Literatura Cronopio

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El encuentro

EL ENCUENTRO

Por Roberto Enrique Araque Romero*

La tarde caía y el sol en su muerte dejaba su rastro sobre un cielo parcialmente nublado y cansado, pero nadie lo notaba y ambos caminaban por la avenida Bolívar en direcciones opuestas; ella regresaba del trabajo y él de la panadería. Entonces, justo antes de cruzar la esquina de la calle que bordea el liceo «Cecilio Acosta», ella lo vio y él se percató de que alguien lo observaba. De inmediato él apreció su figura, cabello y rostro, y siguió el camino impregnado con la estela de un aroma inconfundible y delicado. En ese instante quiso decir «Hola», pero no. De haberlo hecho ella habría correspondido y, ante la inesperada respuesta, él tropezaría con el borde de la calzada. Por su parte ella detendría su andar ante el traspié del desconocido y sucedería una de dos cosas; trataría de asistirlo o se quedaría a mitad de camino a la espera del impacto de un camión.

Si se asume que hubiese tenido la gentileza de asistir a un desconocido, aun sabiendo que el tropezón no pasaría a mayores, ella habría entablado una conversación con un tipo de mediana estatura, ojos negros, cabello lacio y tez morena. También cedido su número telefónico y después de varias semanas se encontrarían una tarde de julio en el cine del único centro comercial más o menos decente que había en Maturín. Si se toma en cuenta la fecha y la disponibilidad de películas que, en cuanto a calidad, costo y gusto, pudiesen satisfacer sus expectativas, habrían escogido «Tomorrow Edge» la cual estaba protagonizada por el actor preferido de ella y, según él, una flaca que no estaba nada mal.

Con el paso del tiempo y la conjugación de una serie de factores inherentes al cortejo, ambos se enamorarían, comenzarían una relación con sus altos y bajos, risas y lágrimas, peleas y reconciliaciones y muchas otras cosas más bajo la mesa como infidelidades, celos e inseguridades. Ella conocería a los progenitores de él y su suegra no le simpatizaría, él a los de ella y su suegro lo vería con cara de perro. Poco a poco los amigos de ella desaparecerían y las amigas de él pasarían al anonimato. Es muy probable que al poco tiempo de haber comenzado a emerger sentimientos de dependencia emocional se presentaran algún tipo de inconvenientes. Si él no fuese una persona desconfiada y ella lo suficientemente madura como para lidiar con algunos tipos de situaciones relacionados con los celos, todo durante los primeros cinco años de amores, hubiese funcionado perfectamente. Claro, es evidente que habría una que otra indiscreción por parte de ambos, no obstante, pasarían desapercibidas; nadie ve la diminuta roca mientras se permanece frente a la montaña. Y es algo razonable, una piedra no es un obstáculo ni su presencia resulta majestuosa ante la figura del Everest. De allí que al caminar levantamos el pie y le pasamos por encima sin perder de vista el objetivo. Eso sería lo que ella haría si se hubiese enamorado, lo mismo que hace todo el mundo: cerrar los ojos y ver lo que se desea ver.

Entonces si él no hubiese dicho «hola» —tal como sucedió— nunca más se verían, menos enamorarse ni tendrían una relación que desembocaría en la firma de un documento, que más o menos precisa mutua propiedad y exclusividad sexual, amorosa y espiritual hasta que la muerte los separe.

Al tiempo ambos comprarían una estructura hecha a base de concreto, metal y vidrio que los protegería del clima. Y la engalanarían. Además insertarían otras estructuras blandas, duras, coloridas, brillosas y frágiles que tendrían funciones estéticas y, en muy pocos casos, prácticas. A ese lugar lo llamarían hogar y, sin decirlo, se propondrían morir allí. Claro, es posible que a lo largo de su vida cambiasen de sitio en varias oportunidades en la búsqueda de la ansiada y absurda perfección. También es factible que se conformaran con lo que encontraron y se las arreglaran para sentirse cómodos.

Su vida conyugal sería sencilla. En un principio ambos trabajarían, luego decidirían reproducirse y tener algo que se denomina familia —con todo y mascota—. En ese caso ella dejaría su trabajo, él asumiría los gastos del hogar. Pero antes de eso es probable que ella lo pillara en alguna indiscreción con una compañera de trabajo. No una indiscreción, digamos que los encontró desnudos uno encima del otro realizando un acoplamiento con sus órganos sexuales. Entonces hasta allí llegaría todo, no habría hogar ni familia ni mascota. No obstante, asumiendo que ella no fuese una persona rencorosa y él lo suficientemente sabio para valorar lo que podría perder si no buscaba la reconciliación, él gastaría cerca de la mitad de su salario en rosas, chocolates y muñequitos con el fin de obtener el perdón. Pero éste no provendría de allí sino de la rutina; la costumbre de verlo por las mañanas, por las noches, al conversar, bañarse y otras cosas más que la obligarían a —no sin antes echarle en cara el error cometido y una que otra rabieta pública— recibirlo nuevamente dentro de la estructura hecha mayormente de concreto que llamaban hogar o casa. Él buscaría el olvido y ella lo contrario, entonces, en la medida de lo posible, él se las arreglaría para ir a vacacionar por un lugar extranjero. Y por allá, en tierras foráneas, él sembraría la semilla que significaría la continuidad de sus genes en la tierra; tendrían dos niños. Nacería el primero, y sería niña. Luego buscarían el varoncito, y llegaría después de 762 días. Lo llamaría igual que a su padre aunque en el fondo detestaba estar con él por cuestiones relacionadas a su infancia que aparentemente no recordaba, pero definieron su conducta. Todo esto no sucedería pasados algunos años de haberse visto en aquel cruce. Este par de desconocidos pudieron haber conformado una linda familia y, repito, no sucedió.

