Literatura Cronopio

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El mayor palmeó el hombro del menor quien retomó brevemente el zapateo. La figura en la vereda opuesta se había escindido en dos, un hombre y una mujer que le aplaudieron. Que la invitara a salir, lo menos que se merecía la chica, le instó Wences, la mandíbula tensa, irguiéndose en toda su estatura para demostrar —oh, cómo si no conociese a Wences— que seguía siendo el más alto. Y a la vez, pese a la rivalidad permanente, latente o explícita, propia del género, los dos se habían sonreído compinches con esa camaradería también propia de hombres, curioso subproducto de la rivalidad, y yo reviví el pasado en el que fui parte y apartada. La esencia de nuestra fraternidad: sillas musicales, dos se sentaban y el tercero perdía y sufría su aislamiento. Al menos, la rotación era constante; el sufrimiento asignado, pasajero. Presumo que cuando fui la excluida, yo les envidié el género. El pene, diría el viejo Freud.

Fuimos en mi auto. Damien dejó el suyo estacionado en la avenida. Wences quiso manejar. Atravesamos las calles en sombras que a medida que avanzábamos parecían tragarnos, calles solitarias. Primó el silencio en la travesía y de pronto, parloteamos sobre granjas orgánicas. De pronto también estuvimos perdidos, en realidad, desorientados. Esta vez cerca del reservoir. Esta vez fue una derecha en Park cuando correspondía una izquierda y Wences tomó la calle Lowell y voilá le reservoir au clair de la lune.
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Quiso volver hacia atrás pero Damien dijo que estaba equivocado y le retó, debería haberme dejado manejar. Yo también me perdía, aclaré. ¿Siempre adelante entonces? Wences clavó los frenos, puso la baliza; el único coche que andaba por la zona e iba detrás del nuestro, se indignó a bocinazos. Me tocó el turno de ser retada por ambos cuando descubrieron que no sabía dónde estaba el mapa —posiblemente se me había caido al bajar del auto el anochecer aquel en que lo necesité—. Sin mapa ni GPS, perfecto, ironizó uno de ellos. Hubo que llamar a Judi, quien reivindicó a Wences. La primera dirección elegida por el Beau Brummel (así le apodaba elogiosa Lucky), volver atrás, Park para atrás, era acertada. Já, nos sobró este.

Conté mi experiencia reciente de extravío, mencioné el film de Chabrol. Damien recordaba a la actriz, en realidad su fama en una película risqué para la época. No recordaba que la protagonista estuviese muerta; el muro, sí, la imagen recurrente.

—Debería haber una señalización mejor, ninguna de las calles en los extremos tiene un cartel con el nombre —criticó Wences y agregó zumbón— Humm, interesante… Los tres sin saber cómo llegar.¿Qué tan seguros estamos que queríamos ver a mamá? —Me ofuscó la malicia—.

—En tu caso, sabías bien el camino y sobre la desorientación…

Me interrumpió y yo no insistí.

—¿Qué otras películas filmó Chabrol? Recuerdo que me gustaban pero no puedo ubicar ninguna.
—Una de las últimas tenía «chocolat» en el título.
—Merci pour le chocolat —dije.

(…)

Alcé el andador y lo coloqué en el lugar que me indicó cuando llegó a la clínica. Entre la puerta y la cómoda, no debajo de la ventana como sugerían las enfermeras. Lucky dijo que al despertarse deseaba ver árboles y cielos y lluvia y sol, en vez del recordatorio de su invalidez.

Los varones observaron tenazmente el suelo (mamá se refugiaba seguido en el cielo raso, ellos descubrían el parquet); por hacer algo, yo extendí la frazada escocesa que estaba a los pies de la cama. Comprendí que no hacía frío y la doblé de nuevo con torpe resultado, los bordes desprolijos, mal alineados. Wences propuso una partida en tandas, ellos me esperarían en el auto, yo ultimaría los detalles del descanso de mamá. Esto es muy chico, dijo él, los ojos desasosegados, recorriendo las paredes pintadas rosa viejo.

Damien estaba todavía a un paso de mamá que continuaba parada, ayudada por el menor, quien la sostenía del brazo que no sentía. Se inclinó a besarla, se interrumpió a medio camino con una súbita idea.

—¿Me concede este baile, signora Rossi?

