MIGUEL HERNÁNDEZ: EL RIMADOR RIMADO
Por Alexis Diaz Pimienta*
Tengo que confesar, públicamente, que escribir o hablar sobre la poesía de Miguel Hernández, siendo cubano y en Cuba, pasando por esa otra patria interior que me habita y habito, la oralidad poética (patria y hábitat con fronteras muy bien definidas en la poesía popular cubana y en la literatura clásica española); volver los ojos hacia la obra del poeta oriolano desde esta ciudad, La Habana, tan cosmopolita como promiscua en tendencias literarias, es, sin duda, en mi caso —y supongo que también en el de muchos otros— un viaje placentero hacia mí mismo.
Pero no solo eso. Como en un flash back cinematográfico (travelling incluido), me evoco ahora en todo mi proceso formativo, leyendo y releyendo, devorando a los Góngora, Lope, Quevedo y Calderón, yo, adolescente humilde de un barrio humilde de La Habana más humilde, sumergido durante horas entre ejemplares del teatro áureo, deslumbrado con la facilidad e intrepidez lingüística de aquellos precursores de cuanto haríamos después, ahora —con ingenuo adamismo— los abanderados del neodecimismo cubano del presente entresiglos, sobre todo los de la escritura «cucalam–premiada» de la última década. Me veo, sin esfuerzo, abducido por los clásicos españoles y minimizado hasta el ridículo con mis neopostmodernas pertenencias. Y allí, en mi barrio sanmiguelino de los años 80, me sigo viendo en la lectura y relectura de esos mismos poetas, pero ahora a través de una voz personalísima, la de Miguel Hernández, un poeta que, a golpe de limones y de libaciones mejilleras, me hizo entender a qué se refería Mallarmé cuando hablaba del «cordero digerido».
Pero eso no es todo. Tengo que confesar también que hablar sobre Miguel Hernández como poeta rimador, en Cuba, un 16 de febrero del año 2010, no deja de ser un ejercicio «peligroso», una temeridad estética en estos tiempos de nudismo rítmico, época en la que, parafraseando a Félix Grande, «el abominable hombre del verso libre» anda depredador por librerías, bibliotecas, antologías, blogs… Pero lo haremos. Es más, ya lo estamos haciendo. Hablamos de Miguel como poeta rimador, no como versificador con rimas, que es distinto. Miguel es un poeta medular que usa la rima cual parapeto ante sus potenciales fragilidades. No hurguemos ahora en los petrarquismos y en los clasicismos notables y notorios en la obra de Hernández, como si necesitásemos saber la proveniencia de esa fuerza telúrica con que nos trasciende. Acojámonos al «así es la rosa» y a aquel «el arte sucede» que tan caro era a Borges, para adentrarnos en el bosque verbal de este poeta–mito, de este poeta–poeta, persona–personaje de su propia obra.
Mucho se ha escrito y hablado sobre el Hernández poeta–pastor, mucho se ha contribuido a la imagen arcádica y virgiliana de este Poeta así, con mayúscula y sin apellidos, un bardo que, como dijo Joan Manuel Serrat en reciente entrevista, tuvo tan mala suerte (su muerte joven es tan solo el final, visible, de su poca fortuna vivencial, parte del mito) tuvo —y tiene— tan mala suerte (Serrat dixit) que «hasta su centenario ha caído en un año de crisis».
Pero en algo coinciden todos los que se acercan con voluntad escarbadora a la obra hernandiana: el poeta oriolano es un artista de la rima, de la palabra, del lenguaje; su poesía rimada es la más alta cumbre de sus creaciones. José María Padilla Valencia es rotundo en esto: en Hernández, dice, «el escarceo por el verso libre fue eso, un escarceo, porque Miguel Hernández estaba dotado para la poesía rimada, siendo un verdadero conocedor de la misma y a la vez innovador…»; y con parecido enfoque lo llama Elvira Macht de Vera «poeta del consonante» en un ensayo de 1973, ya que, aunque la poesía hernandiana es rica también en hallazgos asonánticos, es la rima consonante, sin duda, la que dota a su obra de una personalidad propia y la que da a su autor la trascendencia que llega a nuestros días. Poeta de la consonancia, sí, y músico de las palabras, añadimos nosotros, melómano verbal, un fino concertista del idioma, capaz de deslumbrar hasta la obnubilación.