* * *

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Los años pasan, lentamente pero pasan. Son como gotas que caen en un vaso gigante, y lo colman. Después de superar las infidelidades, el hastío, la rutina y alguno que otro problema económico, ellos envejecerían. La primera señal la sentiría ella; un día se miraría en el espejo y vería una cana en su cabello, la arrancaría; luego una arruga, usaría más maquillaje y después varias canas, las teñiría. Con el tiempo ya ni le importaría. Lo de él sería diferente; lo invitarían a un juego de fútbol y al llegar a su casa no dormiría por los dolores en la espalda y tendría que ir al médico; se haría exámenes y le informarían que debería cuidar su dieta y otras cosas más. No obstante, aún se sentiría joven. Un día un chico lo llamaría Señor y eso le haría entender que ya no estaba para esos trotes. Asimismo comprendería que usar zapatos de goma y dejarse una cola en el cabello no era muy apropiado para su edad. En cuanto a los nuevos miembros, repetirían los mismos errores que sus padres en su juventud, y ellos los verían caerse y levantarse una y otra vez, ella no se cansaría de decir: «Te lo dije, pero no me haces caso» y él no le pararía bolas porque pensaría que son unas cabezas duras. Ella en una oportunidad encontró al menor viendo una película para adultos, él a su hija encerrada en la habitación junto con un chico. Harían lo posible para formarlos como buenos ciudadanos. Pagarían su educación y los verían partir con sus respectivas parejas. A él no le simpatizaría su yerno —tendría pinta de malandro— y a ella su nuera —le veía cara de puta—. Pero los aceptarían y, de vez en cuando, les llevarían los nietos o llamarían para saber de su salud, aunque la mayor parte del tiempo permanecerían solos y aislados en la estructura de concreto que construyeron y decoraron con el paso de los días, y que desaparecería con ellos. Eventualmente él moriría, ella unos años después. Pero siempre con la satisfacción de haber encontrado lo que todos buscan y nadie aprecia.

Con todo y lo lindo que pudiese ser esta historia hay que ser francos; nada de esto sucedió. Simplemente se vieron cierta tarde de un día normal en una de mil calles en una ciudad promedio. A él le pareció una chica atractiva, a ella un tipo peculiar. Y eso sería todo, un par de segundos y se acabó. Pues toda historia comienza por un comienzo y termina por un final, pero aquí no existe. Nunca sucedió, se basa en la vaga esperanza de que se amontonaran una serie de ingredientes que devendrían en lo que se podría llamar una vida y un amor. Pues entre vivir, morir y ser olvidado, lo último, al no ser lo uno ni lo otro, es el peor. Y precisamente esto fue lo que sucedió, ambos se olvidaron. Sin embargo, me alegra pensar que, entre infinitos mundos y vidas, cabe la posibilidad de que en alguno de esos universos paralelos la providencia conspiró para que sucediera lo que he mencionado y ellos terminaran siendo infelizmente felices por el resto de sus días.

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* Roberto Enrique Araque Romero, nacido en Venezuela, es ingeniero mecánico. Escribe bajo el pseudónimo de Morpheo. No ha recibido premios ni reconocimientos, aunque sí ha publicado relatos suyos en las revistas electrónicas «Whisky en las rocas» (México), «Letra Muerta» (Argentina), «La ira de Morfeo» (Argentina), «Heterus» (Colombia), «Mal de ojo» (Argentina), «Pez de plata» (Venezuela), «La palabra» (España). También ha publicado los libros de cuentos «Todas las putas van al cielo» Primera edición electrónica realizada por «Colectivo Río Negro» (Chile, marzo de 2013), «Todas las putas van al cielo» Primera edición impresa (cartonera) por «Casimiro Bigua ediciones» (Argentina, diciembre de 2013). «Todas las putas van al cielo» Primera edición impresa en portugués en proceso. Recientemente (2014) fue finalista en el concurso de cuentos «VIII Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores», con el cuento «Una escena al estilo de Steven Seagal». Correo electrónico: robertoenriquearaque@gmail.com. Blog: https://exodoliterario.wordpress.com/

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