Literatura Cronopio

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Se le podía notar por su repentino cambio, de la seriedad diplomática a una expresión facial de comodidad acompañada por una sonrisa juguetona.

―Pero me hace falta algo. Es solo la última pieza de este rompecabezas.

―¿A qué te referís?

―En historia, un profe nos hablaba sobre Bizancio. Sobre la importancia de esa ciudad desde tiempos de Constantino. Luego con el nombre de Constantinopla y bajo el mando Bizantino, o tras el cierre impuesto por los Otomanos, entendimos que era la conexión entre dos mundos diferentes: Asia y Europa. Veíamos fotos de Santa Sofía, del Mediterráneo, y me enamoré. Es una ciudad increíble, por su historia y su legado, por haber sido católica ortodoxa y musulmana, por haber cobijado a varios imperios, por su arquitectura… fue un amor loco. Irónicamente, perdí la asignatura que daba el profe. Pero aprendí sobre esa ciudad al punto de considerarla como el objetivo de mi vida. De mi muerte. Porque para eso te llamé… por eso estamos aquí. La razón es que me quiero despedir. Toda esta confesión, todo este largo camino que hice con mi cháchara es la forma que tengo para despedirme de ti… para agradecerte por haber sido mi compinche en estas locas aventuras.
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Ella calló por un instante. Me miró. Soltó una breve sonrisa. Continuó:

―Te quiero mucho por tanta razones, y te respeto porque nunca me cuestionaste. Nunca nos cuestionamos. Eso es lo lindo de nuestra relación, que nunca preguntábamos. Si había interés, un sí era la única respuesta viable. Y eso nos llevó a todo. Pero ese todo se acaba, yo me acabo, más pronto que tú… yo me acabé, viví tan rápido que agoté mis millas antes que otros. Tengo veintiséis y ya creo que lo he vivido todo.

La preocupación se apoderaba de mí. Juana era impenetrable en ese momento y me era imposible descifrar la razón de todo esto. El desenlace graneado de su historia me hacía sentir indefenso, a merced de su ritmo. A la espera de escuchar el final, como si estuviese concentrado en un audiolibro de Stephen King a contados minutos del desenlace en donde explicaba que la tierra era algo como el vómito de una gran tortuga. O algo así.

Continuaba:

―Lo penúltimo que quiero es despedirme de ti. Hacerlo como se debe. Brindarte el respeto que siempre me ofreciste al decirte lo que será de mí.

―¿Cómo así que lo que será de vos?

―Así de simple. Mi futuro, Alejo, es una muerte prematura. No estoy enferma, no estoy terminal desde el punto de vista médico, pero quiero serlo. Quise hablar con un médico amigo de la familia para que me aplicase la eutanasia voluntariamente, pero él enloqueció y no quiso realizarlo. No quiero esperar a que la muerte venga tras de mí, sino que quiero sorprenderla. Detestaría tener que vivir hasta los setenta, o hasta los ochenta, para terminar postrada en una cama viendo como los días se me van acabando uno tras otro. Eso es para los que tienen el don de la paciencia. Yo, prefiero disponer de mi vida tanto como mi madre dispuso de ésta al tenerme.

Quería gritar, pero por el trato implícito que hicimos desde que nos conocimos, ese que nos obligaba a no cuestionar las decisiones del otro, me lo impedía. Solo pude escuchar, silencioso, a esperas de enloquecer y llorar por dentro.

―El médico prometió que no le diría a mamá si yo aceptaba ir a una cita con la psiquiatra de la clínica donde él trabajaba. Accedí a ir, hablé con ella y terminé convenciéndola de mi decisión. Ella le dijo al médico que no había ningún problema mental asociado con mi radical decisión. Pero aun así no me quiso realizar el procedimiento. Alegó objeción por conciencia, ya que es protestante. Luego fui a otro doctor, luego a otro, hasta que entendí que en Colombia es imposible morir de ese modo. Así que investigué en internet, por noches seguidas, hasta encontrar una forma de morir haciéndolo yo misma. Do It Yourself, en versión suicida. Y como no quería, no quiero, morir aquí, opté por viajar a Estambul. Por eso el cambio de trabajos, el ahorro del que tanto te hablaba y ese destino que debía conocer pero que tú no conocías. Mi amor por esa ciudad desconocida ha llegado hasta el punto de considerarlo mi último lugar.

