empezó el segmento noticioso en la radio y, de manera alarmante, el locutor me sacó de mi mundo interior anunciando que, el día anterior, un grupo de terroristas había detonado unas cuantas bombas, en dos clubes nocturnos en Bali, Indonesia, dejando cerca de 200 personas muertas y más de 300 heridas. En ese momento, por las puras alverjas —o sería, que al escuchar el número de muertos en el otro lado del mundo, como que daban ganas de ver correr sangre— en la tienda se armó un zafarrancho en medio de tomates, lechugas, cebollas, papas, aguacates, perejil y «cucuzzas», «cocoyam», «cumquats», «choysum».
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Como estaba diciendo, en la verdulería, cuatro individuos se enfrascaron en un pleito de padre y señor mío. La cosa empezó como empiezan todas las disputas: por las puras huevas; porque a los humanos como que nos da piquiña y no nos da la gana de vivir en paz. Sin querer queriendo, el colombiano tropezó con el mexicano y no le dijo excuse me, o I’m sorry. El ecuatoriano y el dominicano tomaron partido y se armó la grande.

¡«Paisa» mariguana, mula traficante!
¡Órale güey «mojado», hijo de la chingada!
¡«Tiguerazo» «paraguayo» lambón!
¡«Ñaño» chuchaetumadre come cuy!

¡Vaya, qué palabritas! Cualquiera juraría que eran dichas por una manada de racistas, neocolonialistas, blanquitos-basura, «enanistas», «neocacas»; pero no, como disparos de metralla salían de la boca de un hispano encojonado, en contra de otro hispano cabreado. Eso no fue nada; la semana pasada había visto a los del relajo —creo que eran los mismos— cuando con dos compañeros de trabajo fui a tomar unos vinos a la pub irlandesa que estaba al doblar la esquina, la del trébol verde Shamrock, donde los irlandeses de la zona se reunían y, para seguir con la tradición, empinaban el codo con unas Guinnes y unas Jameson.

Después de beber un par de Corona bien frías, los pendencieros hispanos aseguraban ver las cosas claras, descubriendo que eran hermanos del alma —los sapos-sobrados ignoraban que también podían ser hermanos de piernas— y que los verdaderos enemigos eran los gringos mamones que perseguían a los hispanos, que querían deportarlos como si se tratara de criminales; cuando los verdaderos bandidos, delincuentes, dictaban leyes y actuaban como ejecutivos de bancos. Malagradecidos los «sanababiches» y después, quiénes les van a preparar sus lonches, lavar sus platos, limpiarles el trasero a sus hijos, recogerles la mierda a sus perros, quiénes, sino los hispanos. Los defensores de la gente latina pidieron cada uno dos frías más, para entrar en confianza; luego, cuatro más, porque la cosa se puso bacana, y mamacita rica «traénos» una ronda más. Las burbujas se les instalaron en el cráneo y ¡bang bang! la sopa se puso espesa, se armó la pelotera civil y llovió la artillería verbal.

En la verdulería los tipos se lanzaron injurias y putamadres, y me cojo a tu mujer, y me cago en toda tu generación. Eso sí, conteniendo las ganas de darse de «huacanazos» y romperse las trompas, por temor a los cucos gringos que eran la policía y la migra.

Por estos lados decir migra tenía el mismo efecto que la palabra abracadabra en la boca de un mago. ¡Puff!, la gente, patitas pa-que-te-quiero, desaparecía de escena en menos de lo que cantaba un gallo. Y era que nadie deseaba regresar a la tierrita linda de mis amores donde los «dolorosos» no alcanzaban ni para comprar un plátano «jecho» o manido.
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Trece años atrás, cuando llegué a Nueva York, no era capaz de entender totalmente lo que decía otro hispano y, con tantos regionalismos y «manierismos», estaba confundida y pensaba lo peor. Un mexicano me llamó chingona, un puertoriqueño me invitó a echarnos un palito, un salvadoreño dijo que me daría un vergazo y un colombiano me mandó a mamarme un gallo. ¡Chucha madre qué bocas! No era que me hiciera la espesa o la sobrada como creía la gente, por sentirme ofendida o quedarme lela, era que entonces pensaba y hablaba solamente en ecuatoriano. Para mí una mula era el animal que resultaba del cruce entre una yegua y un burro y un «tiguerazo» era un tigre grandote. Ahora sabía que mula podía ser cualquier vivo o muerto que transportaba las drogas en el estómago, en la vagina, en el recto, o quien sabe qué otro hueco del cuerpo, y «tiguerazo» era el dominicano que se las daba de listo y creía siempre estar cañón.

