En este último aspecto, unas eran muy delgadas y desde el punto de vista de sus propios y mitómanos esquemas personales evolucionaban o quizás sea mejor «involucionaban» desde una ortorexia compulsivamente obsesiva, pasando por una decadente anorexia hasta llegar al deplorable estado bulímico en donde las veíamos reclinadas vomitando sobre la tasa del baño. Otras, frecuentaban con asiduidad manjares que hubieran sido prohibidas para las anteriores, y lo hacían al menos en tanto su cuerpo no se volvía gordo y grasoso.
El narrador omnisciente habla entonces de una mitomanía cada día más representativa en distintos tipos de mujeres que justamente le venían a tocar en suerte al aguerrido galán.
En lo espiritual, ellas eran hijas de una educación religiosa y social que las llevaba a misa todos los domingos acompañadas por Juan de Dios. Me llama la atención la reflexión dogmático-teológica del narrador en torno al tema de la eucaristía católica, tema tan superado hoy hasta por los propios ministros de la ortodoxia romana, que me lleva a pensar en una falta de libertad de conciencia por parte del escritor que si bien se la atribuye a Juan de Dios parece subsistir en él también.
En el plano intelectual, Quintana Tejera aprovecha la ocasión para hacer lo que mejor sabe hacer: ironizar en torno a los malos libros de literatura que llenan los estantes de las librerías y hablar también de lo que muchos denominan «barniz de cultura», superficial barniz que desaparece en cuanto desparece la influencia que sobre esas mujeres ejercía la actitud rectora del conocido seductor.
Harold Robbins y Cuauhtemoc Sánchez son objeto de crítica primero; luego Paulo Coelho y, por último —cuidadoso guiño al lector—, algunos o algún ganador de premios literarios otorgados por una editorial de supuesto prestigio. Es cierto que menciona ejemplos que deberían ser importantes —estamos de acuerdo con Thomas Mann y García Lorca— aunque no tanto con otros nombres allí proporcionados.
Transcurre una temporalidad muy al modo «Rabelais» junto a Carolina: «Dos años, ocho meses y diecisiete días» [13] Pero fueron tiempos irrecuperables, porque Carolina ya no quería estar con Juan de Dios. La descripción que se hace de la joven es devastadora: «Carolina era bella, aunque vacía; con una alegría prestada que se componía de chistes aprendidos en la tediosa escuela de Internet. Era patética, mentirosa, inestable, traicionera y enemiga de la fidelidad, pero, ¡cuánto la amó!» (p. 26) Obsérvese el contraste entre la manera de ser de la fémina y el sentimiento despertado en el personaje. Y siguió amándola después que el psicólogo nada consiguió y este mismo psicólogo terminó perdidamente enamorado de ella.
Siguen otros acontecimientos: Carolina no quiere ver a Juan por varios días y se acuartela en su casa; Carolina quiere viajar «sola» a Europa y Juan saca dinero de donde no lo tiene; Carolina poseía una especie de amante —Miguel Ángel— que no tuvo el valor ni el capital para acompañarla a París; Carolina cambia radicalmente de actitud y quiere ver a un especialista para salvar su pareja.
El tono dominante es el cinismo, de eso no hay duda alguna; y lo decimos desde una observación externa del fenómeno; quien está metida en el proceso no lo ve tan claro. Y Juan de Dios no lo vio.
Se introduce entonces al personaje que da nombre al relato y se nos cuenta lo suficiente de su vida.
1. Un hombre joven que daba una buena impresión al principio de conocerlo.
2. Ocultaba sus emociones.
3. Había sido educado en un colegio marista en donde pudo escapar apenas de un conocido pederasta.
4. Se inclinó por la psicología y estudió serenamente durante varios años.
5. Se tituló sin estar convencido de nada, y menos de su propia profesión.
6. Se casó muy joven, pero fue abandonado muy pronto y desde ese día Armando conoció la soledad.
Buscó en sus pacientes a la sustituta de Isabel, su mujer y no la halló, hasta que un día llegó a su consultorio Carolina: «Quien le venía a contar lo imbécil que era su marido y lo cobarde que había sido su rotoso amante» (p. 29)
En la voz del narrador aparecerán, a partir de este momento, muchas historias entrelazadas. Bástenos con saber que Carolina abandona o, por lo menos, deja de ver regularmente a Juan, seduce a Armando para que la acompañe a París. Y en determinado momento del relato la voz que cuenta los hechos nos dice que hace mucho tiempo que no ha visto ni a Armando ni a Carolina, pero por lo poco que sabe de ellos entiende que ambos continúan en la misma dirección de sus vidas: engañando al otro y tratando de sacarles partido a su favor en todo momento.
