LEER LA LITERATURA ARGENTINA DESDE MICHEL FOUCAULT: LOS SORIAS DE ALBERTO LAISECA Y LAS POLÍTICAS DE LA CRUELDAD
Por José Agustín Conde De Boeck*
La obra de Alberto Laiseca es un producto extraño a la tradición literaria argentina. Durante su momento de emergencia, en los turbulentos años que van desde fines del último peronismo hasta el advenimiento de la democracia, pasando por todo el Proceso Militar, el campo literario nacional prolifera en tensiones entre generaciones diversas. En este período la literatura políticamente «comprometida» imantaba tanto la militancia concreta de Juan Gelman, Andrés Rivera, Haroldo Conti, Francisco Urondo o Rodolfo Walsh, como las grandes alegorías políticas de Osvaldo y Leónidas Lamborghini, Ricardo Piglia, Néstor Perlongher, Daniel Moyano, Juan José Saer, Luisa Valenzuela y, en todo caso, el Aira de La luz argentina (cfr. Heredia, 1997). A esto puede agregarse la impronta cultural de los autores de Contorno, extendida hacia toda una generación de estilo crítico dentro del campo intelectual argentino, y cuya manifestación más acabada puede encontrarse en la sociología literaria difundida en los años setenta por la primera época de Los libros y por Punto de vista.
En tal estado del campo literario nacional, la obra de Laiseca fue más bien asociada a los intereses de la generación inmediatamente posterior a la dictadura: aquella generación «joven» y supuestamente despolitizada, nucleada en torno a la revista Babel (1988-1991) y que, representada por autores como Martín Caparrós, Daniel Guebel y Luis Chitarroni, se identificaba plenamente, hacia el pasado, con el cosmopolitismo del Borges de «El escritor argentino y la tradición» y, hacia el presente, con la apertura experimental impulsada por César Aira.
A su vez, como ha señalado a menudo Elsa Drucaroff (1995, 1997), el canon que Aira propone de la literatura argentina, centrado en poéticas de transgresión como las de Arlt, Puig, Copi y Pizarnik, también impulsa una lectura «despolitizadora» de la experiencia «pornopolítica» de Osvaldo Lamborghini y, por ello mismo, una visión esteticista de «lo transgresor», o bien, un interés técnico en los procedimientos significantes de la transgresión, más que en sus alcances referenciales. El exotismo de las novelas y relatos de Laiseca, por su parte, aunque ha desenvuelto su proyecto creador de forma parcialmente autónoma a cualquier filiación de grupo, fue inevitablemente leído en el marco de los «babelistas» en la medida en que no sólo la figura de Laiseca fue tomada como referente por Babel, sino también en todo lo que el autor de Los sorias compartía con esta revista: interés por los escenarios exóticos como disolución del referente nacional, una marcada tendencia a lo metaficcional y una búsqueda de resoluciones literarias centradas en el imperativo de la «invención» (Contreras, 2002), así como una celebración de la crisis del realismo por medio de una problematización constante de la representación literaria. Sólo que donde en Aira, Guebel o Caparrós, ciertos sectores de la crítica literaria denunciaban una evidente complacencia con la teoría literaria post-estructuralista, Laiseca se mantenía en una posición de «plebeyismo» casi arltiano frente a las mismas modas intelectuales por las que la canonización de su poética se vería beneficiada o, al menos, impulsada.
Ahora bien, aunque las novelas de Laiseca, tachadas de «raras» y «exóticas» en los años ochenta (cfr. Kurlat Ares, 2006, 60), puedan resultar ajenas a toda referencialidad política inmediata o coyuntural —más si las comparamos con la tendencia alegórica, à clef, que va de Osvaldo Lamborghini a Ricardo Piglia, o con la referencialidad brutalmente directa de Perlongher— sus páginas no han dejado de proponer, desde su primer cuento publicado en 1973 hasta Los sorias (1998), y desde entonces hasta hoy, una meticulosa cartografía de las formas psicológicas y sociales del poder, así como, particularmente, una compleja representación paródica de los dispositivos de control y castigo propios de los estados policiales y de los estados fascistas [1].