Muchos han escrito sobre la poesía de Hernández, atraídos unos por el aura mítica que rodea al autor, otros deslumbrados por su trágica personalidad, la mayoría abducidos por su poesía. Y aunque el deslumbramiento es superior, también hay casos de obnubilaciones. Por ejemplo, cuando el dramaturgo Alfonso Sastre afirma que los poemas de Hernández «eran buenos poemas, rimados» y remata «son poca cosa, o nada, desprovistos de ese ingrediente» olvida (obnubilado, supongo, por la grandeza del poeta) que «ese ingrediente», la rima, es en la poesía de Hernández más que «lo ingrediente», «lo ingredido», que la rima es, en esta obra concreta, mucho más que ornamento sonoro, alejadísima de esa «vanidad palabrera» a que aludía Borges con respecto a Lugones; en la poesía hernandiana la rima es esencia motivadora del propio acto poético y, sobre todo, principal «asidero emotivo» para el lector–receptor, destinatario del poema. La rima en Miguel Hernández tiene una de esas cualidades físicas que debe tener en todo poema: es transparente; quiero decir esto que a través de ellas se ve el resto del verso, no estorba al sentido lector, no se roba el protagonismo como pudo pasar (y pasó) en parte de la obra lugoniana, o en Herrera y Reissig, incluso en alguna zona del gran Rubén Darío. La transparencia es en las rimas hernandianas, entonces, una cualidad física que escapa muchas veces a la percepción crítica, como en el caso de Sastre. Decir que los poemas de Miguel «son poca cosa o nada» sin la rima, es como decir que el Guernika de Picasso es menos emotivo tras el vidrio protector y transparente conque se exhibe en el Reina Sofía. O que la realidad es menos real si la vemos con gafas.
Pero para comprender en plenitud al Hernández rimador, al orfebre verbal que emociona desde el rigor métrico con las armas infalibles de las «buenas rimas» y el «lenguaje idóneo», hay que adentrarse tanto en la persona como en el personaje, tanto en el poeta como en el hombre. «Creo ser un poco poeta», escribió un joven y tímido Miguel Hernández en carta a Juan Ramón Jiménez fechada en Orihuela en 1931, y se despidió de su «venerado poeta» rogando le mandase «unas letras», y que lo hiciera, insistió, «por este pastor un poquito poeta». Esa tímida humildad (o humilde timidez), consustancial a su ruralidad en un Madrid tan urbanista, es visible no sólo en sus cartas, conversaciones, gestos, sino incluso en la zona más autobiográfica de su obra:
Nunca tuve zapatos
ni trajes, ni palabras:
siempre tuve regatos,
siempre penas y cabras.
Aunque si analizamos bien estos versos, ya avizoramos al «manipulador brillante», al palabrista y rimador que conoce a ultranza los entresijos del palabrismo y de la rima que era Hernández. Nunca tuvo «¿ni palabras?» Si algo tenía desde joven el poeta pastor eran palabras. Y él lo sabía. ¿Tenía menos de las que deseaba? Pudiera ser, pero en esta estrofa concreta no era la carencia de palabras lo que afectaba al hombre y ayudaba–obligaba al poeta, sino la carencia de rimas para «cabras» (que sí tenía y muchas). Otra vez la tan citada «fuerza del consonante».
