Literatura Cronopio

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LÁZARO O EL BROOOOOM Y OTROS RELATOS

LÁZARO O EL BROOOOOM Y OTROS RELATOS

Por Jesús Baldovino Romero*

¡Lázaro, levántateeeeeeeeeeeeeeee!

Lázaro se levanta y cruza hasta el pequeño baño de un minúsculo departamento en el piso cinco. Ruidos de objetos al caer. Agua que corre en el lavabo. Y Lázaro emerge por la maltratada puerta. Un obrero limpio. Casco en mano. Como el personaje de esa película que alguna vez deseó realizar.

Con una sobreactuación vierte agua en una taza de aluminio y lo pone a al hornilla. Café soluble, un poco de azúcar, y el desayuno está listo. Bebe de un solo trago, así como bebe los refrescos bien fríos y como bebe la cerveza de todos los posibles días. Mira el reloj. Abre la puerta y se lanza escalera abajo como todos los días. Cinco pisos. Todavía no ha contado el número de escalones. Alguna vez lo tendrá que hacer. Sobre todo que sería un buen elemento para su película. Alcanza la esquina justo cuando el camión asoma su nariz en la vuelta. Sube en el autobús de la fábrica. Su asiento de siempre. Al frente. A la derecha. Para poder ver mejor las escenas. Un broooooooooooom se escucha a lo lejos. Cimbran los cristales. Vapores blancos y oscuros emanan de la fábrica.

¿Cuántos broooooooomm marcan el final de las cosas? — piensa Lázaro—. Y enlista los momentos que según él deberán ir en la escaleta. Una escaleta mental, pero que aún funciona. Lo del cine no se le va a salir de la cabeza. Desde muy pequeño iba con su madre a ver a Alain Delón. Mucho cine francés. Mucho cine de todo. Y le gustó vivir en aquel otro sitio.

Nunca ha sido mal estudiante. Sólo que las cosas no salen como uno quiere. No siempre. Tuvo que dejar los estudios pues no había quien mantuviera la casa. Papá trabajó alguna vez en la construcción de la presa. Pero jamás regresó. Estudió prepa y un poco de aquí y de allá cuando lo sorprendió la edad justa para entrar a la fábrica. Lo demás era historia tipificada. Una mujer joven. Un embarazo. Un casamiento. Y la fábrica como recurso indispensable para subsistir. Al menos algunos así lo pensaban. Él llegó a decir que no. Que lo de él era el cine. Sólo juntaba un poco de lana y se llevaba a su mujer y su hija a otro lugar. Nomás espérense.

Anotó en su escaleta el broooooooooom del 85. La escena iniciaba en una ventana, un broooooooom y cómo el cristal se partía. Los objetos sobre las cómodas, las mesas y los roperos, empezaron una danza apocalíptica. Cayeron estrepitosamente contra el piso. Las paredes parecían de papel. Se rasgaron de esquina a esquina. Luego fueron de pan. Se desmadejaron cayendo sobre si mismas. Edificios casi completos se vencían ante el poder de la danza de la tierra. Muchos de los compañeros salieron en paños menores; otros, totalmente desnudos. Los católicos rezaban, y los que no, también. En la fábrica no fue diferente. Enormes hoyos se habrían en la tierra y emanaba de ellos una especie de agua. Demasiado densa para ser el agua que conocemos. Muchos de los hoyos eran fauces que arrastraban a los compañeros cuando el agua regresaba a ellos. En las noticias hablaban sobre la unión, la solidaridad, como eslogan del político en el poder. Supimos que era cierto. Todos nos unimos a rezar ante el miedo. Ancianos, adolescentes, niños, maduros y no tanto. Mujeres y hombre, ricos y pobres. Todos. El brooooooooooom del 85 rompió la diferencia. Era el final de un cristal, de una pared, de una calle, de cientos de vidas.

Lázaro cabeceó. Un tope contra el cristal de la ventanilla. Tardarían en llegar al menos un hora. Salir de la carretera y entrar a terracería, o mejor, una brecha de barro. Era un buen camino, pero en las aguas se convertía en una trampa. En más de una ocasión el autobús resbalaba, y broooooooooom, iba a dar al fondo del barranco, con todo y obreros. Alguno que otro muertito, más de un herido, muchos despidos. Nunca era costeable el herido. Mejor despedirlos. Los muertitos nomás se pagaban, aunque sólo fuera lo necesario para callarle la boca a los deudos. Un salto más y Lázaro despertó definitivamente. Una llovizna apenas iniciaba a acariciar los cristales del camión. Eso le gustaba mucho. La lluvia, para Lázaro, limpiaba a la ciudad y a la gente. Sonrió para sí mismo y buscó un mejor lugar para sus manos que empezaban a sentir frío.