En este trabajo tomaremos como punto de partida la categoría de «lo ubuesco», concepto con el cual Michel Foucault —a partir de la clásica sátira pre-surrealista de Alfred Jarry titulada Ubú rey— analiza las cualidades grotescas a las que todo poder absoluto y arbitrario se ve reducido. Los sorias, novela colosal de más de mil trescientas páginas, coloca en un «fuera de campo» toda referencialidad directa a la experiencia socio-política argentina. Esta estrategia no es exclusiva dentro de la literatura de post-dictadura, de modo que el funcionamiento de la obra en un campo literario marcado fuertemente por el balance crítico a los años del Proceso re-envía inevitablemente, mediante la representación hiperbólica y caricaturesca de los excesos del poder (donde se abarca desde los imperios orientales hasta los regímenes totalitarios del siglo XX), a la interpretación de la historia nacional: de sus dispositivos de castigo y, al mismo tiempo, de sus construcciones artificiales del crimen y la ilegalidad. Sin embargo, veremos cómo la obra de Laiseca no sólo comporta una representación del poder: el realismo delirante despliega la representación de una manipulación interior del poder en tanto experiencia no sólo exterior y social, sino también subjetiva.
EL OTRO EXTREMO DE LA RACIONALIDAD
Igual que un buey, una calabaza o un fulgurante meteoro, ruedo por esta Tierra en la que haré siempre lo que me plazca.
(Alfred Jarry, Ubú cornudo)
Controlando el cuerpo el control del alma se da por añadidura.
(Alberto Laiseca, «Querida: voy a comprar cigarrillos y vuelvo». 2011, 578)
Los sorias coincide con esa definición que da Foucault para la novela gótica dieciochesca (1997, 188), pues es, por un lado, una ficción-política, en la medida en que se centra en el abuso del poder, y, por el otro, es una ficción-ciencia, en tanto que, donde la novela gótica reactiva todo un saber sobre la «feudalidad», Los sorias lo hace sobre el funcionamiento del «estado policial»: sus formas de concebir la punibilidad de los actos, sus dispositivos de control y vigilancia, así como su «saber» en torno al dominio material del cuerpo como medio para controlar las almas (puede decirse que Los sorias comparte tales atributos con novelas políticas de anticipación como Nosotros de Zamiatin, Fahrenheit 451 de Bradbury o 1984 de Orwell). Pero no sólo esto: Laiseca propone además toda una puesta en escena del castigo y del poder arbitrario, toda una farsa en torno a lo grotesco de quien ejerce el poder.
En su curso de 1975 en el Collège de France, recopilado en el volumen que lleva el título de Los anormales, Michel Foucault utiliza el término «ubuesco», tomado del ciclo teatral pre-surrealista de Alfred Jarry, para describir «la maximización de los efectos de poder a partir de la descalificación de aquel que los produce» (1999, 12). Como categoría de análisis histórico y político, el concepto de «ubuesco» remite al carácter grotesco de todo ejercicio arbitrario del poder, de todo discurso ridículo que, desde el espacio del soberano, justifica un poder inmerecido, entre la locura y la ineptitud. A su vez, toda representación «ubuesca» del poder, naturaliza y esencializa su naturaleza: el tirano es la totalidad ilimitada e hiperbólica de toda aplicación del control y del castigo, sin necesidad alguna de contrato social, incluso sin necesidad alguna de lógica, con lo cual se demuestra que el poder puede funcionar, por medio de dispositivos racionales, desde «el otro extremo de la racionalidad» (1999, 12).
Y precisamente, así como Foucault ve, por ejemplo, en la novela gótica la restitución de un saber acerca de la feudalidad, en Ubú rey, Jarry escenifica la caída de un régimen feudal y la instauración de un estado policial de tipo fascista. Ahora bien, en Laiseca esta representación es total. La infamia del poder —la megalomanía del tirano, la locura de sus formas de control y castigo, su concepción degradante sobre lo humano— es representada en el vértigo de un equilibrio demasiado frágil, una zona de ambigüedad ideológica desde donde se torna difícil fijar una lectura política unívoca.
