En su estudio Alberto Acereda continúa ahondando en la relación íntima que tiene Hernández con las rimas y se detiene incluso en las rimas internas de algunos poemas (cito in extenso):
Mención aparte merecen las rimas internas de las que siempre echa mano Miguel Hernández. El poeta emplea en algunos casos la epanadiplosis, la rima doble, y las asonancias y consonancias interiores. Estas repeticiones de ciertos sonidos contribuyen a lograr una melodía que hace «sonar» al poema y, en definitiva, el efecto poético se eleva considerablemente. La rima doble salta a la vista en muchos versos de Hernández: sea rima doble asonante, «entre OvAs, aguas, surcos y amapOlAs» (poema núm. 22, v. 2); sea rima interna consonante:
Una querENCIA tengo por tu acento,
una apetENCIA por tu compañía
y una dolENCIA de melancolía
por la ausENCIA del aire de tu viento.
He aquí un ejemplo del dominio y perfección con que Hernández trabajaba la musicalidad del idioma. Este serventesio es todo música, es todo efecto, es un manjar poético para paladares muy finos. Ejemplos como este son los que hacen decir a Acereda (y a otros) que «Hernández se nos presenta, sin duda, como un extraordinario manipulador y usador de sonidos». Poeta de la palabra, pero también de la voz, Hernández sabe (y se luce mostrándolo) el poder encantador del ritmo poético, aprendido y aprehendido tanto en sus lecturas como en sus escuchas de los cantos populares españoles.
Acereda lo tiene claro: «Consciente o intuitivamente, eso aquí no importa, todos los recursos fónicos se aúnan maravillosamente para producir un efecto estético, de melodía sonora…». La misma melodía que encandila aún a sus lectores y que obnubila a algunos, como a Sastre. «En Miguel Hernández hay un extraordinario dominio técnico, una exploración cuidadosa del lenguaje, en especial de lo fónico», confirma Acereda y esta constatación nos ayuda a entender, a plenitud, el reciente «deslumbramiento» de Jesucristo Riquelme ante los manuscritos llenos de tachaduras del poeta. Tantas enmiendas, tachaduras y versiones de sus versos, hacen decir a Riquelme: «ésta es una de las pruebas de que la poesía de Miguel Hernández no obedecía a un fácil, sencillo y cómodo trabajo de inspiración y de espontaneidad. En realidad, Miguel Hernández no es un poeta sencillo […] Ni su creación es producto de la sencillez ramplona y repentizadora de un trovero o de un rimador…»
Y bueno, hasta ahora habíamos evitado, adrede, destacar el componente peyorativo que tiene la palabra «rimador» para hablar de un poeta. Y lo evitamos porque no hacía falta: cada uno de nosotros sintió el tufillo del vocablo desde el mismo título, por más que disimilaran olfateando otros términos. Pero Riquelme, en su inteligentísimo artículo «Miguel Hernández: poesía que brota de la herida», lo suelta, lo grita para defenderlo. Pero se equivoca defendiéndolo. ¡Claro que Hernández es un rimador, y además excelente, es un portento de la poesía rimada como lo fueran Elliot y Alexandrie del versolibrismo.
Todos sabemos que muchos «abominables hombres del verso libre» «versolibran» muy mal, fatal, sus pensamientos, pero no por ello vamos a negar al verso libre su poderío expresivo, ni a lexicalizarlo en términos bajistas. Hay excelentes, buenos, regulares, malos y malísimos poetas del verso libre, y no por estos últimos (ya sean minoría o mayoría) debemos condenar a los versolibristas; del mismo modo, existen excelentes poetas del verso rimado y buenos y regulares y malos y malísimos, claro, pero tampoco por estos últimos podemos condenar al resto de congéneres.