¡Vaya que lío!, y eso que aseguramos y porfiamos que todos los hispanos hablamos el mismo idioma. Y no solo eso, muchos nos jactamos de que el nuestro es un español cervantino puro y genuino. Como si existiera algo limpio entre los humanos y peor, si ese algo requiere de la lengua y se revuelca entre babas. ¿Castizo? My ass!

En la verdulería, los cuatro sulfurados siguieron con la camorra y los insultos, sin hacer caso a la coreana enclenque, talla enana hambrienta, dueña del negocio, quien a voz en cuello, pedía que salieran del lugar. Go, go, get out! Get out!

Evitando que los alborotosos me zumbaran un tortazo, me puse en cuclillas y quietita me quedé tras un rimero de melones, con una papaya en la mano. La papaya era mi fruta favorita, con deleite la olí y la acaricié pero no podía comerla. La papaya me aflojaba el estómago y entonces tenía que apretar el esfínter y echar a correr como una loca en busca del escusado más cercano. Podía decir que a causa de mis correrías «cacales» conocía la mayoría de los baños en restaurantes tanto en Manhattan como en Queens. Años atrás, este asunto «caquil» era menos complicado porque había baños públicos en la mayoría de las estaciones del tren subterráneo. Pero ¡maldita sea!, tuvieron que ser clausurados porque los homos los usaban para sus mariconadas y cualquier incauto corría el riesgo de salir cagado, desfondado, con la bola de los ojos rodando por el piso y de seguro con un «sidazo» de la madre.

Sufría de IBS —Irregular Bowel Síndrome que era lo mismo que decir Immense Ball of Shit—. Era tan fregada esa dolencia que era cuidadosa inclusive escogiendo las verduras por temor a que pudieran estar contaminadas con salmonela, bacteria que producía diarrea, fiebre y tembladeras.
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Unos amigos mexicanos me contaron que las personas que lograban colarse por la frontera entre México y Estados Unidos eran empleadas como recogedoras de frutas y vegetales en los estados sureños. En esas fincas, hombres y mujeres eran explotados, sufrían de todo tipo de abuso y se les despojaba de su dignidad. Los patrones «neonegreros», se aprovechaban de las condiciones paupérrimas en que llegaba esa gente y la obligaban a trabajar de sol a sol por unos cuantos putos dólares. Para desquitarse de estos vampiros chanchulleros y roñosos, los braceros, todos conchabados, hacían pipí y caca entre las lechugas, los tomates, los pimientos y los pepinos infectándolos con la bacteria. Entendía que los trabajadores hicieran esas porquerías en represalia al abuso a que eran sometidos, pero no sabía, como que me daba cosa pensar que a esa gente no le importara chingarnos a todos, que no tuviera remordimientos ni pena al saber que se perdían cosechas millonarias cuando a los miserables en otros lados del planeta les tocaba chuparse el dedo, que ni siquiera se mosqueara al saber que los consumidores inocentes nos íbamos de churrete con los vegetales que pasaban las inspecciones, sin que la salmonela fuera detectada.

Claro, me decía a mí misma, estaba en nuestra naturaleza ofendernos, hacernos daño, la venganza nos sabía dulce y de virtuosos no teníamos un pelo. El único bendito que caminó por estas tierras y ofreció la otra mejilla murió hace más de dos milenios y, desde entonces, no habíamos tenido noticias de otro persignado de la misma talla. Ahora que ladrón, lambón, mugroso, chuchaetumadre eran insultos que muchas veces nos merecíamos por granujas, malcogidos y malaleche, pero llamar a los demás animales, bestias, no estaba correcto.