LA ESCRITURA DEL «AFUERA» Y EL ESCRITOR COMO TIRANO
Con la anfibología ideológica del Astrólogo arltiano, donde no podemos dilucidar si la posición de Arlt frente al delirio conspirativo es de denuncia o de complicidad, Laiseca se pone en la piel del dictador, se deshumaniza a sí mismo para recorrer esa senda de transgresión que Foucault adjudica a la «escritura del afuera» (Nietzsche, Hölderlin, Artaud, Bataille, Blanchot): la experiencia-límite donde el sujeto no se opone a la infamia, no la niega, sino que la afirma y participa de ella. Para representar la crueldad del poder arbitrario, la deshumanización del estado policial fascista (en ocasiones percibido no como una oposición a la feudalidad, sino más bien como su perfeccionamiento), Laiseca pone en escena las articulaciones de un sistema psicológico de sadomasoquismo que no sólo configura un efecto de sentido estético, sino la puesta del propio cuerpo, la autoconfiguración como «Monstruo», la encarnación de un mal en principio ajeno (el mal del tirano) a través de la exteriorización de las propias fantasías compensatorias del autor. Laiseca reproduce, en su voluntad de representar la locura del poder, una estética de sí donde él mismo se identifica con la experiencia de lo «ilimitado» del poder. Jarry dice en un epígrafe de Ubú rey:
Entonces el Padre Ubú meneó la cabeza, por lo que desde entonces los ingleses lo llamaron Shakespeare, y tenéis de él, bajo ese nombre, muchas hermosas tragedias por escrito. (1980, 7)
Y es justamente esta identificación entre el sadismo del tirano, Padre Ubú, y la puesta en escena de ese sadismo por parte de un escritor (en este caso, Shakespeare) lo que define la experiencia de la transgresión: la representación del poder implica, en algún punto, el conocimiento íntimo de su ejercicio, todo lo cual entraña el hecho de que el escritor que representa una tiranía es también, de alguna manera, un tirano. Laiseca lleva esa representación al límite mismo de la corrección política. No casualmente, en su libro Fascismo y nazismo en las letras argentina, Leonardo Senkman y Saúl Sosnowski parecen desconcertados ante la representación que Laiseca propone del nazismo en los cuentos de Matando enanos a garrotazos. Casi tentados en denunciar complicidad, los críticos afirman:
A través de un dispositivo narrativo que se vale de la sátira o la ironía para dar forma a la voz que organiza estos relatos, Matando enanos a garrotazos trata el tema del dictador y la dictadura desde una perspectiva no necesariamente denunciatoria ni crítica. Aunque a veces asoman resquicios de reprobación, el humor y ciertas ambigüedades semánticas aparecen en Laiseca como elemento distanciador respecto de la realidad representada, y si ésta alguna vez impresiona por su violencia o desmesura, sus consecuencias sobre el sentido final del texto no conducen de modo lineal hacia una condena moral, sino más bien a la plasmación de una mirada desde la que el autoritarismo puede, incluso, percibirse con una cuota de gracia. (2009, 159)
Bajo la mirada de Foucault, el sadomasoquismo en Sade, el mal y la sexualidad en Bataille, el lenguaje en Blanchot, la muerte de Dios en Nietzsche son experiencias transgresoras en tanto que el sujeto las encarna como una forma de abolición de la subjetividad, es decir, como la participación religante en un absoluto que no es un orden, sino el vértigo de lo ilimitado: «todo está permitido».