Además, una inesperada metadiégesis vuelve a colocar a Armando ante dos amores que pierde simultáneamente en brazos del desconocido que aparece en el relato para darle el golpe de gracia al desubicado psicólogo: la mujer que venía por ayuda no responde a las insinuaciones seductoras de Pérez Ururtia y el marido de ésta finalmente la abandona para irse con otra fémina que precisamente era una seria candidata al amor de Armando.
Como puede observarse el narrador se involucra en una suerte de maraña narrativa con el objetivo de llegar hasta el final del relato en donde quedará definido el grado de mitomanía que caracteriza a Carolina y a Armando. Ambos se han valido del «otro», han usado a sus semejantes para dar cauce al desarrollo de sus mentes enfermas.
Los personajes que aparecen en este cuento poco a poco se han ido difuminando para dejar su sitio al psicólogo y a la mujer de pelo ensortijado. La visión del psiquiatra al comienzo es muy fugaz, así como también la referencia al único matrimonio de Juan de Dios. En cuanto al propio Juan de Dios, éste existe para ser utilizado y explicado en su relación tormentosa con Carolina. Cuando ella lo abandona él deja de existir como personaje y se transforma tan solo en un recuerdo, vuelve a ser el ente de ficción que —lo suponemos al menos— ha de regresar a su condición virtual para continuar esperando la muerte desde su circunstancia de inocente seductor.
Carolina ha sido vista por el narrador omnisciente, besándose con un hombre muy joven. Resaltamos aquí la capacidad creadora del escritor que permite que su narrador heterodiegético [14] adopte —al menos por un momento— su carácter de homodiegético convirtiéndose en un personaje más del relato. En verdad, ya lo era como dice Vargas Llosa al sostener que el narrador es el personaje más importante de todo relato, porque sin él nada tendría sentido [15].
Por lo tanto, este narrador que se involucra con lo que ha visto, se atreve a aventurar la hipótesis de que Carolina ha suspendido, al menos momentáneamente, la tarea de la seducción del otro y está entregada a la búsqueda de un amor momentáneo con un hombre de su misma edad. Queda claro que esta joven manipuladora ha presentado las características que definen a una forma de mitomanía en lo que tiene que ver con la conquista y posterior seducción de hombres mayores de cuarenta años. Ella sabe cómo influir en ellos, dominarlos y sacarles provecho económico.
El narrador concluye:
«Estas voces que hemos escuchado reflejan el drama universal de la muerte y la desazón. Oremos con ellas por un universo mejor en donde las carolinas y los armandos sean un poco menos cínicos y que al entregarse al juego de la simulación —que tan bien practican— no se lleven por delante y en empuje siniestro a quienes tan sólo han sido juguetes de su obsesión» (p. 33).
El narrador define así dos grandes antagonistas: los seductores y los seducidos; los expertos mitómanos y los que no lo son tanto. Eleva una especie de oración pagana en la que ruega al dios, a ese dios tan mitómano como sus creyentes, que las carolinas y los armandos hagan el menor daño posible a los incautos que caen en sus garras. Si en el amor todo se vale es necesario moverse con mucho cuidado, porque el mal que hoy provocamos mañana puede revertirse. Juan de Dios y Armando fueron víctimas de Carolina; en el consultorio del psicólogo muchos incautos mordieron el polvo también; ¿cuándo le tocará a Carolina pagar con la misma moneda con que ella ha tratado a los demás? El relato no lo dice, pero todos sabemos que la venganza la aguarda en algún oscuro rincón del planeta en que habita.
«Dios ya no duerme»
Es un breve cuento que encara el tema teológico, muy a la manera como Quintana Tejera se lo imagina. No se trata de un dios cualquiera y así lo anuncia en el epilogo:
¡Oh suprema divinidad que a todos
nos contienes!
¡Cáliz eterno que alimenta el advenedizo
corazón del hombre!
déjame vivir un día más.
Permíteme acceder al don escurridizo
de la duda para gritarte al oído
mi aterradora verdad. (p.91).
Advierto reminiscencias del viejo panteísmo goetheano, que al escritor le ha gustado encontrar en los viejos textos del dramaturgo alemán del siglo XVIII. Esa divinidad nos contiene a todos y el cáliz eterno es el que alimenta el cambiante corazón del hombre. No deben confundir al lector los préstamos que el escritor toma de la tradición católica, lo hace únicamente como un adorno estético que le viene a buen recaudo para expresar sus sentimientos hacia esta curiosa divinidad.
