CANTO II
La actitud del narrador personaje es particularmente modesta; invoca a las Musas porque no sólo siente la natural impotencia de aquel que no se atreve a iniciar el gran viaje, sino también vive la imposibilidad de comenzar a narrar los hechos que vio de forma certera, clara y completa. Dice al respecto:
O Muse, o alto ingegno, or m’aiutate:
O mente, che scrivesti ciò ch’io vidi,
Qui si parrà la tua nobilitate. [12] (Alighieri, 1959: 31)
A la manera homérica, y siguiendo el estilo de las grandes epopeyas de la Antigüedad, el poeta invoca a las musas [13], protectoras de las artes y la ciencia, para que lo guíen en el difícil camino del relato.
Si observamos brevemente el estilo de tres grandes epopeyas de la historia de la literatura, comprobaremos el uso de la invocación a los dioses como un recurso constante. Se trata —presentadas en orden cronológico— de la Ilíada, la Odisea y la Eneida.
En la Ilíada el poeta comienza diciendo:
Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles… (Homero, 1968:33).
Resulta evidente señalar que la intención del narrador consiste en invocar a la madre de todas las musas, a Mnemosine para que inspire su quehacer poético. Mnemosine era una titánide amada por Zeus. El dios descansó nueve noches a su lado, y cuando los plazos se cumplieron, Mnemosine dio a luz a las musas.
De esta forma, la diosa de la memoria se ofrece como la inspiradora de la poesía y al mismo tiempo responsable del mensaje épico transmitido a los hombres.
En la Odisea dice el narrador al comienzo:
Dime, Oh Musa, del héroe ingenioso… (Homero, 1958: 11).
El poeta alude ahora a una musa en particular, a Calíope, quien preside la poesía épica, pero la necesidad de inspiración sigue siendo la misma.
Finalmente, en la Eneida señala el poeta lo que sigue:
¡Mas tú a mi osado verso, Musa, inspira! (Virgilio, 1959: 21)
La invocación vuelve a parcializarse en una musa específica y queda señalado también el tono humilde del decir poético. Los buenos poetas han seguido las huellas de la Ilíada y la Odisea al igual que lo hace Virgilio y al igual que lo harán también Tasso (Bustos Tovar, 1985: 585), Ariosto (Bustos Tovar, 1985: 37) y Camoens (Bustos Tovar, 1985: 94), entre otros.
Después de la invocación analizada, el narrador personaje insiste en el hecho de sentirse indigno para llevar a cabo este viaje por los reinos de ultratumba, y dice, entre otras cosas:
Ma io perchè venirvi? O chi’il concede?
Io non Enea, io non Paolo sono:
Me degno a ciò nè dio altri crede. [14] (Alighieri, 1959: 32).
Este arrebato de humildad, poco frecuente en el poeta, y que contrasta con la actitud arrogante que prevalecerá en el desarrollo de la gran obra, sólo se explica en el deseo de expresar precisamente lo contrario de lo que está diciendo. La contraposición del mundo antiguo y del mundo pagano no puede haber sido expresada de una manera más certera; en un extremo de la bipolaridad señalada se halla Eneas, el célebre personaje virgiliano, el antecedente inmediato para la creación de la gran Roma; en el otro extremo está San Pablo, el apóstol de los gentiles, el predicador de la palabra de Dios, el que la defiende después de haber perseguido enconadamente esa misma fe.
Dante se ha auto elegido, ha preferido ser él mismo el representante de la humanidad pecadora; precisamente por esto, llega a sostener que redimiéndose él, redimirá también a la humanidad entera.
Virgilio se encarga de explicarle su condición de seleccionado, al mismo tiempo que le relata cómo vino Beatriz a rogar por él desde el Paraíso en donde se encontraba. Junto a Beatriz, otras dos mujeres se conduelen de la desgracia del personaje, ellas son Lucía y Raquel.
