LA PUERTA DEL SOLAR
En pleno baldío, el marco de una puerta posaba erguido. Sin puerta y clavado en el piso, hacía de portal entre la nada y la nada. Jambas de ébano sosteniendo un dintel; delimitando el espacio de una entrada, de una salida.
Camino a través del umbral y de improviso reparo que una puerta ocupa el espacio dentro del marco antes vacío: sellado portal entre baldío y más baldío. Prosigo en el sentido que el marco indica, que la puerta indica. Una puerta ha brotado de un marco sin puerta y ahora siento la presencia de acompañantes, de dos acompañantes que caminan a mi ritmo y que me escoltan de lado y lado. Atravesado el umbral se formaron alféizares y una puerta de ébano; de ellos, dos paredes que se extienden como pasillo a mis costados. Doy un paso y ellas crecen la longitud de mi zancada, avanzo y ellas avanzan; concreto que brota de concreto que brota del marco de una puerta en un baldío.
Pienso: «La vida de oficinista, las obras de Freud; qué cosas».
Los muros se detienen en su recto desplegarse y giran en direcciones opuestas. Por afuera, dos ángulos rectos han de haberse formado, y yo no los veo, no los veo. Se intenta escapar de un pasillo que aprisiona, se dobla a la derecha, y uno se da cuenta que la pared persigue, que la pared dobla, que el muro aun te roza el hombro; que la otra masa viviente, la pared izquierda del pasillo, a su vez imita tu recorrido como reflejo de espejo. El concreto que me acompaña, que me roza el hombro derecho, la otra pared que se aleja de nosotros.
Pienso: «El fútbol a las ocho, las cervezas, los compadritos».
Entonces un súbito cambio de velocidad; transeúnte que advierte al encapotado, Oliver Atom que esquiva al defensa: virar de nuevo a la izquierda y sentir que todavía te respiran sobre la nuca, ver el muro de allá ahora paralelado, que corre en la misma dirección, que te vigila desde lo remoto. Y a mí que no se me aceleraban las pulsaciones, que no me sudaba la frente; yo, hundido en una calma—o mejor dicho, marasmo— tallada por las horas y por los días, por las semanas y por los años. Una calma falseada por el tiempo y por la oficina, por el inextinguible grito de Don Augusto, por el inextinguible presente.
Yo que me detengo. Yo que me volteo y veo la formación de un cuarto detrás de mí. Seis paredes y una puerta de ébano. Seis paredes grises que en realidad son dos; dos paredes que nacieron como pasillo del marco de una puerta en pleno baldío. Yo que me volteo, que giro sobe mi propio eje, que veo las paredes seguir su recorrido sin mí. Y saber de improviso qué acaecerá, y el corazón que no se acelera, la adrenalina que no se secreta (¡la misma resignación que se produce ante la inexorable muerte!): ver a los paralelos muros el uno desviarse abruptamente hacia la derecha y el otro hacia la izquierda, verlos enfrentarse el uno con el otro. Y saberme encerrado, encalabozado. Y pensar: «El Flaco va a tener que jugar, a ver si no se rompe».
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* Sergio Mario Del Risco es barranquillero, estudiante de último año de secundaria radicado en Bogotá (Colombia). Recientemente concluyó su primera investigación académica, titulada Historias de Cronopios y de Famas o una liberación del lector.