ORALIDAD E INTERNET
Por Benigno León Felipe*
Desde hace ya algunos años asistimos a un fenómeno literario llamativo y no fácilmente explicable: el auge de festivales de narración oral. En distintos países, con idiomas y culturas diferentes, se ha consolidado este tipo de encuentros que parecen nadar a contracorriente, porque ¿cómo explicar un fenómeno de esta naturaleza?, ¿cómo justificar que varias decenas de personas abandonen la comodidad de sus casas y el hipnotismo de la televisión y se desplacen para asistir a algo tan elemental y, en principio, tan poco atractivo como escuchar contar cuentos sin más artificios que la presencia y la voz de un narrador?
Y resulta aún más llamativo por el hecho de que cualquiera de los asistentes, a quienes se les supone —por el mero hecho de tomarse tantas molestias— un cierto interés por el mundo de los cuentos y una indudable sensibilidad literaria, cualquiera, repito, puede satisfacer plenamente esas debilidades artísticas por medio de la lectura, o relectura, individual y silenciosa, de las múltiples historias contenidas en las abundantes colecciones de cuentos que puede encontrar en cualquier librería o biblioteca convencional, y ya también digital. Sin embargo, y esta podría ser una primera explicación válida, es evidente que la oralidad, y todo el ritual que la rodea, añade otras connotaciones y experiencias comunicativas que la, incluso intensa, lectura individual no aporta. Escuchar narraciones propicia que se establezcan sutiles conexiones entre el narrador y sus oyentes que el texto escrito no permite o solapa. Un cuento narrado oralmente no consiste, por tanto, sólo en el conjunto de sus palabras, sino también en los gestos, el tono, la actitud y las inflexiones de la voz de aquel que cuenta. Un cuento oral, pues, es de índole muy distinta a un cuento escrito, y establece con el oyente otro tipo de relaciones, muy diferentes a las que mantendría si actuara simplemente como lector.
Pero esta explicación no justifica plenamente dicho fenómeno. He de confesarles que no estoy muy seguro de poder explicar racionalmente por qué este tipo de festivales despierta tanto interés y por qué compiten con tanto éxito con otras propuestas aparentemente más atractivas. La dificultad de llegar a tal explicación quizá estribe en un error básico de apreciación: tratar de argumentar de forma racional un fenómeno que en última instancia parece que no admite justificaciones de ese tipo, pues se trata de un acto complejo de comunicación oral en el que intervienen múltiples factores subjetivos que convierten cada momento narrativo en un hecho único e irrepetible, de manera similar a cualquier otro hecho teatral. Son expresiones que pertenecen al confuso y, a veces, inefable universo de la creación y de su potencial capacidad para satisfacer el horizonte de expectativas de sus receptores. Pero a pesar de este impedimento, vamos a tratar de aventurar, al menos, alguna somera aproximación, más intuitiva que racional, que nos ayude a entenderlo.
Puede resultar oportuno, ya que siempre se suele asociar el mundo de los cuentos a esas etapas y, además, esa es una de las vertientes fundamentales de estos festivales, incidir en la función educativa que la imaginación narrativa aporta en el proceso de aprendizaje de niños y jóvenes. Sabemos que las historias mágicas y maravillosas les ofrecen una precisa y necesaria visión de ese mundo, pues equilibra y complementa la que ellos perciben por sí mismos.
Pero esta necesaria complementariedad, que nos aporta la imaginación procedente de la narración, no es privativa del mundo infantil y juvenil, también es esencial para el ámbito adulto y para los pueblos en general: las historias sagradas o profanas, respetables o frívolas, que nos conectan con los mitos primigenios, dan sentido humano a la existencia y nos ayudan a ubicamos en el espacio vital en que nos movemos.
También suele ser un lugar común, pero no por ello despreciable, recurrir en estos casos a la capacidad ancestral de la palabra como vehículo de expresión de los deseos primitivos de la humanidad, como cauce de identificación con un imaginario universal, a través del cual pueda evadirse de su constreñida realidad. La literatura oral surgió en el momento en que el primer grupo humano quedó embelesado escuchando el relato de uno de sus miembros, en el que contaba cómo había abatido a una enorme presa con la única ayuda de la luna, sin que les preocupara si la luna hacía esas tareas y sin que salieran corriendo a merendarse la pieza. Es decir, cuando se empleó por primera vez el lenguaje con un fin que no era exclusivamente el informativo. O cuando, como dice Vladimir Nabokov en un breve ensayo con el que solía iniciar sus cursos de literatura europea en las universidades americanas, la literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del valle neanderthal gritando «el lobo, el lobo», con un enorme lobo gris pisándole los talones: la literatura nació el día en que un chico llegó gritando «el lobo, el lobo», sin que lo persiguiera ningún lobo. Entre el lobo de la espesura y el lobo de la historia increíble hay un centelleante término medio. Ese término medio, ese prisma, es el arte de la literatura. La magia del arte estaba en el espectro del lobo que él inventa deliberadamente en su sueño del lobo; más tarde, la historia de sus bromas se convirtió en un relato. Cuando pereció finalmente, su historia llegó a ser un relato didáctico, narrado por las noches alrededor de las hogueras. Pero él fue el pequeño gran mago. Fue el inventor. Porque la literatura, es, antes que nada, invención, primero oral y luego escrita.