En lo señalado queda expresado el carácter filogínico [15] del pensamiento del dolce stil novo que en alguna medida revela el poeta florentino. Ese acendrado amor a la mujer salva a Dante. Una de ellas representó en la tierra su amor platónico, y las otras dos constituyen un modelo hebreo que habla muy bien de la mujer.
El canto II culmina con la piadosa aceptación por parte de Dante de lo que ya está establecido, y juntos inician el recorrido de ultratumba.
CANTO III
Los tres grandes momentos del canto III del Infierno, que consideraremos a los efectos del análisis son:
1. Inscripción de la puerta del Infierno.
2. Presentación de los condenados en el vestíbulo, los indiferentes.
3. Encuentro con el barquero infernal, Carón.
Desde el punto de vista de la estructura general de este canto, observamos que carece de introducción, porque de pronto el narrador nos pone en contacto con una dolorosa inscripción que tiene como finalidad primordial advertir a quienes allí llegan, acerca de los riesgos que les tocará afrontar.
Formalmente el presente texto aparece dividido en tres tercetos endecasílabos:
«Per me si va nella città dolente, A
Per me si va nell’eterno dolore, B
Per me si va tra la perduta gente. A
Giustizia mosse il mio alto fattore: B
Fecemi la divina potestate, C
La somma sapienza e il primo amore.B
Dinanzi a me non fur cose create, C
Se non eterne, ed io eterno duro: D
Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate!»C [16] (Alighieri, 1959: 35).
De acuerdo con lo establecido al final de cada verso, la rima consonante responde al esquema que sigue: ABA/BCB/CDC/.
El juego poético practicado por el narrador en toda La Comedia, se ve representado aquí por la siguiente característica: La rima consonante de los versos 1 y 3 del primer terceto es semejante entre ellos, pero no se repite ni en el segundo ni en el tercero. Simultáneamente la rima consonante del verso 2 del primer terceto se reitera en los versos 1 y 3 del segundo terceto y así sucesivamente en los tercetos que siguen, es decir, la rima consonante del verso 2 del segundo terceto, se reitera en los versos 1 y 3 del tercer terceto.
Desde el punto de vista conceptual, el primer terceto nos ubica en el sendero que conduce al castigo eterno. La utilización de la anáfora [17] de la expresión «Por mí se va», ahonda, mediante la reiteración, el profundo sentido y aguda desesperación que deriva de la certeza de estar ya en la senda sin regreso que nos lleva al suplicio.
El Infierno ha sido creado por la justicia divina y en él, al mismo tiempo que se castiga al réprobo, se le recuerda al inocente que queda libre de toda tortura y que se hace acreedor al premio que esa misma justicia le tendrá preparado en el paraíso.
Resulta muy importante señalar también que ese triple camino que conduce a un mismo lugar, y que está expresado en términos sinonímicos, aparecerá representado en el canto XXXIV del Infierno en los tres rostros de Lucifer que surgen integrados a la enorme cabeza del demonio.
«Ciudad doliente», «eterno dolor», «perdida gente» configuran una referencia inequívoca; llevan al circunstancial lector de esta inscripción al límite de la desesperación, al sendero sin regreso y sin opciones; es —en fin— el camino de la tortura eterna que ellos escogieron en cada acto de su vivir individual en la tierra.
La justicia divina está representada por la trinidad, la cual, para el narrador, se ofrece a través de tres atributos esenciales: el poder, la sabiduría y el amor (divina potestad, suma sabiduría y primer amor respectivamente).
La teología cristiana ha reconocido tradicionalmente tres personas que integran la trinidad divina y que son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dante respeta este mismo orden y confiere al Padre, el atributo del poder; al Hijo, la sabiduría; al Espíritu Santo, el amor.
El planteamiento dantesco nos ubica así en la necesidad, manifestada en todo momento por el narrador, de moverse conceptualmente entre dos nociones religiosas y metafísicas del mundo completamente opuestas: la griega y la cristiana.