No deja de ser curioso, no obstante, que para desnostar al hacedor de poesía en verso libre le llamemos, cuando más, «versolibrista» (o «mal poeta», a secas, lo que conlleva un «premio nominal»: ser poeta, aunque lo seas mal), pero que para denostar al hacedor de poesía rimada se le llame simplemente «rimador», como si éste no hiciera también versos. Esto entronca directamente con la filosofía del lenguaje y con esa corriente última que afirma que toda filosofía es, en el fondo, un problema lingüístico. También aquí (o sobre todo aquí) el problema es lingüístico, o filosófico–lingüístico. ¿Por qué en un caso (el versolibrismo) el lenguaje denostativo se centra en el verso y en el otro (la poesía rimada) se centra en la rima, que es, en definitiva, una parte del verso? ¿Qué perversión cognitiva entraña ello? ¿Por qué el lenguaje nos ha escamoteado (dándole otro uso) un verbo tan perfecto como «malversar», para identificar al que hace mal los versos? ¿Y por qué no existen las esclarecedoras palabras «malrimar» y «malrimador», que permitirían una escala jerárquica en el uso de la rima? Porque no puede dar lo mismo ser un «rimador» (como Miguel Hernández, como Quevedo, como Lope), que un «malrimador», como son muchos otros.
Estas son reflexiones en voz alta, infantilistas si se cabe, pero muy a tono con el tema y el personaje que nos ocupa en este texto. Ya se decía —y preguntaba— Pedro Henríquez Ureña: «El siglo XIX, en Europa, está lleno de quejas contra la rima. ¿Por qué la rima resiste todavía el ataque?» y afirmaba luego, dándole la bienvenida al verso libre: «Reducido a su esencia pura, sin apoyos rítmicos accesorios, el verso conserva intacto su poder de expresar, su razón de existir». También es del maestro Ureña este llamado casi militante: «Aceptemos la sobriedad máxima del ritmo: el verso puro, la unidad fluctuante, está ensayando vida autónoma. No acepta apoyos rítmicos exteriores; se contenta con el impulso íntimo de su vuelo espiritual». No obstante, el mismo sabio se asombra de que la rima resista todavía «el ataque».
Y sospechamos que junto al «por qué» esta pregunta lleva implícito un «cómo». Y creemos que es muy significativo ese ahora obsoleto «todavía» (hablaba Ureña a principios del siglo pasado, el XX). Y aún más asombroso nos resulta el reconocimiento de que se trataba de un «ataque». ¿Por qué, cómo? Porque la poesía, sin apellidos, está por encima y ajena a los pleitos estéticos entre los poetantes; porque la poesía «existe», «es y está al mismo tiempo» más allá de los posibles modelos aceptados, defendibles o atacables. Y porque para existir, ser y estar, la poesía se vale de «adelantados» como Miguel Hernández, seres que, encapsulados en su propio quehacer, «la hacen» sin reparar en superficialidades. ¿O acaso la rima (y la no–rima) no es una externidad, una superficialidad si la comparamos en lo que dice el poema, ese «impulso íntimo de su vuelo espiritual»? Miguel Hernández era, entonces (y cierro aquí esta divagación con tintes filosófico–lingüísticos) un poeta rimador, sí, un excelente rimador, y llegó a serlo entre otras cosas por no huir de las llamadas rimas fáciles, sino por acatarlas, revestirlas, remozarlas y entregarlas como si fueran «otras», y por dotar a estas palabra–rimas de la suficiente transparencia como para que no impidieran ver el resto del poema.
Aunque sospecho que para ilustrar con mayor claridad la transparencia de las rimas hernandianas, tendremos que echar mano del concepto «desoralización» que ya hemos aplicado al poema oral improvisado en otros textos, y que, evitando la cita extensa y demasiado técnica, resumiremos de la siguiente forma: las rimas, en la poesía, ayudan a «oralizar» el texto, a hacerlo «visible–gustativo» desde la recepción inmediata, del mismo modo que el cromatismo lo hace en la obra plástica, o la buena acústica en la obra sonora; con la rima la poesía oral se ve y se oye «mejor» en el «aquí y ahora» (componentes inseparables de la oralidad) y con la buena rima, es decir, la rima transparente, la poesía escrita se lee mejor en el «aquí» y en el «ahora», componentes inseparables del acto lector.
Entonces, sólo cuando la rima estorba a la visión del verso (de la imagen poética en sí), cuando «lo ingrediente» (la rima) «se roba el espectáculo», por decirlo en términos también transparentes, podemos hablar de inutilidad poética, de estorbo léxico = poca transparencia semántica. Pero este no es el caso. Dijimos que el uso de las rimas en la poesía ayudan a «oralizar» el texto (visibilidad y acusticidad inmediatas), pero también que esa visibilidad y acusticidad dependen en gran medida de la transparencia de las palabra–rimas que se empleen, en una proporcionalidad directa del tipo: a mayor transparencia, mayor visibilidad. Usemos como ejemplo su archiconocida elegía a Ramón Sijé:
Yo quiero ser llorando el «hortelano»
de la tierra que ocupas y «estercolas»
compañero del alma, tan TEMPRANO
alimentando lluvia, CARACOLAS
y órganos mi dolor sin INSTRUMENTO
a las desalentadas «amapolas»
daré tu corazón por ALIMENTO.