Especulemos nosotros desde el palabrismo: si además de «zapatos» y «traje» hubiera existido (existiera) alguna prenda de vestir, o algún objeto–símbolo–doméstico–de–la–bonanza terminado en –abra, y cuya carencia pudiera simbolizar asimismo la pobreza, ¿el poeta hubiera completado su tríada de ausencia con «palabras»? Lo dudamos. En este caso es el vocablo «cabras» (por su peso semántico específico) el que atrae a «palabras» en ese juego de imantación léxica que los surrealistas llamaban «azar objetivo», y Jung «sincronicidad» y nosotros «ondas rodarinas». Las piezas léxicas «cabras», «nunca tuve», «regato» y «pena» están legitimadas a priori en el cuadro vivencial y emotivo del poeta; el vocablo «palabras» se legitima a posteriori y su legitimación tiene mucho más que ver con el cuadro prosódico y sonoro del poema, que con el cuadro biográfico del poeta. Recordemos con Acereda que «si Miguel Hernández es un gran poeta no lo es tanto por sus símbolos, sus temas o su dimensión trascendental sino por su espléndido manejo de la palabra». Y que ya en su primer acercamiento a Juan Ramón, en aquella tímida carta del año 31, Hernández habla de tener escritos «un millar de versos», que no son pocos para un hombre «sin palabras». Sin lugar a duda, Hernández era un ser dotado para la palabra desde sus inicios, y luego de su periplo madrileño y su amistad con Neruda, Alexandrie y Juan Ramón, llegó a ser, además, como dijera Lázaro Carreter, un poeta «de métrica rigurosa […] y virtuosismo culto».
En su riguroso estudio de la obra de Hernández, Alberto Acereda concluye que en esta «existe una preponderancia casi absoluta de rima llana en todas las palabras finales de verso». Y ejemplifica: «De los 524 versos de El rayo que no cesa, sólo 5 de ellos tienen rima aguda, ninguno esdrújula y el resto llana. A pesar de todo, El rayo que no cesa es un libro rico en variedad de rimas».
Añade en otra parte: «Miguel Hernández huye de la repetición de rimas fáciles y como buen poeta sabe que una rima fija y continua produciría un tono de monotonía». Pero, ¿es cierto que Hernández huye de las «rimas fáciles»? ¿Qué son las «rimas fáciles»? Creemos que sería más pertinente hablar aquí de «rimas manidas» en contraposición a «rimas novedosas», ya que Hernández en su obra no suele emplear «rimas difíciles», la natural contraposición a rimas fáciles; incluso, podríamos decir que Hernández emplea un recurso de «legitimación» y «revestimiento» de rimas a partir de construcciones frásicas y versológicas muy personales, y logra con ello que muchas «rimas fáciles» (entiéndase «sin dificultad acústica final», sin terminaciones que las acerquen al temido fenixismo) aparezcan con otra dimensión, «re–poetizadas», por así decirlo.
Ya en nuestro manual metodológico «¿Cómo nace un repentista?», que en su primera versión estuvo pensado para el trabajo con niños de primaria, rebautizamos a las palabras «fénix» como palabras «tristes» y establecimos una gradación de tipos de palabras según su número de rimas posibles: las «tristes» (antiguas voces «fénix», es decir, palabras sin rima consonante alguna), las «infelices» (con 5 rimas o menos) y las «felices» (con rimas abundantes).
Creemos que esta taxonomía es —aunque parezca infantilista e ingenua— más útil (y más exacta) para hablar de rimas, que la separación en «fáciles» o «difíciles». En realidad, la facilidad o dificultad de una palabra para ser usada como rima está en su hallazgo y uso, es decir, en el sentido de idoneidad semántica que tenga su empleo (eje paradigmático), más que en sus cualidades fónicas, acústicas, delineadas a priori y con conocimiento del poeta.
Ningún poeta que quiera hacer una redondilla o serventesio buscará para el final de un verso las palabras «siempre», «música», «árboles», aunque quiera expresar que «siempre le ha gustado escuchar música bajo los árboles». Y en este caso no estamos hablando de rimas difíciles, sino imposibles («fénix»), del mismo modo que podríamos hablar de rimas idóneas y no–idóneas con relación a los niveles de dificultad antes planteados. Quiero decir que «fantasía» no es una rima fácil, es una rima idónea o no–idónea en dependencia del contexto y de la habilidad del poeta; del mismo modo que «orfebre» no es una rima difícil, sino idónea o no idónea según el mismo precepto. Es más, las palabras «tristes» ya sabemos que no pueden usarse como rimas; pero las palabras «infelices» sí, y se usan y se han usado siempre en la poesía rimada.