La chamusquina en la verdulería terminó cuando un mastodonte azul apareció en escena con tolete en mano y pistola en el cinto. Fuera de la tienda, la presencia de la policía hizo que los caramancheles pusieran patitas en polvorosa. Vendedores de tamales, pinchos, maíz asado, churros, manjar de leche, collares de colores, Tempo para las cucarachas y otras «hispanerías» salieron volando. Los jovenzuelos que de agache ofrecían la droga, además de licencias para manejar, permisos de trabajo, tarjetas de residencia y social securities —por supuesto todos «falsetos»— dijeron adiós, arrivederchi, sayonara, hasta la vista baby.
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Salí de la verdulería con mis bolsas de compra bajo el brazo y fuera, una vez pasado el susto que causó la visita de la ley, los vendedores ambulantes fueron regresando a sus puestos entre quejas e insultos: Policías de mierda, no tenemos ni para comer y encima nos quitan las cosas, no se dan cuenta de que si venimos a jodernos en este país es para ganarnos las habichuelas. ¿De dónde creen que vamos a sacar la platota que vale el permiso para vender en las calles? Se llenan las trompas estos infelices para decir que ésta es la tierra de las oportunidades.

Dos chicas guapotas, piernudotas, con tremendas tetas y culos made in Colombia, una en lycra y la otra en pantaloncitos calientes, de esos que dejaban media nalga al aire, pasaron meneando las colas. Los hombres dejaron quejas y pleitos atrás para irse de ojos y mirarlas por detrás. Algunos, los más decentitos, en éxtasis susurraron frases inofensivas. Otros, los más cochinos, los muy desgraciados babosos lanzaron bascosidades al viento. Claro, muy quedito, para que las muchachotas no fueran a demandarlos por acoso sexual y de la lengua los llevaran a vacacionar un par de semanas tras los barrotes de Ricker’s Island.

¡Mija me gusta tu cucu, que lindo está tu cucu!
¡Mamacitas ricas, tanta carne y yo muerto de hambre!
¡Virgen santísima! ¡Qué buenos sartenes para freír un par de huevos!

De la tienda de música que estaba a un lado del Banco Popular, donde los empleados eran hispanos y pensaban que todavía vivían en ranchos, jacales, pajonales y «guasapunguitos», a todo volumen surgió la voz del Vicente Fernández, Don Chente, El Rey de los Corridos, con el mismo trillado estribillo:

Yo sé bien que estoy afuera,
pero el día que yo me muera
sé que tendrás que llorar…

* * *

El presente texto es un segmento de la novela Mi maravilloso mundo de porquería, Premio Primum Fictum 2014 de Librooks Barcelona.

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* Elssie Cano nació en una pequeña ciudad en la provincia de Los Ríos, Ecuador. Residió en Queens, NY, desde 1970 al 2011. Desde entonces vive en West Palm Beach, FL. Hizo sus estudios secundarios en el Colegio Nacional Guayaquil, en Guayaquil, Ecuador. En 1990 se graduó en Ingeniería Mecánica en The City College of New York. En 2001 obtuvo una maestría en Educación Bilingüe en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, República Dominicana. Fue co-editora de la revista literaria bilingüe Now is our Time! ¡Ahora es nuestro Tiempo! del George Washington Educational Campus (2000-2003). Su cuento: Los locos del Central Park fue finalista en el concurso de relatos José Santos Chocano 1997 patrocinado por el Instituto de Cultura Peruana, Miami, FL. En el 2000 publicó su primer libro de cuentos, La otra orilla y otros relatos, Editorial Surco, República Dominicana. Con el cuento La ayuda ganó el premio Para la Igualdad 2003 otorgado por el Centro Municipal de Informacion y Junta de Andalucía, Morón de la Frontera, España. La magia de Jonathan fue finalista en el certamen Internacional de Cuentos Los Mundos Posibles 2012 organizado por Latin American Intercultural Alliance de Nueva York, NY. Mi maravilloso mundo de porquería fue la novela ganadora de Premio Primum Fictum 2014 de la Editorial Librooks, Barcelona, España. Ha publicado en diversas revistas literarias como: Brújula/Compass, una publicación del Instituto de Escritores Latinoamericanos; Hybrido, Trazarte y Alhucema en Granada, España. Elssie es miembro directivo del Hispanic/Latino Cultural Center of New York, miembro fundador de Espacio de Escritores Latinoamericanos, y Casa de la Cultura Ecuatoriana en Nueva York. Su segunda novela Idrovuss, aún inédita, espera ser publicada posiblemente en 2015. Actualmente trabaja en la novela: Con la sangre en el ojo y en otra colección de cuentos: Si yo te contara (título tentativo)

1 COMENTARIO

  1. Lei ya la novela y por supuesto la recomiendo. Espero con un poco de desesperacion la publicacion de mas obras de esta autora, quien se ha convertido en una de mis favoritas.

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