El cuento tiene como personaje a Mario Campsa Valdivia, el conocido personaje de la narrativa de Luis Quintana, por lo cual se recurre nuevamente al auto intertexto y a las reminiscencias nostálgicas que el solo nombre del protagonista provoca en el narrador. Campsa Valdivia fue protagonista de «Una historia de amor» en el primer libro de cuentos citado supra; allí los amores por Adriana nos hicieron sufrir a la par que él y aún en un relato lírico posterior de Lecciones continúa aferrado a la imagen de la mujer amada y le dedica un poema de su creación; me refiero a «Adriana, monólogo obsesivo del presente» que se halla después de este cuento que estamos analizando.
La anécdota es muy sencilla y los personajes se reducen tan solo a tres: Mario, Dios y Daniel Rendón.
Desde el punto de vista del estilo, primero habla un narrador omnisciente y segundo le cede la palabra a Mario Campsa para que él relate la anécdota de los aviones.
En posición de focalizador cero el narrador habla de temas teológicos que arrancan de su propia concepción del mundo y que en nada se parecen a ninguna religión o, al menos, a ninguna religión moderna de los últimos tres siglos. Habla de fatalismo, de superstición, de mito, de libre albedrío derrotado por posiciones antiguas, etc. Y por fin aterriza en el peligroso tema de una divinidad caprichosa que ha decidido que hoy, precisamente hoy, debe morir Campsa Valdivia. ¿Y todo por qué? Simplemente porque ese mismo dios «se levantó de mal humor en aquel amanecer cósmico» (p. 93).
Y dice el narrador transformado en un improvisado conocedor de las cosas divina: «Sólo el poder de la oración puede hacer que una decisión suprema pueda dejar de transformarse en acto» (p. 93).
Y es precisamente a través de la oración que Campsa Valdivia logra que ese dios lúdico y tornadizo cambie su decisión. El narrador da una fundamentación que pretende ser religiosa, pero que en verdad es tan solo literaria. Nos interesa de manera particular cómo maneja el narrador estos acontecimientos de —podemos llamarle— intriga teológica. Para que la oración consiga controvertir los deseos de dios es preciso encontrar a alguien que revista semejantes situaciones existenciales que aquel que fuera elegido para rendir su alma. Por desgracia esto le toca en «suerte» a Daniel Rendón que ese día volaba en otro avión y hacia otro destino:
«Daniel Rendón volaba ese mismo día, a la misma hora y en un avión semejante. La oración de Mario pidió una tregua. La muerte de Daniel se ofreció como una injusta compensación. En ese mismo instante el desconocido Daniel se presentó ante el Supremo y rogó por su alma. Fue perdonado y exento de sus errores. Dios, aunque estaba de mal humor, no quiso complicar aún más las cosas y Mario siguió por las nubes hacia su destino» (pp. 93-94).
Hemos leído un curioso ejemplo en donde el narrador no conforme con encontrar mitómanos de muy diversa condición en los seres humanos que nos ha presentado, también descubre un alto grado de mitomanía en el propio Dios. Y ese Dios mitómano es el que gobierna al mundo con sus caprichos y supuestas manías de grandeza, porque habría que dejar constancia de que la grandeza ya la tiene y sólo recurre a ella —por suerte para los pobres e indefensos seres humanos— cuando está aburrido y de «mal humor».
CONCLUSIONES
El desarrollo general del trabajo aquí presentado resultó articulado en dos grandes partes. En la primera, se comentan los textos iniciales del libro en donde el escritor tiene mucho que ver; en la segunda se lleva a cabo el análisis de dos cuentos: «Armando Pérez…» y «Dios ya no duerme». Uno de los objetivos primordiales perseguidos por el autor consiste precisamente en mostrarnos formas diversas de mitomanía que van desde lo humano a lo divino.
Quintana Tejera es un escritor vivencial, lúdico y atractivo por el modo de narrar. Creo que la lectura de los cuentos que no han sido analizados aquí puede proporcionar al lector un panorama más completo.
NOTAS
[1] En Psicología, tendencia patológica a mentir o a desfigurar la realidad o también tendencia exagerada a convertir a los personajes famosos en mitos. (María Moliner. Diccionario de uso del español, tomo II, Madrid, Gredos, 2007, p. 1965). El DRAE agrega otra definición que si bien me parece complementaria de una de las anteriores, igual resulta mucho más precisa: «tendencia a mitificar o a admirar exageradamente a personas o cosas». (Real Academia Española. Diccionario de la lengua española, Madrid, Espasa Calpe, 2001, p. 1516).
Complementando citamos también: «Mentiras o contradicciones constantes en lo que dice o hace una persona, son signos claros de mitomanía, enfermedad psicológica que se presenta generalmente entre personas auto devaluadas, con muy bajo nivel de estima o muy pretenciosas, las que para hacerse más atractivas ante los demás tienen la necesidad de desfigurar la realidad y la visión de sí mismas». (Tendenci https://io-dd.com/2007/02/21/signos-de-mitomania/a Consultado el 12 de julio de 2008).