El brooooooom también era el final de una risa lúbrica. Su amigo Mario le había contado que en Francia le llamaban “la pequeña muerte”. Y tenía razón. Ese broooooooooom era un derrumbe en el cuerpo de la mujer que se amaba, o al menos, se deseaba. O aunque sea el cuerpo de aquella que le sirviera para descargar sus necesidades. Aunque últimamente le hacía sentirse más vacío que de costumbre. Al principio era como decía su amigo Mario, pero después ese broooooooooom fue otro tipo de derrumbe. Sobre todo después de que Laura y su hija se marchara. No estaba exento de culpa. Alguna vez descubrió en la cara de su mujer una mueca de amargura. En ocasiones se levantaba y la dejaba insatisfecha, sobre una cama mustia, en medio de una noche más sola de lo habitual.

Un brooooooooooooooooooooooooom y el final en forma de carta en medio del comedor: “mi vida, me voy con otro porque…”. Pasos que se alejaban al ritmo de las “o” de estruendo precipitándose encima de los dos. O los propios pasos de él cuando se alejaban de su casa y se dirigían a cualquier otro rincón que le recibiera con los brazos abiertos, menos los de aquella mujer que además de brazos abiertos lo esperaba con los reclamos diarios, las quejas constantes, las cuentas sin saldar desde hacía buen tiempo. Reclamos que día a día ahogaban aquellos sueños de antaño y ahora solo se reducían a encender la televisión y la video y dedicarse a ver por horas cine. No podía faltar la cerveza y la botana. Muy rara vez, los amigos. Y mucho menos, las esposas de los amigos. Lázaro suspiró. Decidió pensar en otra cosa que no fuera algo relacionado con su vida.

Ja. El broooooooom se aparecía de nuevo con la cara de Laura. No era sólo la partida. Era la vergüenza de todos los días. Llegar al trabajo y la mano del compadre en un gesto de conmiseración. Ánimo compadre, viejas hay muchas. Sabía que lo hacía en buen plan. Sólo que la risa era lo que molestaba. Y sobre todo saber que la Laura se había ido a meter a las sábanas de su jefe en ese momento. No supo cómo se conocieron. Pero el hecho estaba ahí, había sido como un balde de escoria ardiendo. Aunque nada es para siempre. Al poco tiempo Laura tuvo que irse a otro Estado o quién sabe donde. La familia del jefe vendría a vivir a la casa de aquel campamento minero. Lázaro no quería pensar. Solo que Laurita era un dolor recurrente.

Uno de los compañeros le extendió el periódico local. Sus grandes letras azules del frente no le decían nada. Lo mismo de siempre. Y casi siempre de política y economía. Por costumbre, se iban a la nota roja. Un brooooooom que le incomodó el ánimo. La hija de su jefe se asomaba en una pequeña sonrisa tímida. Alguna vez la conoció de lejos. Nunca hubo reclamos entre ambos hombres. No había sentido. Conoció a toda la familia. Aquella niña le había llamado la atención. Se parecía a Laura. Eso explicó a Lázaro la infidelidad de su mujer y la inclinación de su jefe. Todo era válido. Pero hoy, la nota dejaba en claro que la familia feliz que ostentaba se resquebrajaba con ese broooooooom como final de una caída desde el hotel más alto de la ciudad. No era un suicidio, era un “ciudicidio”.

Apenas el autobús entró a la fábrica, su nerviosismo por la nota pasaba. Un broooooooooom estremeció la tierra, rompió los cristales, encendió la ropa de los obreros. Lázaro cayó de bruces al momento de la explosión. Pensó en todos los broooooooom que las familias recibían cuando alguien perecía al interior. Su ropa no se había incendiado demasiado. A su costado veía como los mismos autos emitían pequeñas explosiones y cómo los cuerpos calcinados de algunos compañeros dejaban de moverse grotescamente. No podía pararse. Sus piernas se lo impedían. Recordaba el efecto de los gases letales que se usan en la siderurgia.