Si todo el esquema general de La Comedia, su geografía, sus personajes residentes en el infierno, nos recuerdan el mundo de la mitología griega con sus misterios, sus demonios, sus equívocas situaciones; hay momentos trascendentes de esta misma obra en los cuales el autor recupera su concepto del vivir cristiano y nos ofrece, no solo un esquema de redención para el hombre, sino también diversas alternativas teológicas que han llevado a algunos críticos a sostener que junto a la teología cristiana, bien podría ubicarse una verdadera teología dantesca que ya ha formado toda una tradición en el contexto del pensamiento medieval cristiano.
Según esta misma teología dantesca, al padre se le confiere el atributo del poder, el cual se manifiesta a través de la creación universal; el dios padre es el dador de vida al mismo tiempo que el iniciador de la existencia.
En cuanto al hijo, éste representa la sabiduría; es el dios hecho hombre que cumplió con la misión de transmitir a los seres humanos el mensaje sublime de redención.
En relación con este aspecto, numerosos textos bíblicos hacen referencia al carácter teológico profundo de Jesús, y resaltan su significado y trascendencia en el amplio contexto religioso cristiano.
En el capítulo I del evangelio de san Juan, se alude al dios hijo y se le identifica —en una controvertida interpretación—, con la palabra, al mismo tiempo que el evangelista integra al verbo divino en el contexto de la trinidad ya mencionada. Dice al respecto:
En el principio era el verbo, y el verbo era con Dios, y el verbo era Dios.
Éste era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. (Biblia, Juan, 1, 1-2)
Posteriormente y en el mismo contexto del evangelio de san Juan, se refiere al «verbo hecho carne», ubicándose así la presencia del Dios hijo entre los hombres:
Y aquel verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad. (Biblia, Juan, 1, 1-2)
Ahora bien, este enviado del padre representa el conocimiento que debe ser transmitido a los hombres para que ellos alcancen la sabiduría, que les permitirá acceder al logro de su propia salvación.
Son numerosas las referencias bíblicas que fundamentan este concepto de sabiduría por parte de Jesús. Ya desde niño se le encuentra discutiendo con los doctores de la Ley, hecho que san Lucas recoge de la siguiente manera:
Y aconteció que tres días después le hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores de la ley, oyéndoles y preguntándoles. Y todos los que le oían, se maravillaban de su inteligencia y de sus respuestas. Cuando le vieron, se sorprendieron; y le dijo su madre: Hijo, ¿por qué nos has hecho así? He aquí, tu padre y yo te hemos buscado con angustia.
Entonces él les dijo: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi padre me es necesario estar? (Biblia, Lucas, 2, 46-49)
Jesús, quien es tan sólo un niño de doce años, razona al mismo nivel que los doctos en la ley divina y, al mismo tiempo, refiere a su misión en la tierra y habla de un padre, que no es precisamente el terrenal.
Paralelamente, el Espíritu Santo aparece identificado con el sustento ideológico de la concepción cristiana: el amor, el «Primer amor» según lo expresa el narrador.
Se dice «primero» en dos sentidos fundamentalmente: en aparición y en perfección.
Desde toda una eternidad, la base conceptual en que se apoya la relación entre las tres personas de la trinidad es el amor. Amor concebido como esencia perfecta, amor que llevó al apóstol san Juan a señalar:
Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios.
El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor. (Biblia, Juan apóstol, Primera epístola universal, 4. 7-8).
Con este pasaje queda fundamentada la perfección del amor divino, que no sólo es de Dios, sino que también es entregado por el Espíritu Santo al hombre para que lo practique y le permita realizarse de acuerdo con los planes de ese mismo Dios. Dante sigue en gran parte de su razonamiento teólogico a Santo Tomás de Aquino (Cfr. Gardeil, 1974, tomo 4).