En un primer momento, Foucault (todavía el Foucault de Las palabras y las cosas) se siente tentado a definir estas formas de escritura transgresora en términos de «pensamiento del afuera» (1966): una literatura que escapa de los regímenes canónicos de representación —donde la literatura se ha encerrado en un sistema de significación sin objeto, la «pureza» ontológica de la composición y la retórica— que impugna los límites del lenguaje desde una experiencia exterior, desde un «afuera» que neutraliza los efectos hegemónicos de toda subjetividad establecida: se trata de un afuera salvaje, empírico, que se introyecta en el lenguaje como un ruido, que hace estallar el sistema de subjetividades con que el lenguaje construye al sujeto. Ésta sería, en todo caso, la literatura «moderna». Posteriormente, Foucault ha impugnado la materialidad exterior y pura de este «afuera» ideal y romántico (cfr. Foucault, 1976), remitiéndolo, es cierto, a un espacio todavía interior al orden del discurso, pero contrario a la representación sedimentada, pues la palabra «exterior» se erige en palabra de resistencia: el sujeto impugna los dispositivos de subjetividad permitiendo que «el murmullo anónimo» del lenguaje, de la experiencia, ingrese a «la casa del lenguaje», aunque bien no sea como un efecto de exterioridad, la puesta en escena de algo que se parece al afuera.
Laiseca, como Pizarnik y Lamborghini, encarna, sin duda, un momento dentro de ese «linaje del afuera» del que habla Foucault. La transgresión de su escritura propone un efecto de invasión de algo exterior al saber literario, algo que ingresa a la literatura sin ser literatura, sino un heraldo de una experiencia liminar del poder. Lleva al extremo algo que en la sociedad se construye artificialmente como un «acontecimiento», pero que, en realidad, es una forma del bio-poder, del control a través de las formas de vida.
UNA CIENCIA DEL CASTIGO
Cuando Laiseca explora la crueldad del poder, sus formas delirantes de vigilar y castigar, donde la punibilidad inventa sobre la marcha la definición de crimen para adaptarlo a la voluntad arbitraria de castigo, él mismo (como autor, como narrador, como sujeto) ejerce ese poder en tanto forma de goce: él mismo encarna la infamia del poder deshumanizado, construyendo el suplicio como un juego infantil, poniendo en movimiento toda una mátesis del sufrimiento y toda una tecnología de la penalidad, convirtiendo el cuerpo en un campo político, haciendo una investigación «científica» de la relación entre el dominio del cuerpo y el dominio de las almas.
LA ESCRITURA DE LA IRREALIDAD
Alberto Laiseca bautiza su literatura con el nombre de «realismo delirante», una forma de identificación entre un discurso donde se emula la exterioridad de la locura e incluso se la construye como una «estética de sí», un discurso donde se maximiza el poder para llevarlo a su liminaridad ubuesca, que es donde, sin embargo, encontrará toda su fuerza de «realidad». El axioma laisequeano: los efectos irreales de realidad de la historia son sólo visibles desde una cierta posición en torno a la locura. El mismo Foucault, al definir la poesía de Hölderlin, otro miembro de ese «linaje del afuera», afirma:
La literatura parece reencontrar su vocación más profunda cuando cobra nuevo vigor en la palabra de la locura […] como si la literatura, para llegar a desinstitucionalizarse, para apreciar en toda la medida su anarquía posible, se viera obligada en algunos momentos o bien a imitar la locura o bien, y más aun, a enloquecer literalmente. (1999, 73) [2]
En este aspecto, el realismo delirante de Laiseca no sólo queda, en su representación «encarnada» de la experiencia del poder autoritario, vinculado a la tradición transgresora construida por Foucault, sino que, además, proyecta la forma en que debe leerse su representación de la realidad hacia las formas del surrealismo, y, por otra parte, «riza el rizo» de la torsión mimética (de la «flexión literal») operada por Lamborghini: cancela la constante remisión política de El fiord y la eyecta hacia una exasperación referencial donde conviven todas las formas posibles de evocación, onomástica y toponimia del poder… todas, excepto, naturalmente, aquellas que apuntan a la experiencia inmediata argentina. Y es en esta omisión, en esta forclusión de aquello que en Lamborghini es exceso, donde radica el particular efecto de Laiseca para representar el poder: en su exotismo no hay guiños de disonancia argentinizante (como en La perla del emperador de Guebel), ni de disonancia intelectualista (como en Ema la cautiva o Una novela china de Aira), sino que su exotismo está situado directamente en una zona donde lo prohibido —la referencia no exótica, la referencia nacional— se presentifica en su abolición, es aquello que la escritura no puede representar y, por lo tanto, es la otredad absoluta de la representación. Ante la puesta en escena de la violencia política, la experiencia nacional es un reverso ominoso inevitable de todo significante exótico y evasivo: la Tecnocracia, China, Egipto, la Alemania nazi, todos son espacios torcidos, degradados en su mímesis, quebrados en su verosimilitud, todo lo cual apunta, precisamente, al estatuto de mascarada o enmascaramiento que implica todo su sistema de referencialidad. Los sorias, podría decirse, es, desde esta perspectiva, la gran novela sobre la dictadura: donde lo que está reprimido —el trauma que aparece abolido de la escritura, pero presentificado como síntoma— es el contexto inmediato de referencia. Si Libro de navíos y borrascas de Moyano, Respiración artificial de Piglia y Nadie, nada, nunca de Saer pueden leerse como los tres actos de un drama donde el referente coyuntural va siendo cada vez más enmascarado bajo entramados simbólicos, en la escritura de Laiseca el enmascaramiento llega a su punto de máxima disolución, de máximo borramiento.