A duras penas pudo arrastrarse hasta una pared de lo que había sido una ostentosa oficina. Miraba el caos desde su ficticia lente que siempre había deseado dirigir. La postal no era nada agradable. Fierros retorcidos, un campo sembrado de cadáveres quemados, explosiones pequeñas, y la desolación. El brooooooooom enorme de no ver la Fábrica donde se habían acostumbrado a verla. Recordaba que alguna vez, cuando era pequeño, el amante de su madre los llevó a pasear en moto, y vieron en la lejanía, cómo desmontaban el pastizal y cubrían las lagunas, para empezar a erigir la fábrica. Años después era un himno local. Y ahora, ese himno era un agónico lamento. La fábrica había desaparecido.

No eran lo típicos truenos de la lluvia. Sin embargo retumbaron en el cráneo de aquel hombrecillo que se había sentido por encima de todos y de todo. Regresó como en ese efecto de cine, flashback, al momento en que su mejor hombre se derrumbaba, cuando su mujer se había marchado de casa. Había cooperado con un poco de insidia y un poco de convencimiento monetario, pero nada más.

Y luego, aquella huelga. Todos sabían que no iban a lograrlo. Cuando supo que el empecinamiento, y tal vez el deseo de venganza de Lázaro, lograrían derrumbar la fecha establecida, tuvo que comprar conciencias. Unos pocos muertitos en la puerta principal. Pero los trabajadores de limpieza son eficaces. Unos autobuses quemados, pero nada que no se pudiera enmendar. El orgullo era otra cosa. Tuvo que jalar él mismo del gatillo. Un brooooooom que convenientemente desaparecía al líder principal. Convenció a los demás que se había llevado el dinero que les pertenecía. Lázaro dudaba, pero no era de preocupar. Si no peleó por la mujer, no pelearía por nada. De nuevo los truenos. Una familia feliz. Un poco alejado de ellos; no obstante tenían todo.
Elsa, una muchachita de 16 años que se empecinaba, como si fuera obrera, a hacer lo que le venía en gana. Muchos no. Muchos golpes. Pero ni así. Y esa mañana la nota le sacaría de la duda. Dónde estará dormida mi hija. Suicidio. Un relámpago le borra el rostro a la realidad. Qué podía detenerle. Nada. Su mujer, desde hacía mucho que no sentían nada el uno por el otro. Su hija. Ya no le vería más. Así que descompensó las válvulas, incrementó el fluido de los gases. Sabía que el tanque principal del gasómetro no podría soportar tal presión. Sabía que la reacción sería en cadena.

Un broooooooom final borra de nuevo el sueño de aquel niño azorado, un gran broooooooom borrando la ciudad, inundándose de agua zarca, y él, volando hacia el sol, cuando escucha “tristemente volando hacia el sur”, y abre los ojos para ver como el brooooooooom está aquí esta mañana. Se ha cumplido el presagio, la zozobra de los que vivían en derredor del broooooooooom.

Una pequeña vibración en el cristal de la ventana. La tabla que cae y marca el inicio de la filmación. Obreros en los piquetes. Una bandera rojinegra en la estatua en honor a un minero apático, sin compromisos. Cascos de diferentes colores en fila. En la entrada principal, los torniquetes. Uniforme en la ropa y uniforme en el andar. Autobuses descargando aquellos cuerpos cansados. Un trueno que no es de lluvia. Sacuden la cama de Lázaro. Abre los ojos. No hay ninguna cámara que pueda grabar aquellas imágenes. Se mira las manos. Tal vez equivocó un poco su enojo. No tenía porqué bajar la palanca. Sólo era Laura la que se había marchado. Elsa podía haberse quedado con él. Pero no. También se quiso marchar. No podía hacerlo de otra manera. Tenía que deshacerse de ambos. Y la caída libre nadie lo vería. Así que sería una nota más en el diario.