Mi pregunta ahora es: ¿es más fácil o difícil usar una palabra «infeliz» que una «feliz» en un poema rimado? Matemáticamente, una palabra «infeliz» ha de ser más fácil de usar ya que el número de consonancias posibles es cerrado, corto, «son las que son», y el poeta sólo tienes que memorizarlas. Por ejemplo, «orfebre» nos llevará indefectiblemente a «fiebre», «liebre», «quiebre», «pesebre» y a algún que otro «palabro» más, de poco uso, delimitando y a la vez «teledirigiendo» el campo semántico y el quehacer poético del poeta–hablante.
Por culpa de esta realidad extrapoética, esencialmente lingüística (o quizá gracias a ella) es que, ajenos a calidades, tendencias, estilos, clases sociales, nombres y épocas, todos los poetas de habla española, desde los Garcilazo hasta los Serrat y los Sabina, pasando por Góngora, Quevedo, Lope, Sor Juana, Martí, Guillén, Neruda, Vallejo, Lorca y Hernández, todos, cuando han querido rimar «alma», han dicho «palma» o «calma», cuando han querido rimar «tarde», han dicho «alarde», «arde» o «cobarde», inevitablemente.
De este modo, como la poesía es también, y sobre todo, un ejercicio de búsqueda y selección lingüística, es más fácil una rima de apariencia difícil (con pocas rimas) que una rima de apariencia fácil (con muchas) porque esta última exige del poeta un fino olfato selectivo entre las candidatas, un talento especial para usar un vocablo y no otro, para decir esto y no aquello. He aquí la grandeza de Miguel Hernández: su olfato selectivo. Y mucho más. Veámoslo en detalles. Seleccionamos El rayo que no cesa.
Por un problema de tiempo (y espacio) no hemos podido «revisar» íntegramente los «juegos de rima» de todo el poemario, sino que nos hemos concentrado en los 15 primeros sonetos (obviando el poema 1, escrito en redondillas). ¿Objetivo? Corroborar, por una parte, la «variedad de rimas» del poeta, y por otra si huye o no huye Hernández de las rimas «fáciles».
Para empezar, digamos, que el 100% de las rimas usadas por Hernández en estos 15 sonetos clasificarían como «rimas fáciles» (sin dificultad acústica final) en el lenguaje de Acereda, es decir, como rimas «felices» en mi lenguaje infantilista. Los juegos de rimas empleados en estos sonetos iniciales son los siguientes (hemos destacado en mayúsculas las terminaciones rimales «más difíciles», muchas de las cuales, no obstante, no son «infelices»; y hemos puesto entre comillas aquellas que sí son terminaciones de palabras «infelices»):
1. –ita, –era, –ota, –encia, –ores
2. –ones, –adas, –echo, –illo, –ía
3. –ARGO, –ura, –isa, –echi, –ena
4. –ada, –era, –anto, –elo, –eve
5. –uno, –alla, –ona, –ARDO, –uno
6. –echo, –ame, –ano, –endo, –ANSO
7. –able, –ura, –aya, –imo, –uno
8. –era, –ardo, –«arza», –ola, –ERCA
9. –enas, –enes, –«agio», –uro, –eno
10. –illa, –eso, –ente, –ido, –ANDE
11. –ento, –ia, –encia, –ento, –ayo
12. –ARGA, –enta, –iste, –ado, –oyo
13. –oro, –ores, –ades, –iernos, –ados
14. –ame, –ino, –ada, –echo, –ores, –«ecie», –oda, –anto, –ala, –erra, –ido, –ola, –azos, –ones, –ima, –ura, –oca, –eda, –aso, –alas, –«uña», –ento, –erna, –ente, –ento, –ado, –erno, –uma, –ismo.
En total, Hernández emplea en estos sonetos 94 «juegos de rimas» de las que solo clasificarían como «difíciles» 11 (un poco más del 10%): –argo, –ardo, –anso, –arza, –erca, –agio, –ande, –arga, –uña, –ecie y –uña. Y de esas 11, solo 5 clasificarían como «infelices» (con menos de 5 rimas consonantes): –arza, –erca, –agio, –ecie y –uña. (Continua…Página 2)