Literatura Cronopio

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Descorchadores de champan

DESCORCHADORES DE CHAMPÁN

Por Enrique Ferrari Nieto*

Lo mejor de las charlas distendidas es que no hay guión, y uno no sabe dónde puede acabar después de tanta vuelta, con ese punto de osadía con el que nos atrevemos cuando estamos entre amigos. Otras conversaciones están más encauzadas, y es difícil sorprenderse a uno mismo, pero estas otras, en las que se arriesga un poco más, son siempre imprevisibles, y entre la morralla que saca el propio diálogo queda, por lo general, alguna idea jugosa, inesperada, que te justifica ese tiempo a la bartola. Siempre es un aliciente la propia desorientación de la charla. Pero lo que me resulta perturbador es que nos falle tanto el punto de partida, y que descuidemos el tono, esa ironía que es la que a la larga nos puede dejar salir con cierta elegancia, y entremos al trapo con tanta facilidad. Porque cada vez somos más suspicaces con todo, con la política, con la ciencia, con el arte, pero nos falla ese espíritu crítico con el modo en que hemos recibido la información con la que estamos discutiendo. No pasamos ni una, dispuestos a no tragar con nada, a convertirlo todo en sospechoso; pero nos creemos —o aquí nos relajamos, y nos olvidamos de desconfiar y de dejar una distancia prudencial— que la información que nos ha llegado de un tema es el tema mismo, entregado sin mácula, candoroso y sincero, traído por alguna alma caritativa expresamente para darle caña en nuestra conversación.

Quizá también esto habría que pensarlo con más calma, y darle otra vuelta. Pero, en principio, es Don Quijote, con esa tara evidente, incapaz de distinguir lo real de lo imaginario, el que le dice a Sancho, después de embestir a unas ovejas, que un hombre no es más que otro si no hace más que otro. Se palpa las muelas que le quedan después de otra paliza, de las pedradas de los pobres pastores, y le suelta a su escudero esa frase rotunda, tremendamente obvia, que es de lo mejor que he leído nunca, como una fórmula ética elemental, de mínimos, que no quiere perderse en justificaciones enrevesadas. Con tantas lecturas encima, Don Quijote no es capaz de distinguir un rebaño del ejército del emperador Alifanfarón, pero confía, sin ser consciente todavía de su locura, en aquello de que cada uno es hijo de sus obras: de que pisa un terreno firme, que se puede trazar una línea recta entre lo que uno ha hecho y lo que puede recibir a cambio, o al menos entre lo que ha hecho y lo que es. Pero ahora que nos manejamos con tantas realidades superpuestas sin poder fijar ninguna, que nos hemos obligado a una dosis de escepticismo tan brutal, ya ni siquiera deberíamos creernos, sin más, que eran ovejas lo que atacaba Don Quijote. O, al menos, deberíamos desconfiar del escenario. De hecho, tal como están las cosas, no tendríamos que creernos casi nada, que es la advertencia que ya les he oído a unos cuantos tipos brillantes; aunque lo que recuerdo ahora es una entrevista a Umberto Eco, de hace un tiempo, en la que reconocía sentirse más cómodo, más seguro, con lo que sabía de la Edad Media que con lo que sabía de estos primeros años de nuestro siglo, con ese descreimiento de semiótico nada ingenuo ante el grosor que han alcanzado los intermediarios en la transmisión de la información: demasiados intereses, y filtros, e intérpretes como para esperarse un buen puzle montado sin gresca que pueda explicarnos una realidad que está compuesta de acciones, pero también, y confundidos con las acciones, de simulacros, como decía Baudrillard. Y eso, lo queramos o no, tiene que repercutir de algún modo en las estrategias de acción, que seguro que saben de caminos más cortos para dar con la imagen que quieren que el convencional de la causa y el efecto, que aquí se tambalean.
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Hace tiempo estuve comiendo con un hombre que, de chaval, con 18 ó 20 años, estuvo trabajando un tiempo de descorchador de champán en un puticlub de Logroño. Me contaba que él sólo tenía que abrir las botellas, nada más, limitado por una estrategia de tiempos calculadísima: el suyo era el instante de abrir la botella, cuando lo llamaban para descorcharles el champán a la prostituta y al cliente, para luego desaparecer, y no saber nada más de lo que allí ocurría. Y mientras le escuchaba sentía que esa impresión la hemos tenido que tener todos, aunque a veces bajemos la guardia, cuando hemos querido informarnos de algo, o simplemente nos ha llegado esa información: de perdernos la mayor parte del recorrido de la noticia, y no saber casi nada de ella, y cada vez menos, con estrategias tan toscas como lo último en las ruedas de prensa: no permitir a los periodistas que pregunten, para que sean sólo voceros, y se limiten a hacernos llegar las palabras textuales de quienes los han convocado, para no correr riesgos con lo que han decidido contar, cada vez más temerosos de lo que una buena pregunta pueda sonsacarles. Como si también quisieran hacer del que quiere informarse el descorchador al que se le llama para hacer del instante menos sórdido lo único que puede ser conocido, algo muy básico, para tomar posiciones luego en la charla. Como si todos estuviésemos invitados a esa copa de champán, y luego a otra, y a otra, o al menos a tenerlas delante, en una repetición insoportable que acaba siempre ahí, y que reemplaza a una realidad inabarcable en la que no hay quien entre. Así que habrá que volver a aquello de que nada existe y demás, que decía Gorgias, y tener más cuidado con el champán, porque los temas enseguida se multiplican.
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* Enrique Ferrari Nieto es doctor en Filosofía y licenciado en Filología Hispánica. Es autor de Diccionario del pensamiento estético de Ortega y Gasset y coautor de Educación plena en derechos humanos. Trabaja como profesor en la Universidad Internacional de La Rioja (España) y como investigador externo en la Universidad de Friburgo (Suiza).

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