Literatura Cronopio

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Salida terapéutica

SALIDA TERAPÉUTICA

Por Luciana Binolfi*

Había logrado convencer a sus médicos y familiares para, una vez por semana, salir del sanatorio e ir a ver una película a un cine de barrio que quedaba a dos cuadras.

Esa tarde buscó en el ropero sus prendas de antes, de cuando todavía formaba parte de los comunes mortales y no era esa percha de harapos blancos que deambulaba de noche como un fantasma.

Se vistió despacio, se puso perfume, se peinó y se miró al espejo. No engañaba a nadie. Incluso con ropa normal se notaba a la distancia su condición de persona ajena al intercambio social habitual, siempre sucedía lo mismo con los enfermos mentales, tenían algo que los delataba, pensó, no sabía definirlo.

Una vez listo, firmó la planilla de salida y se dirigió hacia la puerta con aire de triunfo y desafío. Los otros pacientes lo saludaban y le encargaban alfajores y cigarrillos.

Cruzó la puerta de calle y se dirigió maquinalmente hacia el cine, ni siquiera sabía qué película proyectaban. Pagó su boleto. La taquillera le hizo un comentario trivial sobre el tiempo al que él respondió con un cabeceo. Ingresó a la sala y se sentó adelante, en el medio, donde menos gente había. La oscuridad lo acogió con complicidad y al fin, después de mucho tiempo, pudo sentir los músculos aflojarse y la tensión corporal diluirse y escurrirse por los apoyabrazos.

Los sonidos y colores de la pantalla gigante parecían dirigidos exclusivamente a sus aletargados sentidos. Una sensación novedosa de despertar lo invadió y de repente una sonrisa aterrizó en su rostro como un paracaidista desorientado.

El film transcurría lentamente. Pudo reconocer que se trataba de una historia de amor. Pero eso era secundario. Lo importante era esa impresión novedosa de libertad. En la oscuridad y silencio de la sala sintió por primera vez el alcance de su esperanza. Una sensación extraña, mezcla de alegría y melancolía, lo embargó y en un segundo sintió pena por sí mismo. Por primera vez, pudo confesarse su derrota.

La locura había sido un subterfugio, una balsa. Su naufragio se había producido gradualmente. De repente, todo estaba terminado. Era incapaz de vivir.

Nunca tuvo grandes ambiciones, nada que lo apasionara realmente. Los últimos tiempos, antes de que sucediera el hecho que lo condenaría al encierro en que vivía, estaba como dormido. Realizaba todos los actos de su vida como siempre. Desde afuera parecía una persona perfectamente normal. Funcionaba. El mecanismo de la existencia no se había detenido. Tenía algunos amigos, cierta vida social. Pero todo era por fuera. Indagaba con feroz ansiedad el rostro de las personas que se cruzaba por la calle como buscando una respuesta. Era inútil, ellos ni siquiera se habían atrevido a plantearse una pregunta. Él sí se preguntaba muchas cosas.

La juventud ya había pasado. Quizás la había desaprovechado. Siempre le fastidió esa sensación de no saber muy bien qué hacer con tamaño tesoro. Veía por la calle a los viejos y bajaba la vista como avergonzado, parecía percibir en la mirada cansada de esos hombres un reproche, como si lo observaran con lástima. Como si supieran algo que él desconocía.
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No se puede decir que el matrimonio lo hubiese dañado. Al contrario, conocer a Marcela le proporcionó un poco de sosiego y lo sumergió en una rutina de seguridades y certezas que lo apaciguaban en parte. Cuando nació su hijo lo invadió una sensación de comunión instantánea con ese ser indefenso que dependía totalmente de él. Parecía respirar a su ritmo. Pero tampoco fue suficiente.

En el medio de estas reflexiones, de repente, las luces se prendieron. Se interrumpió la proyección y de la nada un grupo de unas cinco personas se apoderó de la sala. Cerraron las puertas. Portaban máscaras de actores conocidos y se desplazaban de aquí para allá como muñecos de resorte.

—Señores —dijo uno de ellos, el que portaba el rostro de un Groucho Marx joven y astuto—, permanezcan en sus asientos, por favor. El establecimiento ha sido tomado. Solicitamos su colaboración y su atención. Desde este momento imponemos un estado de locura permanente; un toque de queda fanático y alucinante. Conminamos a la audiencia a sacarse sus máscaras racionalistas y aceptar su condición de alienados mentales. Estado de naturaleza del hombre: la locura. ¡Abajo la escisión razón, pasión! ¡Arriba los impulsos desenfrenados, lo dionisíaco! ¡Baco es nuestro dios protector!

El paciente psiquiátrico se aferraba con fuerzas a la butaca y parecía no salir de su estupor. Creía necesario aclarar su posición. Le parecía que se hallaba en falta. Su real condición de alienado mental lo precedía. Intentó un balbuceo de excusa pero en seguida lo hicieron callar con un grito perentorio y amenazante.

El grupo de activistas recorrió la sala colocándole máscaras a toda la audiencia y asignándole roles en una representación que se realizaría allí mismo.

El enfermo mental se resistía, creía paradojal su situación. Los activistas reaccionaron ante su rebeldía con enojo y decidieron realizar un simulacro de linchamiento. El enfermo no opuso resistencia y fue subido a la tarima con rapidez. Se lo amordazó y se ataron sus extremidades con una cuerda. Vio reflejado su propio terror en los rostros de la audiencia que espantados comenzaron a proferir aullidos de histeria.

Los desconocidos interrumpieron en ese punto el acto y se retiraron antes de que llegara la policía. A los pocos minutos todo volvió a la normalidad. Se prendieron las luces, las puertas se abrieron, y la gente se fue retirando entre anonadada y confundida.

El paciente psiquiátrico salió del cine cabizbajo y desorientado. Caminó despacio bajo una llovizna fina y persistente. Su rostro estaba lívido y sólo cuando vio las caras asombradas de los transeúntes se dio cuenta de que todavía llevaba puesta la máscara que le habían colocado los agresores. No se la sacó, sin embargo.

En el sanatorio nadie pareció notar nada extraño. La enfermera de guardia que lo recibió lo saludó con un gesto, le hizo firmar la planilla de entrada y le entregó la medicación para dormir.

Desde esa noche, ése fue su rostro permanente. Un sonriente y algo cínico Charles Chaplin. Estaba listo para retomar la representación interrumpida.
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* Luciana Binolfi es Licenciada en Antropología (orientación sociocultural) de la Facultad de Humanidades y Artes de Rosario, Universidad Nacional de Rosario (Argentina) en 2004. Becaria durante un año y medio por el CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y tecnológicas) para investigaciones dentro del área de las políticas agrarias. Empleada bancaria durante tres años. En la actualidad es traductora de textos en idiomas inglés e italiano y docente particular. Un poema, un microrrelato y un cuento, suyos forman parte de diversas antologías literarias en formato e-book e impreso. Todos como resultado de concursos literarios en los que ha participado.

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