PRISIONERO DEL MONTE
El mismo día que Rafael Martínez se trajo de Sierra Pelá a María de los Santos Gonzales, la paz y estabilidad del conglomerado de islas alrededor de la ciénaga de Sura, se vio afectada. Los ofendidos hombres del istmo se levantaron por la noche y salieron con la intención de matar a todo hombre, mujer o niño que se atravesara en su camino. Cuatrocientas personas cayeron bajo el filo de los machetes. Algunos dicen que los ciento cincuenta hombres de la Sierra cruzaron hasta San Estanislao nadando, cruzaron en canoa, la gente tiende a mitificar las cosas. De noche atacaron en silencio las casas de la rivera, en silencio mataron a cuatrocientos, entre hombres, ancianos, mujeres y niños, y en silencio se fueron a sus casas, saciados de sangre y venganza. El grito agónico de los moribundos desgarraba el alma del patriarca de la población, que en la parte más alta del pueblo vio la masacre.
Cayetano Villamizar, hombre reconocido en la zona por su sabiduría y conocer las normas y la justicia que rigen al hombre en medio de la barbarie. A las seis de la mañana un grupo de doscientos hombres se agolpó sobre su casa en el punto más alto de la población. Las palabras de Cayetano fueron sentidas y profundas.
Por más de una hora estuvo reflexionando sobre lo sucedido y la gente que iba llegando escuchaba con calma y en silencio. Nadie lloró, nadie discutió, todo el mundo escuchó.
El viejo patriarca lloró como el primer día, por la sangre derramada y acto seguido pidió venganza. Muchos días pasaron y todos los hombres jóvenes y sanos, arrecieron su trabajo y se hicieron más fuertes. Cuando estuvieron listos, Carlos Beltrán, el único hombre que perdió a todos los miembros de su familia en aquel día rojo en el mes de octubre, subió hasta la casa del viejo y le pidió su bendición.
Mil cuatrocientos jóvenes lo esperaban en la parte baja de la montaña. Sus manos en el aire auguraron una victoria. Todos gritaron al unísono el nombre del viejo y las voces unidas retumbaron en toda la zona. El eco de las voces retumbó alrededor de la ciénaga y hasta los pájaros volaron asombrados. El viejo conmovido salió a la ventana y les gritó palabras de ánimo en la lengua de sus antepasados y el grito esta vez fue más vigoroso.
Los hachadores, el grupo más fuerte entre todos los hombres del pueblo, fue el primero en acomodarse para salir: cuarenta canoas zarparon con cuatrocientos hombres armados con filosas hachas. Estos sitiaron la isla. Después llegaron trescientos macheteros, quinientos pescadores con sus arpones y los últimos en llegar fueron los cazadores, con sus escopetas repletas de tiros y las mochilas pesadas de la pólvora. Con ellos llegó también Carlos Beltrán comandante de la tropa y pescador de raza. Después de haber pedido perdón por lo que iban a hacer, arremetieron contra el pequeño caserío. Las antorchas deslumbraron a los hombres del istmo que fueron cayendo uno a uno. Nada de mujeres, nada de viejos, nada de niños. Fueron por los hombres que mataron a sus hombres. La sangre corrió hasta la ciénaga y el llanto de los sobrevivientes los atormentó por mucho tiempo.
Hay quienes dicen que para lograr la paz de su pueblo atormentado, el viejo Cayetano, una noche de luna llena, ofreció su alma a los dioses y se sumergió en la laguna como señal de arrepentimiento. Y los gritos cesaron y el pueblo progresó.
Es una vieja historia, ha sido mitificada durante más de cien años, nunca nadie se había adentrado hasta la espesa selva para conocer la verdad, hasta hoy.
Hace veinticinco años tres hombres de una empresa estatal, se perdieron en la inmensidad del río y por error se adentraron en la ciénaga. Les pareció tan bello el lugar que se quedaron más de tres meses. Conocieron a la gente, aprendieron a nadar, pescar, cazar y hasta cocinar. También encontraron petróleo en un playón enmontado. Con los hombres perdidos, a los habitantes se les apareció el Diablo, aunque ellos vieron a la Virgen María. Con el petróleo llegó el Estado, llegó la energía eléctrica, llegó la escuela, llegó la plata, llegó el progreso.
