JACOBO Y YO
Por Leonardo Moreno*
A Jacobo, claro está
La idea fue primero: componer un cuento donde, a través de algún tipo de recurso literario, la historia intrínseca se combinara con la vida real, extrínseca del autor. Durante mucho tiempo intenté encontrar aquella historia, pero de alguna forma dotaba a mis textos de una autonomía incuestionable, y por ende, de toda negación a hacer parte de. Cuando escribí ¿Un sueño realizado? —aún sin título—, creí saber que se distanciaba de lo poco que había hecho hasta ese momento (cuenticos sobre el absurdo, a «imagen y semejanza de Kafka»: Tacha, Nacho, Nacho, Dos Manueles para una Verónica, Por simples cuestiones literarias, Una mujer de la vida cotidiana y Un cuento más sobre el absurdo, el humorcito, y los recursos literarios). Por aquel tiempo de mocedad (el término pretende ser hilarante), le consultaba a Jacobo —quien ya vivía en Argentina— sus impresiones al respecto de mi «obra»: de una u otra forma creía que los textos se encontraban terminados después de escuchar sus comentarios. De manera ingenua pensé que su respuesta avalaría mi cuento, y tendría uno más para adherir a mi futuro libro de textos cortos. En contraste a lo que esperaba, los comentarios de Jacobo fueron:
«Me leí el cuento erótico, sí, pero no sé. Yo hablaría más de la obsesión, me parece que tratás todo el asunto con demasiada normalidad, el narrador parece hablar con el desapasionamiento de la tercera, pero vos lo tenés en primera. ¿Ves? Entiendo que te gusta ser parco, sólo que a veces uno no se puede imaginar todo bajo ese tono. No me molesta que el final sea precisamente la satisfacción del deseo, creo, como vos mismo decís, que estás escribiendo todo muy rápido».
Nunca he sido orgulloso para enfrentar la crítica —literaria—. Aunque en el ámbito personal pueda exponer un ápice de soberbia, asumo como premisa que la escritura creativa no sólo puede, sino debe coexistir con los juicios de valor. Lo anterior con base en la consideración de la superioridad de la obra artística respecto a su creador. En otros términos, la suficiencia, altivez, ego del escritor, se supeditan a la necesidad de encontrar y corregir los desaciertos en la creación. No obstante, reconozco igualmente la pertinencia de confiar, y en cierto punto, exponer las ideas propias. De tal manera pataleé un poco y respondí:
«No sé si queda claro que el deseo realmente no se satisface. Se supone que creo una atmósfera en torno a la violación, pero luego todo termina sin mayor contacto físico (he allí la importancia del epígrafe). Lo de escribir rápido no aplicaba para este cuento. Como te he dicho, creo que el cuento corto es un género como tal, y en dicho género no hay tiempo para explicaciones, sólo para sugerencias».
La nueva respuesta de Jacobo fue corta y displicente: «Yo no sentí ninguna tensión con respecto al abuso; no veo en el carácter del personaje (que se contiene varias veces, y que además es consciente del interés de la chica) ese tipo de maldad». Sin embargo —como suele suceder con la correspondencia— llegó cuando había tenido tiempo de reformular mis ideas. El cuento no me generaba ninguna satisfacción como autor, y aun así, desecharlo me resultaba excesivo. Entonces comprendí que era la historia buscada, el núcleo para un experimento creativo.
Un poco antes —cuando pensé que el cuento erótico podía salvarse—, realicé algunas modificaciones. El título fue el primer elemento. Jacobo afirmaba que no le molestaba la satisfacción del deseo en el final, lo cual creo entendía como el hecho del personaje-protagonista haber poseído físicamente al personaje de Dahiana. Tal apreciación debía ser asumido como un error porque —según intenté explicarle— el protagonista no tenía ningún contacto físico con ésta. Es decir, aunque había imaginado el hecho (de violarla), el objeto fetichizado había alcanzado su punto máximo antes de la consumación (verdadero tema del cuento): el personaje —inconsciente de ello— se presentaba como un violador frustrado-fetichista consagrado. En tal medida, el título debía sugerir la historia oculta.
De igual manera Jacobo advertía el desapasionamiento del narrador. Si bien se encontraba en primera persona, su parquedad era propia de la tercera. El recurso a utilizar fue sencillo: combinar las dos voces. Aunque efectiva, la nueva voz de la obra sólo me produjo una leve amargura. El recurso no era propio. En repetidas ocasiones (demasiadas por cierto) Vargas Llosa empleaba tal juego narrativo. ¿Qué aportaba mi obra a la literatura?
