Literatura Cronopio

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El engañoso stop motion

EL ENGAÑOSO STOP MOTION

Por Héctor Torres*

[blockquote cite=»Roger Waters» type=»left, center, right»]
When I was a child
I caught a fleeting glimpse
Out of the corner of my eye[/blockquote]

En esa esquina había un poste.

Esquivando un carro a unos cien kilómetros por hora, un motorizado realizó una maniobra inesperada que lo lanzó por el aire. En su efímero vuelo vio su moto girar por el asfalto como un aspa, y mientras pensaba en lo divertido que iba a ser contarle esa hazaña a su mujer, sintió que le bajaron el interruptor de golpe.

Era tan famosa su temeridad, que le decían El Gato. Pero, o había ido muy lejos en eso de tentar a la suerte, o debió agotar su novena vida, porque el impacto contra el poste le fracturó el parietal de punta a punta.

Como a nadie le avisan de las líneas que le tocan en la próxima escena, un poco menos de dos semanas después, huyendo de su responsabilidad en un choque, un conductor de microbús hizo de ángel vengador del motorizado, arrancando el poste de cuajo y arrastrándolo varios metros en su huida.

Siempre habrá quien especule que si los sucesos se hubiesen invertido en el tiempo, el motorizado hubiese recibido halagos en lugar de misas. Que es como decir que el acento de la fatalidad no lo pone el sitio tanto como el momento en que suceden las cosas.

*

La vida daría a Yelitza suficientes elementos, además de tiempo y silencio de sobra, para llegar a esa conclusión. Ver cómo comenzaba a desvanecerse en las fotos de las giras que sus excompañeros colgaban en sus perfiles de Facebook, era una razón para pensar en ello. Estuvo en el sitio, pero contrario a las evidencias de entonces, no le tocaría estar en el momento.

Aunque no con un trazo perfecto, el dibujo de su vida iba bastante avanzado. Incluía un puesto ganado como solista de viola en una filarmónica. Y un admirable control sobre su tendencia a la obesidad. Y un padre lejano cuya presencia se manifestaba en dígitos en su cuenta bancaria, que se convirtieron en un carrito, en comprarse la ropa que le provocaba, en salidas nocturnas y paseos a la playa… en una cómoda vida de soltera. Ese dibujo perfilaba la cercana decisión de pensar en la Especialización en Dirección en alguna ciudad europea.
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En algún momento, esa chica juiciosa que vivía en su apartamento de soltera sin preocuparse por pagos, decidió que su mapa estaba tan minuciosamente trazado que no le vendría mal un poco de diversión explorando otros caminos.

Fijarse en el mundo que estaba más allá de la orquesta.

Y, creyendo que era un pequeño recreo en su camino, se fijó en ese gordito gentil, ocurrente, piropero, juguetón, alegre, temerario, irresponsable, tramposo, desordenado, caótico, mentiroso y divertido que ya no recuerda quién le presentó.

Eso sí, nadie la engañó. A ella todos esos adjetivos le resultaban adorables encarnados en el Gato, que era como le decían. Estaba segura de que ese divertido atajo que hacía chistes con los nombres de las piezas que estaba montando, no sería jamás un obstáculo en su camino sólidamente trazado hacia su carrera musical.

Pero la vida tiene el engañoso ritmo del stop motion. Crees asistir al laborioso paso de los días, tomados foto a foto, cuesta arriba en la producción, y cuando te das cuenta, en realidad estaba corriendo la película. Y te ves de pronto leyendo los créditos. Y en ese cuadro a cuadro, por algo de diversión y algo de rebeldía, Yelitza comenzó a salir con el Gato con cada vez mayor frecuencia, y comenzó a pasarla bien en su compañía, y a considerar encantador que no supiera nada de música pero que bailara sabroso. Y en una foto se sintió enamorada, y en la siguiente estaban encerrados en su apartamento revolcándose toda la tarde, y en la siguiente estaba embarazada, y en la siguiente su papá le armó un escándalo por teléfono, y en la siguiente la expulsó de su paraíso, y en la siguiente se reían felices de no tener qué comer, instalados en casa del Gato, a una hora de Caracas.

En esa época, de tarde en tarde, aún sacaba la viola y tocaba un poco.

Mientras estuviese riendo, y mientras suspirara, no le importaba en lo absoluto renunciar a cada uno de los privilegios de su vida. Concluyó que era cómoda pero tediosa. Ni perder amistades que no fuesen capaces de entender su amor. «El que no respeta mis decisiones no me respeta», decía. Ni vender el carro para comprar la cuna y una moto para el Gato. «Aquí no hace falta carro, y con la moto él puede trabajar». Ni justificar sus trampas y mentiras. «Él es como un niño, pero es muy noble», se decía antes de perdonarlo. Ni buscarlo al hospital cada vez que salía mal librado de una de sus temeridades en la moto. «¡Tú de verdad tienes nueve vidas, vale!»

Era divertido, siempre terminaban reduciendo sus accidentes a chistes.

Pero si algo resulta difícil es mantener la risa cuando el mundo que te rodea te mira con compasión y, peor aún, cuando un día comienzas a ver, donde había un sólido mapa, una creciente fisura en tus convicciones.

Un día alguien le preguntó quién era la nena de la foto que guindaba en el espejo de la peinadora. Y ella observó la imagen como extrañada, y la detalló como quien ve una novedad: el cabello rizado por los hombros, el vestidito negro, la mirada resuelta, la viola en una mano y el arco en la otra. «Esa era yo», se escuchó decir, agregando para entender que iba por una cuesta sin frenos: «Era linda, ¿no?»
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Y resultó que el niño salió enfermizo. Y que la risa se le pasmó. Y que el Gato se ausentaba por períodos cada vez más largos y con mayor frecuencia. Y que ya no lo amaba esa mañana que salió (quién sabe de dónde) sin saber que tenía puesta la novena vida.

Y la dejó en un poste. Y a ella no le asombró no haber sentido nada.

*

Contaba Borges que así como podían duplicarse, las cosas en Tlön propendían «a borrarse y a perder los detalles cuando los olvida la gente». Muy avanzada su película, instalada en esa casa a una hora de Caracas, con un niño ausente que siempre sería un bebé, intuyendo que se desvanecía en silencio, desaparecida de las fotos en los muros de Facebook, de la lista de invitados a las fiestas, de los catálogos de los conciertos, de las conversaciones de los amigos y de toda forma de comunicación con esa vida lejana, Yelitza cruzaba la calle todas las tardes con diligencia para ver en qué podía ayudar a una vieja vecina que vivía sola como ella, en un caserón en la acera de enfrente…
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Durante esos insomnios estirados en que elude el espejo por temor a no verse reflejada, se consuela pensando que mientras esa vieja solitaria la espere todas las tardes, no habrá desaparecido del todo.

Pero una noche se estrelló contra un pensamiento, inconmovible como un poste, que terminó de vaciarla ¿Y si el purgatorio es precisamente cruzar esa calle todas las tardes, por toda la eternidad, para visitar a otro fantasma?

__________
* Héctor Torres (Caracas, 1968) es narrador y promotor literario. Autor de los libros de cuentos El amor en tres platos (2007) y El regalo de Pandora (2011), de la novela La huella del bisonte (2008) y del libro de crónicas Caracas muerde (PuntoCero, 2012). Fundador del sitio Ficción Breve Venezolana (www.ficcionbreve.org) y creador del Premio de la Crítica a la Novela del Año, en Venezuela. Es colaborador regular del portal Prodavinci.com y de la revista Clímax, entre otros sitios.

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