LA TECNOCRACIA COMO IRREALIDAD, EL MONITOR COMO SUBLIMACIÓN
El personaje central de gran parte de la obra de Laiseca, y eje de Los sorias, es el Monitor, amo de la Tecnocracia, personaje que resulta un trasunto arquetípico del tirano, del gran dictador fascista, del político deshumanizado por la adquisición de un poder arbitrario y absoluto. Como Ubú, el Monitor (nombre de claras reminiscencias orwellianas: porque el infierno de Los sorias es el de 1984 y no el de A Brave New World) es la realización última del gobernante grotesco, del poder abyecto donde todos los dispositivos de control de las diversas formas de gubernamentabilidad de la historia confluyen sincréticamente en un proyecto integral de la crueldad. Una política de la crueldad donde no sólo se insiste en el dominio por medio del control panóptico de la sociedad, de la censura y de la configuración de subjetividades hegemonizadas, sino que también se exacerba una necesidad de labilidad en la conceptualización de lo punible. ¿Qué es el crimen en la Tecnocracia?, ¿qué es lo que debe ser castigado?
En el mundo de Laiseca no hay voluntades minuciosas de representar el crimen de la resistencia, y se nota en que no aparece una excesiva ansiedad del estado por invisibilizar toda forma de disrupción o de denuncia. Es la política de la crueldad lo que da forma a la Tecnocracia, un estado policial justificado en una concepción abierta e indeterminada de lo punible: el centro de la experiencia del poder está colocado sobre el goce del castigo más que sobre la identidad evidente de las prácticas punibles [3].
Es sólo la voluntad de castigo —con lo cual Laiseca propone toda una psicología del poder— la que define la punibilidad de una práctica. Y para construir este sistema de la crueldad, Laiseca echa mano de todas las connotaciones reaccionarias y egotistas con que se han construido los idearios vanguardistas del arte contemporáneo. El dictador es cruel porque es un artista, o bien, sólo una voluntad artística puede explicar los extremos de la crueldad dictatorial. Como Nerón, como Napoleón, como Hitler, si en algo se separa el Monitor del rey Ubú es en la voluntad de identificar el ejercicio del poder con la arbitrariedad desinteresada de un proyecto artístico. La crueldad puede extremarse en una forma de gubernamentabilidad, sólo cuando no está limitada por el pragmatismo, sólo cuando se construye, a priori, como una fuerza ilimitada.