[2] Carta o nota dirigida a la persona a quien se dedica una obra, y que en los escritos se sitúa al principio, impresa o manuscrita. (Real Academia Española. Diccionario esencial de la lengua española, Madrid, Espasa Calpe, 2006, p. 462).
[3] El vocablo «prefacio» con el sentido que el autor lo utiliza es sinónimo de «prólogo o introducción» de un libro. También figura en el diccionario como «parte de la misa que precede inmediatamente al canon», pero éste no es el sentido que aquí se le otorga. (Cfr. Ibidem, p. 1191).
[4] Texto preliminar de un libro, escrito por el autor o por otra persona, que sirve de introducción a su lectura. Primera parte de una obra, en la que se refiere hechos anteriores a los recogidos en ella o reflexiones relacionadas con su tema central. (Cfr. Ibidem, p. 1207).
[5] Este término se usa aquí con el segundo sentido que le atribuye el DRAE: «Conjunto de normas o consejos que, aunque no sean diez, son básicos para el desarrollo de cualquier actividad». (Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, p. 730).
[6] El concepto de «omnisciente» corresponde a Todorov y el de «focalizador cero» a Gérard Genette. Ambos términos son sinónimos con las diferencias conceptuales lógicas que involucra citar a dos teóricos no sólo lejanos en el tiempo, sino también en su concepción del fenómeno literario. (Cfr. Luis Quintana Tejera. Nihilismo y demonios, la obra de Carmen Laforet, Toluca, UAEM, 1997).
[7] Luis Quintana Tejera. Lecciones de mitomanía, 1ª. reimpresión, México, Miguel Ángel Porrúa, 2008, p. 11. (En las citas posteriores sólo incluiremos el número de la página correspondiente entre paréntesis al final de la cita).
[8] Luis Quintana Tejera. Las máscaras en el Quijote, antítesis e intertextualidad, 3ª. edición, México, Eón / UTEP, 2007.
[9] Ruben Cotelo. Horacio Quiroga, vida y obra, fascículo 17, Montevideo, Centro Editor de América Latina, 1968, pp. 264-265.
[10] Los maestros que se mencionan son Alighieri, Cervantes y Rabelais. Constituye este hecho una especie de invitación al lector para que recuerde la carga mágica que la obra de estos escritores conlleva, así como también la preferencia que Luis Quintana profesa —crítica y vivencialmente— por estos autores.
[11] Real Academia Española. Diccionario de la lengua española, p. 941.
[12] «Un seductor existencialista» es el relato número quince de Juegos de amor y muerte, México, Grupo Editorial Éxodo, 2008.
[13] No ignoro que García Márquez en El amor en los tiempos del cólera usa referentes semejantes, pero he tratado de ir al modelo más que a la imitación.
[14] Por heterodiégetico entendemos al narrador que no participa en la historia que cuenta y por homodiegético al que participa tan sólo como un personaje secundario. (Cfr. Gérard Genette. Figuras III, trad. de Carlos Manzano, Barcelona, Lumen, 1972).
[15] Mario Vargas Llosa. «Discurso de auto presentación» en Lecciones y Maestros, Santillana del Mar, España, junio de 2008.
BIBLIOGRAFÍA
Cotelo, Ruben. Horacio Quiroga, vida y obra, fascículo 17, Montevideo, Centro Editor de América Latina, 1968,
Gérard Genette. Figuras III, trad. de Carlos Manzano, Barcelona, Lumen, 1972.
Moliner, María. Diccionario de uso del español, tomo II, Madrid, Gredos, 2007, p. 1965).
Quintana Tejera, Luis. Nihilismo y demonios, la obra de Carmen Laforet, Toluca, UAEM, 1997.
——– Lecciones de mitomanía, 1ª. reimpresión, México, Miguel Ángel Porrúa, 2008,
——– Las máscaras en el Quijote, antítesis e intertextualidad, 3ª. edición, México, Eón / UTEP, 2007.
Real Academia Española. Diccionario de la lengua española, Madrid, Espasa Calpe, 2001, p. 1516).
——– Diccionario esencial de la lengua española, Madrid, Espasa Calpe, 2006,
Tendenci https://io-dd.com/2007/02/21/signos-de-mitomania/a Consultado el 12 de julio de 2008).
Vargas Llosa, Mario. «Discurso de auto presentación» en Lecciones y Maestros, Santillana del Mar, España, junio de 2008.
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* Arturo Texcahua (Arturo T. Condado) es editor independiente, nacido en México. Se dedica a la investigación de la literatura mexicana. Tiene algunos libros y artículos publicados en diferentes medios.