En el contexto de la horrorosa inscripción queda documentada, al mismo tiempo, la noción de eternidad para el castigo: «Yo permanezco eternamente» dice en la puerta, y se asegura así que ese sitio del dolor y el castigo no pasará, por el contrario, permanecerá como testigo implacable del pecado de los hombres.
La inscripción concluye con la célebre afirmación dantesca con que se cierra la pavorosa leyenda: «¡Abandonad toda esperanza vosotros que aquí entráis».
Es en esta frase cuando el lector puede llegar a captar una de las más notables diferencias entre la tierra y el infierno; en el mundo terrenal el hombre también sufre, se desespera, se acongoja, se retuerce en medio de la inutilidad de su propia existencia, se amenaza a sí mismo de muerte a cada instante, pero siempre conserva la posibilidad de recurrir a la esperanza como el último refugio de su alma cansada.
La frase popular: «La esperanza es lo último que se pierde», se aplica a cada instante en la vida, pero en el infierno esta frase resulta exactamente a la inversa, porque perder la esperanza es la condición sine qua non para ingresar al reino de las tinieblas.
Entre los griegos la «dulce esperanza» era el baluarte final de los héroes; el ejemplo de Héctor, perseguido por Aquiles en torno a los muros de Troya, es significativo al respecto. El héroe sabe que va a morir, pero igualmente pelea, porque conserva en lo más profundo de su espíritu la esperanza de que los hechos puedan aportar un cambio radical en el último momento. Consideramos que Héctor comprende que está solo y sin esperanza, sólo cuando se enfrenta a la traición de los dioses, y recién en ese momento, se detiene para pelear.
Reconoce que se ha cumplido su destino, pero decide morir «heroicamente y con gloria» «realizando algo grande que llegará al conocimiento de las generaciones venideras». (Homero, 1962: canto XXII)
Por esta razón la tierra se caracteriza por el apego a la vida que define a los hombres, por ese aferrarse a la existencia a pesar de ser golpeado por los infortunios.
En el Infierno todo es diferente. El hombre conservará su cuerpo sólo para ser castigado y deberá dejar afuera a la esperanza, la cual seguirá únicamente junto a él para atormentarlo aún más con el recuerdo de lo que fuera.
El personaje interroga a su maestro con el objeto de que éste le explique dónde están y qué significa lo que acaban de leer. Virgilio le dice:
Qui si convien lasciare ogni sospetto;
Ogni viltà convien che qui sia morta.
Noi siam venuti al loco ov’io t’ho detto,
Che tu vedrai le genti dolorose,
Ch’hanno perduto il ben dello intellecto. [18] (Alighieri, 1959: 35)
Quedan documentados a través del texto dos aspectos: primero, el carácter heroico del viaje de Dante, quien deberá enfrentarse a severos peligros; segundo, refiere a los condenados que aquí se encuentran, son aquellos que han perdido el don de la inteligencia y que están olvidados de Dios por este hecho.
Después del breve diálogo entre maestro y discípulo, ambos se introducen en el reino del misterio y el narrador personaje, fascinado y temeroso a la vez por el espectáculo que contempla, describe en breves palabras el ambiente infernal:
Quivi sospiri, pianti ed alti guai
Risonavan per l’aer senza dio,
Perch’io al cominciar ne lagrimai.
Diverse lingue, orribili favelle,
Parole di dolore, accenti d’ira,
Voci alte e fioche, e suon di man con elle,
Facevano un tumulto, il qual s’aggira
Sempre in quell’aria senza tempo tinta,
Come la rena quando a turbo spira.
Ed io, ch’avea d’orror la testa cinta, [19] (Alighieri, 1959: 35-36)
Han llegado al lugar en donde se castiga a los indiferentes. Virgilio le explica que tal suerte le está reservada a aquellos que vivieron sin merecer alabanzas ni vituperio y que aparecen confundidos con el coro odioso de los ángeles que no se atrevieron a apoyar a Dios en el momento de la rebelión de Lucifer.
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