Lázaro abre los ojos y sabe que está en un hospital. Mira las caras de algunas personas, médicos y enfermeras, vigilantes y demás gente que no le ayudan a nada pero que lo miran con curiosidad, entorpeciéndose unos a otros. Adivina que dicen “fue el único sobreviviente” y sabe que se refieren a él. Un pequeño sobresalto cuando a una enfermera se le cae el cómodo. Y recuerda. Y las imágenes de ese film que nunca logró y que siempre era su tema predilecto, se agolpan en su registro. No mira a nadie en especial. Pero parece que allá al fondo su hija, ya mucho más grande de cuando la dejó de ver, luce su uniforme de médico. Su cuerpo huele a quemado. Intenta reconstruir un poco de recuerdo sin lograrlo. No puede verse pero sabe que no está del todo bien. Alguien lo dirige a un cubículo frío. Empieza a temblar. Una pequeña mujer de blanco le habla. No sabe que dice. No le escucha. La explosión fue enorme. Un brooooooooooom que lo dejó en el silencio y en la oscuridad. Y ahora ha podido ver su derredor. Pero de nuevo la oscuridad llega.

¡Lázaro, levantateeeeeeeeeeeeeeeeee! Y Lázaro abre los ojos, mira el reloj, se precipita escaleras abajo, tropieza, intenta detenerse en el barandal pero le es imposible por la inercia que lleva. Cae en las baldosas de la entrada del edificio. Todo se le oscurece. Escucha que una mujer le susurra al oído: ¡Corte!

MICHELLE HA MUERTO

La noticia nos pegó como el sol de la tarde nos pegaba de frente y como la peor de las cachetadas. En el aula reinó el silencio, involuntariamente esperando la segunda trompada. Alan, el malhechor del grupo entraba con una sonrisa cínica y el diario vespertino en la mano, alzada, a manera de celebración.

La noticia explicaba en su titular de nota roja: Niña se lanza desde la torre del Hotel Capital. No era lo alto de la torre lo que nos impresionó por tercera vez. Era el hecho de que durante casi seis años siempre pensamos que Michelle era un niño, guapo, temeroso, frágil, pero niño.

Con curiosidad y con un temblor que nos hizo confirmar nuestra sospecha, miramos al rincón donde se sentaba Tere, la novia de Michel, para darnos cuenta que al otro día tendríamos la certeza de que tampoco a ella la volveríamos a ver otra vez.

—Hay algo en los relámpagos, te lo juro —la voz de Martín al otro lado del teléfono me hizo sentir un escalofrío— estuve tomando fotos de las descargas eléctricas y de las demás manifestaciones de la tormenta. Las bajé directo a mi computador: cada uno tiene un color diferente. Son puertas, son puertas para que entren esas cosas. No hay energía en este lado de la costa; apenas pude guardar las imágenes…. Debes creerme… ven por mi —su voz parecía que se endurecía, como si las quijadas se le trabaran.

Viajar hasta ese lugar me llevaría al menos tres horas y con lo feo que se ponía el camino— no se ve nada, espera, lo escuchas, no se escucha nada, como si todo se hubiera callado de pronto, ni siquiera el aire… —afuera se empezó a escuchar la tormenta que empezaba a recrudecerse, azotaba al parecer todo lo que encontraba a su paso… pensé que pronto se iría la luz y en efecto, se acaba de ir, luego pensé en la línea telefónica, y en fracción de segundos al otro lado, primero escuché el jadeo de Martín, luego un sonido gutural y al final solo la estática y finalmente nada. Pensé en los relámpagos que traía la tormenta, en lo que había visto Martín, en las puertas que se abrían para traer quién sabe qué cosas, y desde aquí los puedo ver, los relámpagos de verdad que parecen ser de colores diferentes, como puertas de un cuarto lleno de luz que se abre a una zona oscura. Hay algo en los relámpagos, se los juro, cada uno tiene…

RECONSTRUCCION

La madre tropezó con un caudal de peces en la cocina. Sonrió cuando abrió la alacena y los fantasmas de su infancia aparecieron. No quiso abrir los cajones del cuarto del fondo, sabiendo que ahí estaba el más terrible de los monstruos. Sueños e ilusiones salían volando por las ventanas y las dejaban abiertas.

—Ah —suspiró la mujer— la imaginación de mis hijos—y comenzó a recoger las crayolas, los juguetes, los cuadernos, la ropa, las muñecas.
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* Jesús Baldovino Romero es escritor, promotor cultural, director de Sueño Colectivo. Reside en Michoacán, México. Cuenta con dos blogs ampliamente consultados en su país:
https://lanopaleraediciones.blogspot.com
https://bar68.blogspot.com

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