Literatura Cronopio

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Mi hermana y yo

MI HERMANA Y YO

Por Greta Montero Barra*

Mi hermana y yo veíamos Orgullo y Prejuicio
cada noche frente al televisor.

No es una coincidencia
que ambas hubiéramos envejecido cuando yo me aparté
de la casa familiar
y decidí incursionar en los laberintos del lobo
en el cerro Caracol.

Ella quiso ser como yo hasta los doce años
y yo quería que lo fuera.

Luego, en la misma medida
que se iban transformando nuestros cuerpos
nos fuimos
convirtiendo en desconocidas.

Rompimos un día el espejo de la pequeña Alicia
y quemamos sus juguetes
con la irracionalidad infantil de los adultos.

El Gran Concepción se portó aquella vez
como ese sauce que lloraba sobre nuestras cabezas
en el tiempo que viajábamos
con nuestros padres
a Trapa Trapa y recitábamos
el Padre Nuestro
a los hermanos pehuenches que nos esperaban.
Subíamos tomadas de las manos por el Alto BíoBío
y entonábamos
cánticos al Señor: quedábamos encerradas
entre montañas
a una hora exacta de Argentina
y a cinco horas
y cuarenta minutos de las costas de Playa Blanca.

No creo haber deseado más el aliento del lobo
que cuando miraba las estrellas
de estas soledades occidentales. Quizás también lo hice
cuando contaba historias de ánimas
a mi hermana con un espejo entre los dientes.

Ella, quizás avizorando el futuro,
revolcaba
su colgante de corazones
en las cenizas
para dilucidar los misterios de mis historias atrasadas.
Mi hermana y yo crecimos juntas, pero desiguales.
Mi hermana y yo, sin embargo, nunca
sentíamos que podíamos estar en desacuerdo,
sólo discutíamos las parcialidades
que podíamos ver
en el cielo estrellado de nuestro pueblo costero.
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Yo le inventaba historias sobre la vida y la existencia
de los hombres que veíamos pasar,
pero mi hermana
era mucho más práctica y certera. Ella no necesitaba
lucubrar misterios y tantas fantasías
para entretenerse. Aun así no creo
haber desperdiciado mi tiempo jugando y hablando con ella.
El tiempo perdido tuvo que ver, posteriormente,
con mi resolución de embarcarme
en inciertas tareas
de un casi seguro naufragio
y pesadillas que estuvieron en mí desde siempre.

No sé si mi hermana hubiese querido que yo muriera
en aquel diluvio del 21 de febrero
en Santa Ana. Pero sobreviví y estaba a salvo,
a casi cinco mil kilómetros
que nos separaban sin prisa. Yo cargaba con un bebé
de tres meses en el vientre,
entonces,
que ya reinaba desde allí sobre mis decisiones
y sentimientos. Si yo me hubiese muerto esa vez
mi hermana,
probablemente,
habría tomado un nuevo lugar en el mundo.
Una nueva posición entre las estrellas
que desde el patio
contábamos entre la niebla coronelina. No creo
estar exagerando
si pienso que ninguna de las dos habría dejado de echarse
de menos
como parte
de un reflejo
condicionado que nadie perdería el tiempo en examinar.

Mi hermana y yo
nunca conversamos nada fuera de nuestras divagaciones
sobre la televisión,
las novelas escolares
y las películas repetidas que reproducía el cable.
Mi hermana y yo
no éramos siquiera parecidas. No había ninguna parte
de nuestro cuerpo
que delatara que lo fuéramos.

Mi hermana, creo que ya lo dije, dejó de verme
cuando ella tenía doce años
de edad y yo cansada de correr me abandoné a los lobos
en Chacabuco con Caupolicán
y mi hermana era una Alicia púber
en vías de recoger
las perlas perdidas que yo no había podido encontrar.
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Cuando se abalanzaban contra mí
en los ojos grises de las fieras podía ver mi propia imagen
reflejada
junto a las de otras voces
que me llamaban. Pero aun sabiéndolo, igual me entregaba
a sus fauces,
abandonando, sin quererlo,
a mi hermana
a la culpa de convertirse en pasto de falsos corderos.

Siete años de incertidumbre y vacío
marcaban la diferencia entre nosotras como en la ficción
apocalíptica del apóstol Juan.

Yo no traicioné a mi hermana,
hice lo que pude, puedo decir. La amé como a la bebé
de tres años y medio que era
por todo el tiempo que ya no seguiríamos juntas.

Hoy que está tan lejos, por todo lo que tengo y tuviera
que decirle,
aprieto fuertemente a la hija pequeña
que tengo entre los brazos,
como lo hacía con ella por las noches,
cuando el tren de la avenida Alessandri, que hacía temblar
nuestra población
del fin del mundo, no nos había desangrado todavía.

* * *
El presente poema hace parte de su libro Dummies. Valparaíso: Inubicalistas, 2013, p. 53-57.
___________
* Greta Montero Barra (Coronel, 1986) es escritora y profesora de Español por la Universidad de Concepción (Chile). Tiene el grado de Magíster en Literatura Hispanoamericana y Chilena por la Universidad de Santiago. Ha sido directora de las revistas electrónicas de literatura Litterae Nacional (UdeC) y Gaceta de Estudios Latinoamericanos (Usach). Ha dirigido talleres literarios y la han publicado en diversas antologías de poesía y narrativa, tales como Antología de Narrativa Joven Ruleta Rusa (La calabaza del Diablo, 2006), Antología de Poesía en Concepción (Editorial Balmaceda 1215, 2011). Actualmente cursa estudios de Doctorado en Literatura, mención Literatura Hispanoamericana y Chilena en la Universidad de Chile, con beca Conicyt. Publicó el libro de poemas Dummies en 2013 (Ediciones Inubicalistas).

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