Se paró de donde estábamos sentados y me abrazó, sosteniendo mi cabeza con sus dos brazos mientras permanecía acomodada entre sus tetas. Yo no sabía qué decir, cómo actuar. Solo disfrutaba de ese momento con una quietud que asustaba. Me dio un beso en la cabeza, se sentó, me miró a la cara y me dio un beso en la mejilla. Me entregó el cuaderno de hojas de papel reciclable y me dijo «por medio de esto me terminarás de conocer». Lo recibí, la abracé con todas las fuerzas que tuve a mi alcance, puse mi cara tan cerca de la suya que parecíamos un par de siameses y me mantuve así por un minuto. Inhalé profundamente, para evitar las lágrimas. Quienes nos veían podrían imaginar una ruptura entre novios. No hablamos durante ese minuto. Sólo aprovechamos el rato para dejarnos una huella imborrable. Ya teníamos recuerdos, precisábamos usar el sentido del tacto para activar otra parte del cerebro que pudiera alojar esa clase de memorias. Una trascendencia, algo que anulaba completamente la teoría de Juana.
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El momento terminó. Juana secó una lágrima que bajó sobre su ojo derecho, tomó un poco de aire y remató diciendo:

―Te quiero mucho. Siempre serás alguien importante. Para mí lo has sido. Y sé que lo serás. Por eso te di ese cuaderno, pues allí he consignado seis años de pensamientos. Ahí estoy yo desnuda. Ahí me terminarás de conocer. Y me leerás mientras yo esté viajando hacia mi destino final.

―¿Te vas ya?

―Sí. Ya le dejé una carta a mamá y ya me he despedido de ti. En dos horas sale mi vuelo. Tiene escala en Bogotá, luego Barcelona y termina atravesando el Mediterráneo hasta llegar al aeropuerto Atatürk. Se paró y pidió que yo me parara.

―De nuevo, te quiero mucho, amigo. Si no quieres, no me pienses; si quieres, quema ese cuaderno. Recuerda que tras mi muerte, nada de lo que me suceda realmente importará. Solo son pensamientos, cosas etéreas que se desvanecen en bolas de perico, en copas de vodka o en cigarrillos.

Tomó su maleta. Me brindó otro abrazo. Se empinó para poder abarcarme con sus brazos, me dio otro beso y se fue. No tuve nada para decirle, no fui capaz de hilvanar tres frases que sirvieran como una despedida de película… algo para inmortalizar el extraño momento que estaba viviendo. Pero no fue así, y por medio del silencio vi como ella caminaba tranquila, casi cadenciosamente cual bailarina, mientras se perdía de mi vista. Me moví para poderla observar, de lejos, a medida que las emociones, sentimientos y recuerdos me empezaban a golpear. Con mis primeras lágrimas despedí a Juanita. Me sequé el reguero y no la vi más. Solo veía perros jugando con sus amos y gente disfrutando de la puesta del sol sabatino.

Una semana después me enteré de su muerte. Me llegó un correo electrónico de ella que solo decía «preparándome para el gran momento. En una hora, máximo, seré historia. Me he ido. Te quiero, amiguito». Cuando me pude recomponer de la tragedia, del dolor, de la certeza que tenía de no volver a ver a mi amiga con vida, de no poderme sacar de la cabeza el recuerdo de su sonrisa, en ese momento, tomé de mi biblioteca el cuaderno que ella me regaló y que yo celosamente escondí de cualquiera que merodeara por entre mis libros, guardando así sus más oscuros pensamientos. Ni siquiera quise leer tan pronto como nos despedimos, por respeto a ella, pues tras su muerte el cuaderno adquiría un valor especial, adquiría un enorme significado para mí. Así que lo leí, durante una noche entera y parte del amanecer, comprendiendo por qué nunca me contó todo lo que está consignado allí. Seguramente habría convertido esos relatos en una de mis historias, como ella decía. Seguramente lo serán.

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*  Pedro Madrid Urrea es un escribidor con licencia para enseñar y varias novelas sin publicar.

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