Tarareó un vals, la hizo girar sin dificultad. Me di cuenta que la había levantado en el aire. A ella le encantó, pidió una repetición. El jardín de juvencia había quedado atrás. Era la viejita a quien yo le sacaba la dentadura. Una vieja que irradiaba felicidad en ese momento. Olvido y felicidad.

—La marearás —advirtió el mayor. Los bailarines le ignoraron.

Damien y mamá. Para ella, el hijo fácil, comprendido y comprensivo, nacido con sagesse du coeur, ninguno de los dos exigía al otro. Damien el que se arregla solo, con quien uno cuenta, a quien se da por descontado, a quien se descuida, de quien poco se espera, a quien se deja librado a sus artes y medios. Damien, el bondadoso, su imprescindibilidad inofensiva. La desatención maternal (dije que la familia lo da por descontado), le causó algún complejo. En definitiva, le hizo libre.
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—¿Estoy anotado en su carnet, signora? —Wences celoso, solicitó su turno en las volteretas.

El segundo giro con el mayor se interrumpió con un atisbo de mareo y un pequeño eructo de la danzante que nos hizo temer un revoltijo de estómago. Wences la ubicó en tierra firme con delicadeza, apoyó su frente en la de ella. El mismo perfil, madre e hijo, la frente alta, la nariz fina, perfecta. Wenceslaus, el primogénito y el encargado de cumplir sueños muertos. Mamá quería para él la carrera diplomática o la medicina o algún premio notable. Wences fue hábil, guardó su independencia, aunque sus propios anhelos (¿ser pintor?, ¿artista?, ¿gran ensayista?, ¿gran crítico?, ¿gran empresario?) se deshicieron en el empeño corto, la ambición renunciada a mitad de camino. De tanta hipérbole, una sola más o menos válida: su hijo Wences, mi hermano Wences, gran holgazán, no cabía duda.

Vi a mamá valsear con ellos, la vi mirarlos, un poco como novia, un poco como madre, con ternura, orgullo olvidadizo. Strauss borraba las recriminaciones, lo que los hijos hubiesen podido ser ya no importaba. Una tarde en la galería, yo le había dicho a Lucky que la culpa era de papá y de ella por educarnos libres. A ese incumplimiento con sus designios sospechados o explícitos, llamamos libertad.

—Y ahora nos vamos.
—Sí, nos vamos.

Nuevos besos, nuevas promesas. Wences volvería el mes próximo. Con Cordelia, ya lo hablamos. Damien trataría de venir en la semana; si no podía, la siguiente. Igual nos estamos llamando ¿eh, signora?

—Prepárale a Damien los horarios de las enfermeras monas. Con copia para mí, por si no vengo con Cordelia —con liviandad inspirada Wences cortó la atmósfera de adioses.

Nos quedamos solas, abrí la ventana y me cercioré de que la persiana de red no permitiese la entrada de ningún insecto. Le ayudé a sacarse la bata y convenimos que necesitaba una de verano. Que le buscase una color verde agua, si no había en las tiendas, tal vez en Internet, pidió. Le alcancé el pote de su fiel crema Pond’s y usando un pañuelo de papel, el pote apoyado en el pecho, con la mano activa se limpió el rubor y el rouge. Iba a arrojarlo al piso, en el estilo de la personalidad desprolija que se había apoderado de ella aquel período, pero al hallarme a su lado, me entregó el pañuelito con manchones siena y trazos rojos, delgados, que no formaban una boca.

Apagué la luz de neón del cielorraso y nos envolvió la intimidad ambarina del velador. Llené con agua el vaso para los dientes, lo deposité en el lugar cotidiano: la mesa de noche. Una presión aquí, otra allá, la dentadura afuera. Me limpié los dedos húmedos de saliva en la misma agua del vaso. Ella cerró los ojos después de aquel ritual, ablandadas las facciones, a punto de dormir, pareció, pero no.
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—¿No es esta tu hora favorita? —inquirió. La voz irradiaba contento, una pulsante satisfacción.
—No sé, a ver… creo que no. Me gustan el atardecer con la luz única para retratar y el alba, esa luz primera del comienzo del mundo.
—El comienzo del mundo —repitió enronquecida, luego explicó —Mi hora favorita es esta. Yo iba de cuarto en cuarto apagando las luces en casa, cerrando la jornada, sintiéndome en paz. Todo tranquilo, todo cumplido. Siempre pensé que esta hora es de las mujeres.
—Llevar a puerto el día y sus afanes, atracar el barco. Puede ser… aunque no se tenga una familia para amarrar al varadero.