En el segundo mensaje Jacobo cuestionaba la incoherencia entre el carácter del personaje y su reacción final a partir del supuesto interés de la chica. Tal afirmación asumía una premisa errónea: la sinceridad del narrador. En contraste, el cuento se basa en una voz que miente, que engaña al lector a partir de la sobrevaloración de los hechos (de la misma forma como en la vida «real» cuando creemos simpatizarle a alguien e imaginamos historias sobre ello).
También para aquel momento había enviado ¿Un sueño realizado? a varias revistas digitales. Mi sistema de marketing era efectivo: escribía un solo correo y copiaba las direcciones de una base de datos previamente realizada. Si durante algunas semanas no recibía respuesta afirmativa, reenviaba el mensaje a las direcciones faltantes. No hubo necesidad del segundo paso: decidieron publicarme en Revista Cronopio (diciembre de 2014).
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Redacción final:
¿UN SUEÑO REALIZADO?
«En la misma medida en que el erotismo consiste en distancia y digresión, lo fetichista constituye el erotismo perfecto. El objeto fetichizado, en su relación fija, tensa con lo inmediato, es más significativo para el fetichista que la promesa de deseos cumplidos representado por el objeto».
(Hans-Jürguen Dӧpp)
Después de una breve presentación, la señorita Inés me había dejado solo enfrente del curso. La mirada ávida de los estudiantes no le ofrecía ninguna tregua. Dijo algo sin importancia, pero los rostros continuaron inmutables. El primer día de clase resultaba también aterrador para los profesores, pensó. Me encontraba con los nervios alterados cuando la descubrió, sentada tan solo a unos pasos, igualmente curiosa, humilde.
Era una jovencita fea. Su cabello, de color café, se veía reseco y despeinado. La manera de vestir revelaba un gran descuido: la camisa y falda no habían sido planchadas, y los zapatos estaban sucios. Sin pretenderlo, empezó a imaginar su vida: percibí la soledad a la cual se había acostumbrado, la rutina sin amigos. Seguramente aquel interés por el estudio era falso, su único refugio ante los desplantes de los hombres. Sentada en la primera fila, en silencio, parecía invisible. Aun así, su presencia lograba serenarme. De repente le satisfacía estar en el lugar, pensar en regresar cada mañana y encontrarla.
Cuando fue la hora del descanso pude comprobar algunas conjeturas. Su nombre era Dahiana y no recordaba el más mínimo detalle de lo expuesto en clase. Había permanecido allí todo el tiempo, siguiéndolo con la mirada, pero absorta completamente en sus propios pensamientos. Contestó mis preguntas con monosílabos —una actitud propia de la rebeldía sin causa de los adolescentes, pero en ella natural—.
La señorita Inés nos interrumpió. Aunque era su primer día, y apenas había tenido el tiempo suficiente para conocer mis funciones, la presencia de la mujer lo sobresaltó, como si anticipara que el motivo de su visita fuera una amonestación. Pronunció algunas palabras respecto al aseo de las aulas, el cual debía ser realizado por los estudiantes al finalizar la jornada. Dahiana se había marchado. Continué escuchando a la directora sin ningún interés; en su voz percibía —o tal vez sólo imaginaba— que no estaba allí para hablarle de los estudiantes, ni de las aulas o las clases. Era una mujer voluptuosa, de piel trigueña. Algunos días, o incluso un momento antes, me hubiera resultado irresistible. Se despidió contoneándose de manera vulgar.
En el transcurso de la semana se presentaron más visitas de la señorita Inés. Ahora me encontraba seguro de sus verdaderas intenciones. En una ocasión le propuso tomarse un trago. Le respondió de manera rotunda, hablándole de la ética profesional y la imposibilidad (ese fue el término) de una relación entre colegas. Por supuesto no me interesaban aquellas tonterías; deseaba emplear los mínimos valores de la mujer para deshacerse de ella. La táctica no resultó efectiva. Terminé por comprender que sólo quedaba una salida.
En el cuarto de hotel, sentado en la cama, se esforzó por iniciar el protocolo. Me había percatado ya de que no podría hacerlo. La señorita Inés jugueteaba en su espalda. Tan solo lograba maldecirla en silencio. Era su culpa, sin lugar a dudas: a ningún hombre le gustan las mujeres regaladas. En un asalto de lucidez me puse de pie. La miró a los ojos, con una sonrisa; el miembro flácido a la altura de su rostro. Su imagen de diva irresistible se había desvanecido; allí estaba él, mi cuerpo, demostrándole no desearla, burlándose de su belleza. No era mi derrota o vergüenza, sino la suya.
