PALABRA CADABRA
Por Alexandra Cárdenas*
Parecía de cobre la luz de aquella tarde. El inicio oficial del verano nos lo íbamos jugando a cara o cruz con el lunes de cada semana, mientras esperábamos mirando por la ventana una ciudad a la que ya no le quedaban casualidades. Eran días de aburrimiento crónico, miradas y bostezos sincronizados. La etapa terminal de un invierno sin ganas de morir.
¿Cartas de amor? No, no eran necesarias, todo lo que había que decir se escribía por cuenta propia en las paredes que, valga mencionar, eran más de cuatro. Aquello se hacía por medio de un mecanismo sencillo y bien estructurado. Nosotros no lo planeamos así. Fue un sábado tal vez, de esos en los que tumbados en la cama se nos evaporaba de la cabeza el concepto del mundo externo al nuestro. Lo más probable es que hubiésemos tenido un par de tazas de café en el piso o sobre la mesita de noche. No lo recuerdo del todo, sólo sé que debieron estar ya casi vacías cuando todo comenzó.
Hablábamos por hablar, sólo en los huecos de silencio que quedaba entre los besos. Soltábamos alguna frase aleatoria, tal vez sin sentido de la veracidad pero alto nivel estético, que volaba coqueta y se evaporaba dejando un aroma a rosas. A veces, de nuestros labios estallaban cúmulos de verdades fangosas que arrastraban su pesadez hasta desaparecer tras de la puerta, dejando sólo su estela de humedad inesperada. Había también palabras huecas y huecos en cada palabra; frases encarceladas entre signos de interrogación, que no hacían más que rebotar en todas las superficies, hasta desintegrarse y transformarse en un alergénico polvo.
Había párrafos enteros de monólogos pesados, longevos; esos se quedaban un poco más, caminaban en círculos por toda la casa, hablando consigo mismos, arrugando la frente, frotándose las manos, hasta que de pronto, les perdíamos el rastro sin entender a dónde iban cuando morían. Y sin embargo lo hacían. Todas las letras perecían al final, producto de una vida breve nos abandonaban, dejándonos de nuevo solos, condenados a seguir creando palabras para acompañar nuestra monótona existencia.
Aquel día fue distinto. Todo comenzó con una frase caricia, de esas que no tienen otro objeto que hacerla de flecha de Cupido, y como tal emprendió el vuelo errático, hasta que una pared le detuvo el impulso y al colisionar con esa superficie plana reveló su morfología y se quedó grabada en la pared como un tatuaje en tinta china. Los dos nos quedamos prendidos de aquello, mirándonos estupefactos, pensando que el otro tendría la respuesta de lo que pasaba, pero no había nada que decir, así que nos levantamos cautelosos, acercando la mano temblorosa hacia el cuerpo del delito: quemante, indeleble, ilógico, perpetuo, así yacía aquel «te amo» en el borde superior de la pared que enmarca la ventana.
Ese fue el primero de muchos, poco a poco se nos volvió costumbre ver fragmentos de nuestras conversaciones escribiéndose en las paredes, hasta llenar cada rincón con pedazos de nuestra historia. No todas las palabras tenían tal suerte, por supuesto, aunque no estábamos muy seguros del mecanismo de selección. Suponíamos que tenía que ver la intensidad con las que las articulábamos, o tal vez su origen en una parte remota de nuestro inconsciente. Lo cierto es que ahí estaban: en cada rincón, en el baño, la cocina, la alcoba; bordeando los límites entre suelo y cielo. Yacían como testigos eternos de aquellos días en un universo alterno.
Al principio podíamos leerlas a nuestro antojo. Luego fueron tantas que escritas unas sobre otras formaban masas densas e ilegibles. Adjetivos enredados con sus antónimos; verbos en tiempos que no les correspondían, nombres propios e impropios sin un sujeto a quien representar, y sin embargo, dentro de aquel perfecto caos literario podía encontrarse algún sentido si se le prestaba la importancia debida al mensaje que siempre va escrito entre líneas. Detrás de todas las formas de escribirla, existía como una eterna página en blanco, nuestra verdadera historia.