Hemos destacado en mayúscula todas las rimas de este fragmento, pero, además, hemos puesto entre comillas aquellas rimas que constituyen, según nuestra terminología, partes del «vidrio semántico» (es decir, lo determinante de la transparencia): que en este caso son, «hortelano», «estercolas», «amapolas». Veremos, asimismo que, aún teniendo las tres su protagonismo como rimas, estas palabras cumplen una función cuasi–deíctica (situacional y contextual), ya que constituyendo un «eje de contenido» inequívoco una vez que se lee el poema como un todo; en el caso particular de «amapolas», por referencia tanato–cultural (ampliada gracias a la adjetivación del desaliento), lo que completa la referencia funeraria, elegíaca, dolorosa, que atraviesa el poema. Con solo estos tres golpes léxicos el poeta nos ubica en un contexto rural y funerario.
Pero vayamos, aún más, al detalle.
En el inicio de este poema es fundamental, determinante, la rima «estercolas» (tercera persona del verbo «estercolar»: fertilizar con estiércol animal el campo). No sabemos si el uso de este término es común en el habla funcional de Orihuela o del resto del levante español. Supongamos que sí. Entonces su actualización en un cuerpo poético, para significar lo que significa en la muerte de su amigo, es un recurso estremecedor y vanguardista. Supongamos que no. Entonces el hallazgo verbal, el empleo neologista de un vocablo de fácil inferencia pero de resonancias, por lo menos, sorprendentes (no olvidemos que la matriz verbal es «estiércol») es también un recurso estremecedor y vanguardista, un primer golpe léxico–rimal, directo al mentón del lector no avisado (la apoteosis en este caso se alcanza cuando Joan Manuel Serrat musicaliza el texto, y a la ya transparencia de la imagen —visibilidad y acusticidad de la rima— le añade la macro–transparencia de la voz, del canto: es decir, oraliza hasta el extremo lo ya oralizado; transparenta lo transparente, potencia hasta la exacerbación el efecto hipnótico del hallazgo hernandiano; es como si mirásemos el Guernika de Picasso tras el vidrio del Reina Sofía con luz artificial primero, y con la luz del sol más tarde).
Las rimas «hortelano» y «estercolas» al comienzo del poema son el primer atisbo de la riqueza y sorpresa verbales con que el poeta va preparando al lector en su viaje hacia la emotividad del homenaje. Hernández no se llama a sí mismo «campesino», «labrador», «labriego», sino «hortelano» y no dice que su amigo fallecido «fertiliza» o «abona» la tierra con sus huesos, sino que la «estercola». (Volvamos al travelling inicial, e imagínense el impacto de estos versos en un aprendiz de poeta adolescente, habanero, oralitor de nacimiento, en el ya lejanísimo 1980; haga cada uno de ustedes (de vosotros) un travelling personal y evoquen la primera vez que «estercolaron» con Miguel y con Ramón Sijé su propia experiencia lectora. Fin del travelling. Sigamos).
