TRAVESURAS
Je, ustedes saben. Mi hijo o mi nieto dirían: Esto lo contaste como mil veces, viejo de mierda. Y en parte tendrían razón.
Bueno, les cuento. Se casaba mi prima Luján. Quiero decir, mi prima Luján ―no me gustaba tener que compartirla―. Era la menor de las hijas de tía Dora. Y todo empezó como empiezan los preparativos para un casamiento.
Desde Buenos Aires salimos a Pergamino unos días antes: mamá, papá, mi hermano, la tía, el tío y la primita Chechi. Viajamos en un micro de esos de cara chata que, para mis ojos de nene, parecía un payaso llorando.
Luján se casaba con un muchacho del mismo pueblo. Él trabajaba con el viejo en el almacén de la familia, y jugaba al fútbol en una liga regional. Beto se llamaba. No me puedo acordar el apellido… Roberto… No hay caso… no me acuerdo. Tendría que buscar en Internet los policiales de la época. Lástima que no sé manejarme muy bien con la computadora del hall.
Y claro, un día como hoy, es muy… como decirlo: movilizante, eso. Se casan doña Ángela y don Mario, compañeros del geriátrico. Doña Ángela Ambroccio y don Mario Lerma. Y no pienso quedarme en la pieza, quiero ir a la ceremonia. Si no tengo a nadie. Si ni a mi finado hermano tengo. Ni a Chechi tengo, que también murió hace poco menos de un año.
Bueh, no me quiero poner triste. Hoy ―ya lo verán―, elijo tener el coraje que no se le podía pedir a un nenito. No, señor.
En el geriátrico se aprende a ver a través de puertas entornadas, a oír cuchicheos de otros viejos. Gente de mierda que no está a la altura de sus canas. Y no me van a hacer creer que la Susana es enfermera, ¡vamos! La Susi… otra que enfermera: ¡flor de puta es esa!
Bueno, les cuento. Yo tendría diez, once años allá por los cincuenta. En esos días antes del casorio, con mi hermano y la Chechi nos pegamos a mi prima Luján.
A nosotros, que éramos muy chicos, lo del casamiento por civil y la iglesia no nos llamaba tanto la atención. Lo que sí nos tenía como locos era la fiesta. No era una fiesta cualquiera: era la fiesta. Tal es así que, a pesar de los años, es de esos recuerdos imborrables. Fatalmente imborrables.
La vieja casa chorizo de la calle Rocha, en Pergamino, no alcanzaba para toda la familia. Pero no nos importaba dormir por cualquier parte tirando colchones en el piso, o improvisando un dormitorio en el comedor. Tampoco tener que esperar para usar el baño que estaba siempre ocupado. Cuatro días de locos fueron.
La risa de Luján ―ese ronquidito de asmática que te daba ganas de cuidarla― me despertaba antes de hora. Desde la mañana, Luján le pedía las llaves del auto al tío Lalo. Salíamos con el Peugeot a encargar cubiertos, a probarnos trajes y vestidos, a llevar invitaciones, a pagar la panadería donde hornearían los chanchos, y un montón de cosas más.
Antes del mediodía, pasábamos por el almacén para saludar al novio y al padre. El padre de Beto, don Enrique, nos regalaba galletitas. Ahora, si nos preguntaba qué queríamos, yo era el primero en pedirle un pedacito de queso. Don Enrique tenía un queso de campo que me hacía agua la boca. Y agarraba un cuchillo, uno así de grande ―un poco me asustaba―, y nos cortaba un pedacito para cada uno. A mí me sacudía la cabeza diciendo: Este pibe es de los míos. Supongo, a la distancia, por preferir lo salado a lo dulce.
Los detalles de esos días los tengo fresquitos en la memoria, como si hubiera sido ayer. Es más: hay cosas, de mi propio casamiento o el de mis hijos, que se me escapan. Pero, de aquel casamiento… Pobre Luján. Pobrecita.
Les cuento: la tarde anterior al civil, y con los tíos mateando en la vereda, Luján nos invitó a los chicos a tomar un helado al centro. No había terminado de proponerlo, que ya estábamos arriba del Peugeot, mi hermano, la Chechi y yo.
Dimos la vuelta del perro y bajamos a comprar unos helados, con los que nos enchastramos arriba del auto, durante el paseo.
Luján miraba por la ventanilla como buscando algo o a alguien. Cruzamos el río por el puente nuevo como tres veces. Hasta que en una esquina, un bar con un montón de mesitas en la vereda y mucha gente, mi prima frenó de golpe. A mi hermano se le cayó el helado y empezó a llorar. Luján le pegaba al volante, y con los dientes apretados decía:
― ¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta!