Es por eso que ya no había más cartas de amor. No eran necesarias. Sonreía al pensar esto mientras soltabas una nueva palabra caricia con el tino justo para estrellarla en el interruptor de la luz y hacer que esta, por fin, se encendiera.
PROLONGACIÓN INFINITA DE UN INSTANTE
Bajo la ventana para sentir por un momento el viento fresco sobre mi piel. Extiendo mi mano fuera del vehículo y dejo que la ráfaga empuje mis dedos hacia atrás, como si quisiera devolverlos un poco hacia el pasado, un poco más hacia atrás, pero continuamos en marcha. Miro de lado y permaneces con la mirada fija en el volante. La brisa apenas si te roza los cabellos y la mejilla pero no dices nada. Tienes los ojos puestos en el horizonte, aunque pareciera que conoces de antemano cada curva y cada irregularidad de la carretera.
Nos encontramos entre dos franjas, entre la frontera que separa al día de la noche y el asfalto que separa el antes y el después. Nos vamos guiando por las líneas del pavimento, tú conduces siempre, a mí nunca me ha gustado y lo sabes, no protestas porque disfrutas tener el control. No podría ser de otra forma. Nuca ha sido de otra manera. El atardecer en su último suspiro se balancea con un movimiento perpetuo sobre nosotros. Hemos perdido la noción del tiempo. Hace mucho que no sé cuánto llevamos en marcha y a decir verdad, ninguno de los dos recuerda con exactitud hacia dónde nos dirigimos.
Todos los viajes tienen en común esa ansiedad anticipatoria que revuelve un poco el estómago, provocada por el deseo de llegar a algún sitio. Se sabe siempre que el desplazamiento es temporal. Uno clama con toda seguridad que eventualmente terminará y en eso radica la belleza del movimiento: en su segura finitud. Después de todo ¿Qué sería de nuestras vidas sin esa certeza narrativa de un principio y un final?
Pero decidimos hacer las cosas a nuestra manera. Al momento de partir, nos montamos en el coche por impulso a sabiendas de que ya no seríamos poseedores de ninguna certeza. Siempre tuvimos la huida en mente, aunque sabíamos que el escape era abrirle las puertas a un abismo desconocido.
En el lugar de donde venimos nos dijeron que más allá no encontraríamos nada. Que debíamos permanecer para siempre entre las ruinas de un sueño, entre las ruinas de nosotros mismos. Debíamos hacer como todo el mundo y dejar que el tiempo nos fragmentara cada día más.
Intentamos seguir vivos entre sus calles aberrantes y toscas; entre los habitantes de un pueblo en el que nadie se miraba al espejo y todos miraban la ventana del vecino esperando encontrar en ella el pedazo de vida que habían perdido. Buscábamos rincones en el invierno para enterrar nuestras manos y congelar lo poco de voluntad que nos quedaba. Nos aferrábamos a la promesa de encontrar el atardecer más memorable de la tierra que nos haría renacer. Pero era imposible. Los caminos retorcidos nunca han llevado a nadie a ningún sitio agradable.
No es que Anna Karenina hubiera tenido un plan para arrojarse a las vías del tren. A mí tampoco se me habían ocurrido los detalles del plan hasta que una tarde de abril, apenas ver tus ojos me di cuenta que de cualquier manera, si existía un destino, debía estar dentro de ellos. No había vuelta atrás.
Nos fuimos acostumbrando de poco a no ver vida a las orillas de la carretera, a no sentir frío, calor o hambre. Si algo nos quedaba por sentir a veces era el deseo de aparcar de cuando en cuando el coche y hacer el amor a un lado del camino. La primera vez con precaución de los mirones que imaginábamos podrían pasar junto a nosotros. Luego con la calma de quien ha perdido el reloj y con él las ganas de encontrarlo. Fue así que descubrimos que podíamos parar, pero nunca volver hacia atrás, aunque a decir verdad, no nos ha dado nunca por intentarlo.