Lucky se apenó (por cierto, no fue mi intención entristecerla con un pensamiento que personalmente no me entristecía). La mano útil caminó la colcha, un animalito arrugado, solidaria se apoderó de la mía.

—Está todo bien, mamá —le aseguré.
—Sí —vaciló resignada a la imperfección de nuestras vidas —Esos dos están bien —se refería a los varones; entrelazó las arrugas del ceño en meditación juiciosa —están bien —reiteró, concluyó —no tan bien como tú.
—Acompañados —señalé, lamentando retornar al punto que la afligía. El animalito me abandonó por un instante y cacheteó el aire como sabía.
—Menos íntegros.
—Es una opinión —dudé.
—Mis muchachos son buena gente —reconoció —Dos, vamos de a dos, cambiando la pareja de baile. Y a veces hay dos que son como las caras de una moneda, las caras de la luna, indivisibles. Tú y yo en este caso.

Asentí con un gesto, puse su mano y el brazo bajo la cobija, apoyé la mejilla en la suya, la besé en la frente.
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—Hasta mañana, siamesa —me despedí.

Crucé el parque tiritando. Pompones pálidos punteaban el cielo como si alguien se hubiese deleitado rompiendo las nubes en pedacitos, los árboles aquietados tenían ahora cierta prestancia de colinas oscuras. El césped húmedo, las suelas de los zapatos húmedas, los pies húmedos, avizoré un resfrío en los días por venir. Inesperadamente cantó un gallo. En el suburbio de Boston, un asombro.

Golpeé la ventanilla para despertar a los bellos durmientes. Wences, la cara tapada con el Wall Street Journal para evitar la luz del farol, reaccionó en seguida. A Damien no le molestamos, dormía con ronquidos suaves que eran gorgoritos.

(…)

Mamá murió veintitres días después. No la ayudé en su retirada. Ni siquiera la vi morir. Me ahorró el agobio. Eran las dos y cuarenta cuando llamaron a la fundación. Estaba descompuesta, dijeron, que fuera inmediatamente. Llegué siete minutos tarde, los que me tomaron estacionar el auto, correr por la galería soleada, subir los dos escalones de la entrada, tropezarme, no caerme, atravesar el hall, encontrar a Ramona y a Judi en el corredor, ser interceptada por la hispana que lagrimeaba. Quiso tomarme del brazo y yo me solté. Entré en la habitación y antes que la cara indiferente de mamá, vi sus pies, uno desnudo y el otro con la chinela de toalla rosa. Nunca supe por qué la segunda chinela estaba sobre la mesa rodante, la suela hacia arriba, polvorienta, junto al saco rosa que mamá se ponía cuando sentía demasiado frío. Artículos inservibles, era evidente, prendas sin dueño pronto descartables. La clínica no las salvaría, yo tampoco.

Lamenté luego el gesto exasperado hacia Ramona —yo lo recordaba, ella por suerte, no— sobre todo la réplica a su consuelo: mamá existía en algún espacio, en alguna forma, declamó piadosa.

—No me importa su alma —la interrumpí y dije que quería a mamá allí conmigo, eructando y constipada, con el cuerpo arrugado, su media ceguera. Allí, de nuevo.

Todavía pienso en esas frases. No con remordimiento sino con duda. Vuelvo a dudar de mí misma, de mi clemencia en el caso hipotético, en el caso en el que ya no habré de ser probada. Mamá demostró tino al partir sola.

A Ramona le pedí perdón. Es una buena mujer, una mujer de veras buena.
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* * *

El presente relato-novela es un extracto de «The real thing», que hace parte del libro Dos, publicado en 2013 por Artepoética Press.

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* Mónica Flores Correa es escritora nacida en Buenos Aires, residente en Nueva York. Es profesora de español y literatura en dicha ciudad. Actualmente, trabaja en el proyecto de una novela que tiene como escenarios a Sarajevo (post sitio), Budapest (post comunismo) y Boston (época actual). Fue periodista en Argentina y por su trayectoria obtuvo la beca Nieman de la universidad de Harvard. Fue corresponsal en Estados Unidos del diario argentino Página 12.

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