Este manojo de rimas novedosas, pero no escandalosas, protagonistas, pero no vedettes; estas rimas transparentes, insisto, no impiden ver el resto de sus versos respectivos, no se roban el show, sino que contribuyen al éxito de la obra, como los buenos actores de reparto. De ahí que podamos incluso desoralizar el texto, sustituirlas por sinónimos próximos, sin que el poema y la emoción se resientan desde el punto de vista semántico, aunque sí desde el fónico, el sonoro, el prosódico; sí incluso desde la emoción, acostumbrados ya, por lecturas apriorísticas, a un ritmo, a una melodía verbal indiscutible; otra cosa pasaría si un lector se enfrenta al texto por primera vez así, «virgen» en cuanto al texto original rimado. Hagamos el experimento. En lugar de hacer una desoralización progresiva (recomendable metodológicamente) ejecutemos una desoralización total de este fragmento para que el impacto sobre nuestra memoria lectora —y auditiva— sea menor, o por lo menos, para que sea más «rentable» en términos estéticos. Sustituyamos primero los elementos rimales (principal fuente de oralización) y luego el componente isométrico (segunda fuente); por último, quitemos o sustiyamos algunos marcadores léxicos impuestos (no se ven, pero están, como decía Borges) por la metrificación y la prosodia; el resultado parcial de esta operación sería este:
Yo quiero ser llorando el campesino [o «labrador», «labriego»]
de la tierra que ocupas y fertilizas [o «abonas»]
compañero del alma, tan pronto [tan prematuramente, precozmente]
alimentando lluvia, conchas [caracoles]
y órganos mi dolor sin instrumentos
a las desalentadas amapolas [flores]
daré tu corazón por manjar [bocado, comida, refrigerio]
Aunque todavía podemos «afeitar» más el texto, sustituyendo piezas léxicas interiores que, lo más seguro, llegaron impelidas por el metro:
Yo quiero ser llorando el labriego
de la tierra que ocupas y abonas
compañero del alma, tan prematuramente,
alimentando lluvia, conchas
y órganos mi dolor sin instrumentos
a las lánguidas flores
daré tu corazón por manjar.
Nótese ahora que hay cierta aspereza en el discurso, que nos llega a parecer forzado, antinatural, pese a decir lo mismo. Pero sigamos «desoralizándolo», intentando que conserve el tono poético (bastante árido, eso sí), de la lírica contemporánea. Evitemos ahora ese hipérbaton final (que, por otra parte, tan áspero parece aquí y cuán natural parece en el soneto: «a las desalentadas amapolas / daré tu corazón por alimento»). Quitemos el hipérbaton y asumamos, con naturalidad, cualquiera de estas fórmulas:
daré por manjar tu corazón / a las lánguidas flores.
daré tu corazón como alimento / a las lánguidas flores.
daré a comer tu corazón /a las lánguidas flores.
daré a comer tu corazón /a las lánguidas rosas.
daré a comer tu corazón /a las rosas.
Así quedaría el fragmento:
Yo quiero ser, llorando,
el labriego de la tierra que abonas
tan prematuramente,
alimentando lluvia, conchas y órganos.
Daré a comer tu corazón a las flores.
Una vez desoralizado el texto hemos visto que la imagen, estremecedoramente poética, sigue intacta: tanto los dos tercetos originales, como en nuestro resumen desoralizado, el poeta cuenta y canta la historia de «alguien que quiere cuidar–regar (con llanto) el huerto donde reposan los restos de su amigo; hasta tal punto —y de tal modo— que alimentaría a las flores con su sangre; llanto y sangre (dolor) alimentando un huerto que gracias a ese dolor seguirá vivo).
No obstante, existe un verso, o más bien un «complemento versológico» que en toda esta desmembración queda colgado, superpuesto; y es éste: «mi dolor sin instrumentos»: un verso que, en esta versión ya tan cercana al versolibrismo, no aporta nada o casi nada (en la versión original aporta la rima –ento y el componente lexical «dolor»). Nosotros, libres de la tiranía de la rima y del imperio de la métrica, nos atrevemos a prescindir de él.
No obstante, tras esta operación de «poda», saltan ahora otras dudas con respecto a la versión original. Hemos llegado, sin gran dificultad, al genérico «flores» partiendo de las «amapolas» hernandianas. Ahora bien, ¿por qué el poeta nos habla de «amapolas»? ¿Por la directa asociación cromática «corazón → sangre → rojo → amapolas»? También las rosas y otras flores son rojas, ¿no? Preguntamos, sin mala fe y teniendo en cuenta las «reglas del juego»: ¿el poeta hubiera dado a comer el corazón de su amigo a las amapolas, si en lugar de estercolar, «abona» o «fertiliza» en el segundo verso? Seguramente no. Si el poeta hubiera «fertilizado» en el segundo verso del poema, las flores desalentadas hubieran sido otras, terminadas en –iza/isa. Y si el poeta «abona» la tierra en el segundo verso, seguramente las desalentadas hubieran sido no amapolas» sino «belladonas», o «anemonas», quién sabe, y el efecto cromático–visual hubiera disminuido, sí, pero no el efecto metafórico de un corazón amigo alimentando flores, siendo fertilizante. (Continua…Página 3)