A lo largo del playón, eje central de toda la actividad petrolera, con el pasar del tiempo se fue convirtiendo en un gran muelle lleno de bares y burdeles, donde los trabajadores rasos aún dejan el dinero que reciben después de quince días de duro trabajo. Con el exceso de dinero aparecieron las putas y también los ladrones, y con ellos quien los matara, y con ellos una nueva ola de asesinatos como hace cien años. Lo que se hace aquí se queda. Llegó de todo menos la ley. Al hombre en este apartado lugar, lo rige el monte.
Me dijeron que quien entra casi nunca sale. Decidí asumir el riesgo cuando bebiendo con mi tío conocí detalles precisos de la historia. Él siempre asume como suyas todas mis locuras. Ahora estamos camino al Puerto del Bagre, cerca del pozo petrolero. Los tres días a caballo a través de un camino fangoso y lleno de culebras quedaron atrás. mi historia está cada vez más cerca, la siento correr por el agua. Los carros dejaron de pasar por aquí hace mucho. Todos tienen miedo de entrar, por eso el que entra casi nunca sale. Comenta el viejo lanchero, quien conoce a mi tío hace mucho, de aquellos años en los que estuvo trabajando como profesor en la escuela del pueblo, en esos mismos años en los que no salía del burdel de la vieja Amalia, dice entre risas pícaras el hombre que nos transporta.
El sonido de la música se escucha incluso desde muy lejos. Divisé por entre las tupidas ramas de una Ceiba los tanques enormes donde almacenan el combustible, mucha gente caminando por el muelle, planchones enormes aparcados esperando ser cargados. Dos mujeres nos reciben amablemente al llegar a una elegante casa, digo en su estructura física, porque la combinación de los colores con que está pintada deja mucho que desear. Con la civilización se acabaron las casas de bahareque y los techos de palma, también se acabó la pesca.
Ahora la mayoría de la gente vive de la «Compañía», dice Agustín Manga, un hombre flaco de aspecto agradable, que será nuestro guía. Llevamos cuarenta minutos sentados con él y ha hablado de todo menos de lo que nos interesa. Hoy sólo lo estoy conociendo, mañana nos ponemos manos a la obra con la investigación. Mi tío me ha invitado al muelle, quiere que conozca qué tan popular es.
Tres hombres extraños, tan extraños como los instrumentos que tocan, hacen una música más extraña que ellos y sus instrumentos. La gente les hace un círculo, baila, les da plata, les da cervezas y ellos corresponden con más música. Las calles cercanas al muelle, estaban abarrotadas de gente con ansias de gastarse el dinero. Transitar por una de esas calles era virtualmente imposible. Cerré los ojos y me dejé arrastrar por las aguas de ese río humano sediento de cervezas y de hacer compras inútiles. El calor y la variedad de olores, me transportaban a otro espacio, otro tiempo y otro lugar.
Entramos a un salón gigante lleno de mesas y banquetas de madera. La música era estridente, las putas bailaban alocadas y un grupo de borrachos intentaban seguirle el paso. Un tipo de sombrero se levantó y nos hizo una seña: no digas nada, me dijo mi tío, y atravesamos el salón de extremo a extremo y nos sentamos con él. Sacó una vieja revista y buscó la página catorce. Mi tío se volvió hacía mí y me sonrió, ¿la recuerdas? me preguntó, cómo olvidarla si ha sido la única vez que te has tomado una foto, le dije. Éramos famosos donde estábamos, le dijo al tipo, y guardó la revista en su mochila con una mirada fría y calculadora propia de los delincuentes.