Los sorias, en esto, ya no es la caricatura del Proceso militar argentino, sino su sublimación: las pulsiones elementales, tan abyectas como contingentes, de un gobierno militarizado, son elevadas a un valor abstracto, a un espacio de igualación donde toda censura, toda desaparición o secuestro, toda tortura, son las aplicaciones de una crueldad artística, pinceladas de una obra delirante fraguada por el dictador-artista. Si, como supone la sociología weberiana, toda religión o mitología deviene de la sublimación de los instintos básicos del hombre, la mitología del poder que construye Laiseca funciona como la sublimación final de todo autor maldito con respecto a la realidad política: si Pizarnik negaba la dimensión política de la existencia, si Lamborghini la disgregaba al concebirla como único referente posible del lenguaje, Laiseca lo eleva al emblematismo de su abstracción por medio de la extremación irreal de su materialidad: un poder tan centrado en el poder, tan purificado de la ilusión referencial y tan elevado a su propia autonomización representativa como arte de la crueldad, que deja de ser poder. Y es precisamente esta irrealidad la que Foucault identifica con los efectos de lo ubuesco: el poder representado de tal forma que se anula su materialidad de acontecimiento, su debilidad, su contingencia, su posible instancia de anulación.
LEJOS DE LA ALEGORÍA, LOS SORIAS
Los sorias, obra transgresora en su construcción del poder no como objeto de la representación literaria, sino como horma de la propia práctica literaria, impugna los límites de un saber esclerotizado acerca de qué se puede hacer con la literatura. Como decían los literalistas a comienzos de los setenta:
Cuando la palabra se niega a la función instrumental es porque se ha caído de la cadena de montaje de las ideologías reinantes, proponiéndose en ese lugar donde la sociedad no tiene nada que decir. (en Literal, 1973, 13)
Y es precisamente a esa «instrumentalidad» a la que apunta Laiseca, aunque, lejos de los pragmatismos ideológicos de los setenta, tal «instrumentalidad» se sublima hacia un anti-realismo donde el poder ya no es representación, sino una forma de poder en la literatura, un poder literario. Laiseca, el Wagner de la literatura argentina, no concibe el poder como un objeto externo sino como una experiencia subjetiva de la cual la escritura es su espacio de realización, la instancia de su entidad como acontecimiento. Lejos de la alegoría, lejos de la remisión: Los sorias es el síntoma de un sistema literario que comienza a concebir un «afuera» de la representación, un desprendimiento de la escritura en relación a la experiencia remitida, para reconstruir el acontecimiento desde adentro: algo que comienza a operarse con Lamborghini y Perlongher, y que Laiseca viene a extremar. Los sorias es la dictadura, es el poder, es el funcionamiento integral del estado policial y de los dispositivos disciplinarios de vigilancia y castigo. Para dar cuenta del poder, Laiseca tuvo que encarnar a Ubú, tuvo que exorcizar el goce del poder dentro de sí mismo.
La obra de Laiseca es un instrumento de impugnación del saber académico a partir de un repliegue de los efectos de veridicción en la representación del poder. La impugnación desconstruye la oposición entre el sujeto que representa al poder y el poder como objeto representado: Los sorias es la representación del poder mediante la construcción de un universo autónomo de poder, mediante el ejercicio minucioso del mismo. La escritura ya no es aquí la puesta en escena de un objeto externo a sí misma, sino que es, como dice Foucault en La vida de los hombres infames, el «fruto del desorden, el ruido y el dolor, el trabajo del poder sobre las vidas, y el discurso que en ellos se origina» (253): Los sorias es, con su hipergrafía y su incapacidad para anclar un orden ideológico de la representación, una muestra del poder vivo, indeterminado, aplicado más que simbolizado.