Ninguno de nosotros entendía nada. Ella arrancó. Cuando llegamos a la casa, mientras mamá le limpiaba la jeta a mi hermano, Luján corrió para adentro. Lloraba y seguía con lo de hijo de puta, hijo de puta.
― ¿Pero qué paso? ―decían las tías.
Papá, al ver que yo no lloraba, me pregunta:
― ¿Qué le hiciste?
Yo qué le iba a hacer, si la adoraba a Luján.
La Chechi lloraba también. ¡Un escándalo!
Lo que había pasado en ese bar de la esquina, como se imaginarán, era que mi prima vio a Beto con otra chica, sentados a la mesa y haciéndose manitos.
Al tiempo, me enteré de que no era la primera ni la segunda vez. Parece que Beto… ―mecachendié… no puedo acordarme del apellido. Ahora, cuando venga mi nieto de visita, le digo que busque por interné en el telefonito ese―. Bueno, les sigo contando: este mal parido de Beto tenía otra novia que no terminaba de dejar.
¡Qué revuelo se armó! El tío Lalo hizo unos llamados. Yo lo oí putear. Las tías, por su parte, consolaban a mi pobre prima. Hasta que volvió la paz. O, por lo menos, eso era lo que los chicos creíamos.
Al otro día… ¿Qué? Ah bueno, está bien. Me dicen que mi nieto viene mañana a la tarde, hoy no puede llegar. ¡Qué lástima, el pendejo se lo pierde!
Bueno, les sigo contando. Al otro día, era la ceremonia por civil. Fue al mediodía, y después hubo un brindis en una confitería cerca del juzgado, cruzando la plaza nomás. A la Chechi, a mi hermano y a mí nos gustaba jugar a que era como una especie de ensayo de la fiesta que se venía.
Pero hoy les puedo decir que el ambiente estaba caldeado. Todo era tenso, risitas nerviosas, miradas al piso, no sé… Bah, no sabía: éramos nenes. De grande me fui dando cuenta de aquel drama.
La familia del novio le restaba importancia ―una travesura de Beto― decían. Travesura, qué hijos de puta. Mientras, Luján y su familia soportaban esa vergüenza a los ojos de todo el pueblo.
¡Reyes! ¡Me acordé! Reyes era el apellido.
Bueno, y como en un geriátrico no es habitual un casamiento, me viene a la cabeza uno para nada común. Ustedes me perdonarán si vivo recordando historias. Pero no puedo hacerme el otario con las «travesuras» de don Mario, ese viejo de mierda a quien le gusta presumir de todo lo que consigue dándole propinas a la Susi. Una «travesura» que doña Ángela no se merece.
Debería ser una gran alegría verlos tomados de la mano para cortar la torta. Debería brindar por ellos.
Pero… cómo borrar de mi memoria aquellas imágenes.
Por fin llegó la fiesta que tanto habíamos esperado los chicos. Música, comida rica, todos bien vestidos. Solo que a mi prima Luján no se le iba la cara de dientes apretados. Y, en el momento de cortar la torta… ¡le hundió el cuchillo en la panza a Beto! Su flamante esposo cayó herido. Y yo, mientras, me quedé quieto y helado.
El muy turro pasó unos días en el hospital recuperándose. Habrá seguido haciendo de las suyas cuando anularon el casorio.
En cambio, algunos años más tarde y quilombos legales en el medio, mi Luján querida murió. Murió muy joven. Lo del asma se le fue complicando. Y, después de una crisis, chau.
Así que, estimado don Mario Lerma, hoy no me quedé ni quieto ni helado: el primer puntazo fue por Luján, el segundo por doña Ángela. Y el tercero por mi hermano y por la Chechi. Pero, sobre todo, por el nene que aquella noche hubiera querido tener un cuchillo así de grande.
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* Miguel Ángel Di Giovanni (Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 1957) es técnico mecánico, artesano y músico amateur. Actualmente participa del Taller de Corte y Corrección, y su cuento «La sorpresa fue tan grande, que no se me ocurre ningún nombre para el relato» fue finalista en el VI Certamen Nacional de Poesía y Cuento de Editorial Ruinas Circulares. Y otro cuento «Pole Position» fue publicado en la revista cultural Fin (https://fin.elaleph.com/los-fabuladores/pole-position).
Felicitaciones y gracias por compartir tus letras. Con aprecio, Chente.