«Un hombre joven, flaco y muy alto, llegó hasta la barra y me pidió cortésmente un par de cervezas. Llevaba ese día una camisa de flores, su trato fue elegante, su voz me trasmitió paz y alegría. Noté la segunda vez que vino que sus gafas cambiaban de color con la luz, pidió otro par de cervezas y se sentó en uno de los rincones del establecimiento. Un hombre negro y alto, lo esperaba sentado con cara de pocos amigos. Llegué a pensar que era su escolta, luego me dije que no, ya que no tiene sentido que el patrón compre las cervezas mientras el trabajador espera».
El hombre flaco y alto soy yo y el hombre negro con cara de pocos amigos es mi tío. Estamos en esto de vivir la vida hace mucho tiempo, yo soy lo único que tiene y él es lo único que tengo. Vamos de aquí para allá y de allá para acá, viviendo la vida sin afanes ni presiones, no tenemos casas, no tenemos hijos, no tenemos amigos, no tenemos nada que pueda limitar nuestra libertad, no echamos raíces en ningún lado. En la revista aparecía una entrevista con Nadia. A Nadia la conocí en mis tiempos de estudiante, en ese tiempo en el que ella misma dice, yo era un huracán. Parece que hubiera sido mi amiga toda la vida. Hablar con ella era para mí como estar frente a una lumbrera. Ahora con más frecuencia siento y creo que, con sus buenos consejos, quiso ayudarme a encontrar el camino que me llevará al éxito.
Unas veces era reflexiva, otras no tanto. A veces parecía distante; otras, muy cercana. Pero eso es marginal, lo importante en este cuento es que ella está ahí y siempre que he querido hablarle hay de su parte una respuesta.
Pensar en ella es devolverme a aquellos momentos de felicidad, devolverme a la paz, devolverme a la vida. Un día sentados frente al mar, le dije que iría por ahí buscando historias qué contar. Me miró y me dijo que era libre, libre como las gaviotas que vuelan sobre las aguas azules del mar testigo mudo de nuestro amor. Y partí al día siguiente con mi tío y aquí estoy, esperando al viejo que nos guiará en la otra isla. Ya llegó la chalupa, ya compramos la gasolina.
El agua verde de la ciénaga luce hoy más verde que de costumbre. En Sierra Pelá se escucha una música tenue, dos hombres salen a nuestro encuentro en el muelle de los muertos. Esta isla se presenta ante mis ojos más organizada, más tranquila, más decente, más culta. Aquí están todas las iglesias de la zona, es difícil que encontremos en la calle un borracho, o que haya discusiones entre vecinos, dice uno de los hombres que nos recibió en el muelle. La sensación de tranquilidad me asusta, todo está tan meticulosamente ordenado que parece de mentiras. Seguimos subiendo hacía la casa del viejo Gonzo, como le dicen a Julio González, desde donde nos encontramos, las calderas de la compañía se ven como factores inmensamente contaminantes, el humo negro sale a cantidades alarmantes, no se ve eso estando cerca.
El viejo nos esperaba en un salón amplio y elegante. Debe reunirse aquí con personajes importantes, desde que estamos en esto de hacer periodismo. Es la primera vez que nos tratan como eminentes personas. Está vestido de blanco, sentado en una poltrona de cuero color hueso, sostiene en su mano derecha un pocillo repleto de café, hace un par de señas y los dos hombres que nos acompañaron hasta aquí desaparecen. La entrevista es para mí, dice mientras se ríe. Empezamos con pie derecho la entrevista, pienso para mis adentros.
Y habla de su juventud sin que pueda siquiera presentarme. Comenta cómo se hizo rico trabajando para la compañía, del día que unos hombres que hablaban enredado —extranjeros posiblemente— lo enseñaron a pilotear un helicóptero. Dijo algo de los pescadores que no entendí, pero, como él se rió, nosotros también. Su voz denotaba felicidad, recordar sus años mozos lo trasportaban a ese tiempo, su mirada transmitía paz, seguridad, confianza y hasta un inmenso halo de juventud, que me resultaba imposible, por las huellas imborrables que el tiempo ha dejado en su cara.