NOTAS
[1] Tras la experiencia del Proceso Militar hay un amplio sistema de textos que ficcionalizan o reinterpretan los fenómenos del fascismo y el nazismo. Este interés funciona como estrategia simbólica para dar cuenta de la inmediata realidad socio-histórica nacional, tanto en lo que respecta a la dictadura como al complejo fenómeno del peronismo. En este sistema podrían mencionarse desde algunos cuentos de Osvaldo Lamborghini como «Sonia (o el final)» (1979) y «Sebregondi se excede» (1981), Respiración artificial (1980) de Ricardo Piglia, Cola de lagartija (1983) de Luisa Valenzuela y La novela de Perón (1985) de Tomás Eloy Martínez hasta Los demonios ocultos (1987) y El viajero de Agartha (1989) de Abel Posse, La astucia de la razón (1990) y La sombra de Heidegger (2005) de José Pablo Feinmann, y La matriz del infierno (1997) de Marcos Aguinis (cfr. un balance completo en Senkman-Sosnowski, 2009). Sobre el caso particular de Cola de lagartija (publicada en 1983 en Argentina, pero escrita en 1981), cabría colocarla, con Los sorias, en una misma línea de novelas «ubuescas» en torno a la experiencia histórica argentina. Resulta aún más pertinente si se recuerda que Matando enanos a garrotazos (libro de cuentos de Laiseca que anticipa plenamente la sátira dictatorial de Los sorias) fue publicado en 1982, con lo que esta línea «ubuesca» podría leerse, en principio, como una vertiente dentro del alegorismo político que va desde fines de los sesenta, con El fiord, y llega a extenderse hasta comienzos de los noventa con La ciudad ausente. Cabría preguntarse si, en este caso, Laiseca podría incluirse en esa nómina de «autores de la guerra sucia», como los denomina Jorgelina Corbatta, y entre quienes se incluiría, junto a Saer, Puig y Piglia, la propia Luisa Valenzuela.
[2] «La locura y la sociedad» en Estética, ética y hermenéutica: Obras esenciales III. Barcelona: Paidós, 1999. pp.73.
[3] Recordemos cómo en Por favor, ¡plágienme! se introduce una constante ambigüedad en la representación del plagio y de la creatividad pura: mientras en ocasiones se describe los castigos establecidos para los plagiadores, en otras se exponen los castigos destinados a quienes no plagian.
BIBLIOGRAFÍA
CONTRERAS, Sandra (2002) Las vueltas de César Aira. Rosario: Beatriz Viterbo.
DRUCAROFF, Elsa (1995) «Osvaldo Lamborghini: la necesidad de un acto» en Espacios de crítica y producción, N°17. pp.36-40.
———- (1997) «Los hijos de Osvaldo Lamborghini» en JITRIK, Noé (comp.) Atípicos en la literatura hispanoamericana. Buenos Aires: Instituto de Literatura Hispanoamericana. pp.145-154.
FOUCAULT, Michel (1966) «La pensée du dehors» en Critique, 229 – Junio. pp.523-546 [en castellano: El pensamiento del afuera. Valencia: Pre-Textos, 2000]
———- (1976) «L’extension sociale de la norme» en Politiques-Hebdo, 212 – Marzo.
———- (1997) Il faut defendre la société. Cours aut Collège de France. 1976. París: Gallimard-Seuil.
———- (1999) Les Anormaux. Cours au Collège de France. 1974-1975. París: Gallimard-Seuil.
———- (1999) «La locura y la sociedad» en Estética, ética y hermenéutica: Obras esenciales III. Barcelona: Paidós. pp.73.
HEREDIA, Pablo (1997) «Narrar la escritura: los discursos de lo Real. Un recorrido cronológico por principios de los 80» en TRAMAS, para leer la literatura argentina, Vol. II, N°6. Córdoba.
JARRY, Alfred (1980) Ubú rey / Ubú encadenado. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina.
KURLAT ARES, Silvia (2006) Para una intelectualidad sin episteme. El devenir de la literatura argentina (1974-1989). Buenos Aires: Corregidor.
LAISECA, Alberto (2004) Los sorias. Buenos Aires: Gárgola.
LITERAL (1973) «No matar la palabra, no dejarse matar por ella» en Literal, 1. Buenos Aires: Siglo XXI. pp.5-13.
SENKMAN, Leonardo / SOSNOWSKI, Saúl (2009) Fascismo y nazismo en las letras argentinas. Buenos Aires: Lumiere.
____________
* José Agustín Conde De Boeck es Licenciado en Letras por la Universidad Nacional de Tucumán (Argentina), donde trabaja como investigador becado por el Consejo Interuniversitario Nacional. Es especialista en literatura argentina contemporánea y ha publicado numerosos artículos sobre el área en actas de congresos, revistas especializadas y revistas digitales. Actualmente, su tesis de grado sobre la obra de Alberto Laiseca se encuentra en trámite de publicación.