Muchos siglos después, como podemos constatar dado el auge que este tipo de festivales tiene en todo el mundo, parece ser que la humanidad aún sigue requiriendo esa catarsis ritual de la oralidad. Los relatos tienen el poder de remover la memoria colectiva, que aunque no deja de ser una mera acumulación de memorias individuales, tiene la capacidad de universalizar unas unidades mínimas de información y conocimiento que se transmiten de generación en generación y de cultura en cultura. Resulta significativo descubrir cómo historias tradicionales de distintos continentes, países y culturas participan de los mismos o similares motivos temáticos y utilizan análogas fórmulas de composición narrativas, el llamado estilo oral formulario.
Pero, por otra parte, ¿no resulta paradójico que este renacimiento de la narración oral, que podemos situarlo en las dos o tres últimas décadas, coincida con la generalización de los medios de comunicación de masas, sobre todo, Internet y sus redes sociales? La informática ha cambiado el modo de leer y de escribir, porque se han alterado las formas de los textos. El texto ya no es físico, estable, paginado y provisto de un principio y un final bien definidos, como lo era el libro salido de la imprenta, sino virtual, un hipertexto sin centro ni márgenes, tan dinámico y fluido que confunde sus límites con los de otros textos, pues, al presentarse como una red de textos, permite al lector, según sus momentáneos intereses, moverse libremente por las múltiples posibilidades que sus enlaces le brindan. Pero pese a la ineluctabilidad y generalización de todo lo que supone Internet, ya empiezan a oírse voces autorizadas que cuestionan las ventajas y se plantean sus consecuencias. Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? de Nicholas Carr (Taurus, 2011). Su autor, apoyándose en estudios científicos, cuestiona las bondades de la red, y plantea que el uso excesivo y constante de la web puede estar afectando de forma profunda nuestra biología cerebral y alterando nuestra forma de pensar. Afirma Carr que el hábito que desarrolla Internet de multitareas digitales: saltar de un programa a otro, de una página a otra, mientras hablamos por Skype, contestamos al correo electrónico o subimos la última foto o comentario a Facebook o Twitter, nos aleja de formas de pensamiento que requieren reflexión y contemplación, nos convierte en seres más eficientes procesando información, pero menos capaces para profundizar en esa información y al hacerlo no solo nos deshumanizan un poco sino que nos uniforman.
Pero esta cultura contemporánea digitalizada, que facilita la intercomunicación global, sin embargo está creando comunicantes más individualizados, aislados en espacios cada vez más reducidos. ¿Podemos aventurar la hipótesis de que el auge de la narración oral de estos últimos años sea, quizá en parte, una saludable reacción contra los efectos de esta sociedad hipercomunicada y, según Carr, superficial? Esperemos, por el bien de esta sociedad, que así sea, y que este tipo de festivales contribuyan a desarrollar espacios públicos abiertos en los que la comunicación libre y social sea un valor emergente.
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* Benigno León Felipe es doctor en Filología Hispánica por la universidad de La Laguna y Profesor Titular de Literatura Española en las Facultades de Educación y de Ciencias Políticas, Sociales y de la Comunicación. Es autor de una destacada colección de romances tradicionales recogidos en el archipiélago y publicada en varias colecciones romancísticas. Es autor de diversos artículos y ensayos sobre poesía, de entre los que destacan «Las prosificaciones en Juan Ramón Jiménez: El proyecto de Leyenda», «Los límites del lenguaje poético en José Ángel Valente». Asimismo es autor de Antología del poema en prosa español (Madrid, Biblioteca Nueva, 2005), y coautor de varias antologías literarias de carácter didáctico.
Me parece una reflexión muy acertada. Dirijo un festival y pocas veces los artículos analizan lo que refleja la práctica.