Estuvimos hablando así, de su juventud por una hora o tal vez dos, no tengo idea, el tiempo en este lugar pasa lento o tal vez rápido, tampoco tengo idea de eso, ni quiero tenerla. Sólo quiero saber la historia de María de los Santos González y Rafael Martínez, así, seco y sin preámbulos, se lo dije al viejo, y su mirada llena de paz y confianza, se volvió fría, triste, acongojada, y noté que volvió a su cuerpo el peso de los años que a cuestas llevaba.
Se levantó enérgicamente de su poltrona, la suela de goma de sus zapatos blancos, chillaron al rozar el inmaculado piso de mármol. Abrió de par en par las puertas del elegante salón y las islas se mostraron frente a nosotros y nos parecieron más bellas de lo que eran, y señaló con su mano los límites del monte y señaló también los límites del río y señaló también los límites del hombre.
Era un niño cuando todo pasó. La noche que se fue con él la luna estaba llena y la ciénaga estaba clara. El hombre llegó como un fantasma y la sacó de la casa, el amor entre ellos creció un día de misa. Él era un hombre alto, fornido, elegante, el mejor de los atarrayeros, el mejor de los nadadores, él era ante los ojos de ella su hombre ideal. Y ella era la mujer más linda que en esta ciénaga se haya bañado, ella era la prueba reina de que somos hechos a imagen y semejanza de Dios, ella era vida de esta isla. Mi papá y dos de sus hermanos se levantaron esa misma noche en busca de los fugitivos, no los hallaron, dos hombres los agredieron verbalmente, los humillaron y estos dolidos los mataron a machete, sólo dos hombres, sólo dos y entonces ellos se levantaron tiempo después y justamente aquí donde estamos hablando ustedes y yo, mataron a mi papá, a sus siete hermanos y dos de mis primos. La guerra estaba declarada y la gente dispuesta a morir.
Cayetano Villamizar, su hermano Emel y un señor de apellido Beltrán, llegaron hasta la casa de mi abuelo en son de paz. Las negociaciones duraron un mes, mi abuelo, la doña y los tres visitantes estuvieron encerrados aquí, justamente aquí donde yo los he atendido. Resolvieron casarlos y así olvidar aquel suceso sangriento que manchara el agua de la ciénaga.
El cura se negó a casarlos, en primera instancia por considerar esa una unión maldita. Después de un par de palabras de la doña, y veinte mil impensables pesos, los casó. La paz volvió a la zona y ellos los de aquella isla, son nuestros hermanos y aquellos los de esa isla son sus hermanos y nosotros y aquellos somos hermanos. Desde aquí las calderas de la compañía lucen aun más contaminantes, y la gente en las calles polvorientas y calurosas, se me presenta como hormigas en un hormiguero, caminando de un lado a otro.
María de los Santos González y Rafael Martínez fueron casados por un cura de dudosa procedencia. De los seiscientos muertos de la historia mitificada, pasamos a solo doce, lo resume así el viejo, la única fuente confiable y que conoce de primera mano la historia. Pero, aún hay en esta zona inhóspita, salvaje, calurosa, verde, llena de vida, muchas historias qué conocer, muchas historias qué contar, muchos caminos reales qué transitar. Mi tío se ha embarcado hoy a la ciudad y yo me he embarcado en otra historia.
Tal vez nunca más vuelva a ver a Nadia, tal vez nunca más vuelva a ver el mar, tal vez ya no sea esa gaviota libre que se pasea imponente, indómita sobre las aguas azules del océano, tal vez las historias me hicieron su prisionero. Ahora entiendo el por qué la gente se niega a entrar, ahora entiendo la magia que tiene el monte, ahora entiendo que aquí, justamente aquí, he de empezar a escribir mi verdadera historia.
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* José David Pacheco es Comunicador Social y Periodista con énfasis en prensa y edición de Medios Impresos de la Universidad Sergio Arboleda, sede Santamarta.
Felicitaciones por tu imaginativo trabajo y gracias por compartir. Un abrazo cordial, Chente.