La vi entrar al día siguiente en el salón. Se dirigió a los estudiantes sin mirarlo. Tuve la certeza de nunca más sentirme fastidiado. Tal pronóstico se desmoronó pronto. Se llamaba Catalina; tenía el cabello negro, muy largo, de esos que rozan los glúteos. Como todos los jóvenes, padecía de una presunción estúpida. Alguna vez se acercó a su escritorio; se acomodó en éste con las piernas cruzadas. Uno de sus pies tocaba levemente mi rodilla. La experiencia con la señorita Inés me había enseñado a detener aquellas situaciones a tiempo; aunque continuó con la clase, luego se presentaron más veces.
No era yo el único objeto de deseo para Catalina. Parecía siempre flirtear con sus compañeros, incluso tomando la iniciativa. Sus facciones juveniles contrastaban con una sensualidad madura. Era allí, en aquel estado de madurez, en donde todo su encanto desaparecía para él. Por fortuna, emocionalmente continuaba siendo una jovencita, y sus repetidos y directos desplantes no le provocaron un dolor sincero. Tampoco percibí —como en la señorita Inés— un sentimiento de indignación: simplemente, ella era un gato cansado de jugar con un ratón que finge haber muerto.
Para aquellos días Dahiana era una obsesión. Sin embargo, ya no debía conformarse con imaginar su vida; podía conocerla toda. Alguna vez inventé un ejercicio: los estudiantes escribirían de su familia, sueños y frustraciones. Tal vez no haya prestado suficiente atención a todos, pero en la mayoría creyó encontrar postales de familias felices y sin problemas. Con Dahiana fue diferente: aquella jovencita expuso en el papel una vida real. Era la menor de cuatro hermanos (dos hombres y dos mujeres), y por causas que decía no comprender, nunca había podido entablar una relación de confianza con ninguno. Luego se negó a socializar su texto, pero en verdad no me importaba.
Una vez entró llorando al salón: algunas compañeras la habían empujado en uno de los jardines. Aunque sólo tenía un rasguño, lloraba desconsoladamente. La escena me resultó de una sencillez conmovedora. De pie junto a ella, acaricié su cabeza; lo tomó fuerte de la cintura, agradeciéndome en silencio.
A partir de aquel día se acostumbró a su presencia; venía siempre después de clase, ofreciéndose a realizar el aseo. No era tímida o callada; por el contrario, se esforzaba en contarme cada detalle. Cuando hablaba del amor hacia algún compañero, su rostro se iluminaba. Con los ojos centelleantes buscaba en los míos una respuesta, como si él pudiera decirle que aquel jovencito iría esa misma tarde a declarársele. ¡Qué distante se encontraba de la señorita Inés o de Catalina! ¡Cuán deseadas resultaban ambas, y cuán despreciada resultaba ella!
La miseria de Dahiana poseía para mí un carácter diferente. Detrás de aquella fealdad él descubría con delectación una naturaleza virgen. Sin llegar a saberlo, se prometió tenerla. Cuando estábamos cerca percibía el mismo sentimiento: ella anhelaba entregársele, demostrarle a todos y a sí misma ser una mujer de verdad, soñada, deseada. Aun así, había un obstáculo entre ambos: su inocencia infantil no le permitía pronunciar las palabras necesarias. Pronto no hubo más dudas; sólo faltaba esperar el lugar y el momento. ¿Existía alguna sospecha en la señorita Inés? Seguramente no la había, como tampoco en ninguna de las criaturas a nuestro alrededor, puerilmente perversas y a la vez tan ingenuas. Sería después de clase, cuando estuviéramos solos, cuando viniera en busca de consuelo. Durante una semana se repitieron una y otra vez los momentos oportunos, pero los instintos de depredación eran reprimidos por la cordura que aún lograba conservar.
Dahiana Bueno, de cabello color café despeinado y zapatos sucios, me miraba suplicante. ¿Se convertiría en uno más del número infinito de hombres para los cuales era invisible? ¿Era ella tan poca cosa para no despertar el fetiche de Lolita? «El señor Francisco los llevará de paseo», dijo la señorita Inés, y sus ojos se posaron en Dahiana, relucientes, poseídos por el deseo de tenerla, convencidos de una fuerza mágica y callada entre ambos, superior a los pasados temores. No fue a bañarse como todos los demás, permaneció conmigo, distante de los ojos escrutadores, amable y sugerente. «Podemos preparar sándwiches», dijo, había pronunciado la señal, ansiaba como yo aquel encuentro pleno. La imagen de tantas noches resurgió vívida, los nervios alterados, el corazón palpitante, la pérdida eufórica de los sentidos. La tomó de la cintura, suave, fuerte, el mentón suspendido en su hombro, y ella tímida, inmóvil, luego más fuerte, las manos sudorosas, el movimiento tenue liberándose, mi sonrisa, su estupor, las manos deslizándose en los muslos, un silencio profundo, el grito contenido, la vergüenza, una lluvia de felicidad a través de mi cuerpo, alejándose, ya sereno, extasiado.
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