Alguna vez pude jurar que vi a un par de individuos a lo lejos. Con sombrero de bombín, sentados bajo las ramas de un árbol seco y mirando a la luna. Me recordaron una obra de teatro que vimos juntos alguna vez. Ese día me dijiste que te parecía absurdo el argumento, que la vida no podía tratarse de sentarse a esperar a que llegara alguien. Decías que haberlos visto en ese estado de inmovilidad te había provocado levantarte y salir corriendo, pero no lo hiciste, te quedaste hasta el final y luego no volviste a decir nada más. Creo que nos hicieron un gesto de saludo al vernos pasar. Pero no podría asegurar que la visión no haya sido producto del sueño.
Yo a veces dormía mientras estábamos en marcha, sin poder distinguir por supuesto, la longitud de mis siestas que podrían haber durado diez minutos o diez años. Como cuando tú cerrabas los ojos después de hacer el amor y te quedabas inmóvil por un rato. La verdad es que no hablábamos mucho. Los dos éramos conscientes de la situación pero a ambos nos daba miedo romperla con el conjuro de las palabras. Si la eternidad consistía en aquel árido camino, parecíamos dispuestos a recorrerla. Porque después de todo, de no haber sido así, hubiéramos sido condenados a ir persiguiendo al olvido durante todas nuestras vidas, y ese también es un camino sin retorno.
Cada tanto volteabas a mirarme y me sonreías con toda la intensidad de nuestro tiempo prolongado. Era tu manera de fragmentar la existencia en pequeñas líneas, como el bordado de líneas amarillas en el asfalto frente a nosotros. Yo me conformaba con mirar al cielo buscando la estrella polar o a Venus que nos alumbraba desde su cúpula gris sobre un cielo rosado, sin atreverse nunca a descender del todo.
—¿Sabes cuál es la única diferencia de nuestra vida anterior?
—¿Cuál es?
— Que antes éramos dos líneas paralelas que viajaban siempre al mismo ritmo condenadas a no cruzarse nunca. Y después de ese salto mortal podemos abrazarnos de vez en cuando.
Sonríes y vuelves a tomar el control. O por lo menos a fingir que lo tienes, mientras extiendo mis piernas sobre el tablero y finjo yo también que me dejo guiar. Como si hubiera en realidad alguna ruta. Como si de verdad deseáramos llegar a algún sitio. Como si no hubieras encontrado la felicidad en la prolongación infinita de un instante. Supongo que en algún momento decidimos representar nuestra propia versión del viejo argumento de teatro añadiéndole, únicamente, el movimiento.
Sé que podríamos haber parado, sentarnos sobre una roca y tomar un respiro, pero sólo los que esperan algo encuentran sosiego en permanecer inmóviles. Nosotros hace mucho tiempo que no buscábamos nada, después de todo, esperar por el destino y correr detrás de él son la misma cosa.
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* Alexandra Cárdenas (Chihuahua, México, 1988) es médica y escritora, actualmente se encuentra realizando la especialización en Psiquiatría. Su formación profesional incluye cursos de psicología, asistencia a talleres literarios, y diplomados en teatro y dirección escénica. En su tiempo libre administra su blog literario: El café de las tres (https://www.facebook.com/ElCafeDeLasTres). Ha participado en publicaciones digitales como «Revista el humo», «Revista Ombligo» y el foro universitario «Expresarte». Ha escrito para la sección de arte en la revista «FM–Siglo XXI de Ciencia y Arte», así como en columnas de periódicos locales. Recientemente seleccionada en el «I Concurso de Cuentos Breves Palabras al Vuelo» (Lanzarote–España) para formar parte de la antología del mismo nombre, así como en la edición de una antología narrativa en la editorial independiente «la cartonera». Entre sus proyectos actuales se encuentran la edición de un compendio de cuentos y un poemario.