EL TRAJE DE ARANDELAS
Por Nicolás Contreras*
Aun no me acostumbro a mi traje con arandelas. La fijación en los hombros es un absurdo detalle que me avergüenza. No sé por qué lo llevo puesto todo el tiempo; con este pantalón verde que en vez de costura en los costados, tiene arandelas, por favor, el frío me entumece las nalgas. No sé por qué lo llevo puesto todo el tiempo si parezco colador, o peor aún, parezco algún israelita que va caminando por ahí y de repente tiene mala suerte. La camisa tiene cuello y en la punta de cada solapa tiene una arandela. Yo creo que sí logro concebir la finalidad de esas dos: Quizás, cuando aparezca en el escritorio o en la mesa un cordón sin alma, lo introduzco con una punta en la arandela de la solapa derecha y con la otra en la arandela de la izquierda, generando una suerte de equis y con un movimiento brusco de brazos, tomo las dos puntas y las llevo hacia el frente, o en su defecto hacia afuera, así, después de unos segundos, ya no me disgustaría mi traje de arandelas. Sé que es una fantasía ambiciosa.
Son tres semanas con mi traje y no sé por qué lo llevo puesto todo el tiempo. El ombligo se asemeja a algún cuadro abstracto con ojos porque justo en la camisa tiene una arandela allí, y así es como de repente, todas las frías esquinas de cualquier aparador, mesa, o lo que sea que tenga patas, tiene que ver con él, como si el magnetismo del desnudo tuviera cabida en mi ombligo, este pusilánime punto de fealdad que atemoriza las miradas y que es olvidado por cada uno de nosotros.
No me gusta mencionar las burlas de la gente, porque me hacen llorar y llorar por dolor. Es tristísimo. El alma se te parte en mil lágrimas y después tienes que comenzar a recogerlas con la manga de la camisa para no perder toda la dignidad. Hace ya tres semanas que aposté con el tipo desconocido del bar a que podía usar este traje sin ningún problema y que la vergüenza la llevaría él encima por impertinente e invitarme a una cerveza.
EL CARNICERO Y SUS GORRIONES
¡Gorriones, gorriones!, viene gritando el carnicero. ¡Gorriones, gorriones! Corre hacia mí limpiándose los ojos, corre desconsolado como si los gorriones le hubiesen escupido las pupilas. Necesito mis ojos, me gritó al llegar. Pero si ahí los tienes, le dije calculándole la mirada. No los tengo, pero si es que no puedo ver, no puedo ver mis gorriones, ni tampoco el cielo azul, no puedo ver tus ojos que brillan con la luz del alba, ni las azucenas del portón; mis gorriones, ciegos y mansos, mis manos llenas de azul, o quizás verde, rojo, morado, naranja y marrón, quizás blancas o negras como mi horizonte. Tus manos están de amarillo, le dije, tienen marcas un tanto extrañas para mí. ¿Qué significa esta estrella pequeña? ¿Y este circuito de círculos alrededor de ella? Las cicatrices no asustan, carnicero. Mi trabajo es hacerme cicatrices, me dijo en medio de sollozos. Mis gorriones, mis gorriones, mis gorriones… Ya ves el lánguido espacio entre la merced de una verdad y la lucidez para destruirla, de patearla incesantemente a medida que la conciencia prevalece en cada hombre, cada carnicero. La ceguera es la apatía que me regala la vida, que me regala la muerte de mis gorriones, y la luz es la única certeza de los escándalos en mis oídos que me absuelven cruentos entre el mundo y la carne. Fanfarroneas, carnicero, la carne se pudre y el mundo también. Luz esto, luz lo otro, luz aquello y luz todo eso. La luz no hace falta, carnicero, sólo el calor, la energía, la pasión, la carne y tus gorriones, pero la luz no; nada de eso.
El anciano herrero me dijo que si los mataba, la luz en mis ojos se desvanecería, y el oscuro infinito ardería en mi conciencia noche tras noche. Y la mujer del pan me dijo que la ceguera sería el producto de mis pecados perpetuos. Yo maté mis cinco gorriones en el jardín donde yacen ahora tres bultos de tierra. Uno a uno, ¡Toma, toma, toma, gorrión endiablado, toma tu también, gorrión enjaulado! ¡Toma esto, y esto, y esto! —Y apareciste tú, carnicero asesino, con un título que pequeño te queda grabado en la espalda, detrás de la sombra del pajar musitando un espectáculo falaz, una pantomima de hombres y pájaros mientras al cielo mirabas propiamente quedo, absorto en el sol de mediodía, oliendo tus pestañas quemándose una a una. ¿Te vienes a lamentar cuando has cometido la barbarie insalubre, gimiendo, corriendo, cacareando por todas partes que tus gorriones se han ido? Yo corro por placer, carnicero, no por escapar de cinco almitas brutas que me persiguen sin cesar porque al encontrar el sol en la cúspide del cielo les entregué a cada una su sentencia y su contrato de arribo al cementerio de los gorriones. Ahora cae la tarde y el cielo de los venados me recuerda la sangre que jamás volverás a ver, carnicero, y me recuerda el peligro de retar al sol mirándole fijamente a los ojos, me recuerda también que las almas no son más que ausencia de energía. Extenuado te vas como llegaste: muriendo precipitadamente, ciego y sin alma; pero al caer el sol, se escuchan en el cielo cinco aleteos vigorosos y estruendosos que te siguen incondicionalmente en tu leve descenso al jardín donde la luz y los círculos de tus manos nunca jamás se volverán a encontrar.
CABELLOS TRENZADOS
Amelia me sugiere calma. Calma tendré mañana, o quizás jamás. ¿Quién me quita este llanto de encima? ¿Quién me cubre el rostro con sus dedos? La desesperación afloja y continúo pensando en las absurdas palabras de Amelia. Calma… Calma… Calma. ¡Cállate, maldita calma, que lo único que logras es la realidad! Tropezar me fatiga, pero si siempre tropiezo, pero por qué tropiezo, pero si ésta es la vida. ¿Y en dónde está la calma cuando un suplicio imperativo de estornudos me ataca? Claro, Amelia, como la calma carcome tu cerebro y solo te controla para balbucear rotundas falacias. ¡Aschu! ¡Aschu! ¡Aschu!
¿Hola? ¿Sí? Ya salgo para allá. Que si viene, señor Ribau, que lo necesita la señorita Amelia. Me necesitará para pedirme las siluetas de las trenzas aquellas, o las fotos, o las cenizas, o para pedirme calma. Ahí están, Amelita, las trescientas siluetas, mira, estas son de hace tres años, estas son del principio y estas ni me acuerdo; bastante cuidadas te las tengo, eh, Amelita. Pero Amelia, las dos mil fotos del hotel no me caben ni en la memoria, ¿cómo pretendes que las arrime hasta aquí? No seas pendeja que me desesperas. ¿Que me calme, Amelia? Pero si estoy calmado, colmado, culminado, calumniado, catado, curado, lisiado, vituperado, imputado y hasta embarazado. Mañana te los llevo al hotel Villa Mar, sí a la 403, con gusto, si, Amelita, chao, Amelita, cálmate. ¡Aschu! ¡Aschu! ¡Aschu! Cómo olvidar la noche aquella, en el hotel aquel. Siempre yo con mi capcioso misterio. «Te regalo mis trenzas» me dijiste, «son mágicas» y yo, que andaba detrás de tu cadera, y que te respondía que sí a todo, terminé con tu cabello en mi sombra. Esa noche me dijiste que ellas serían nuestro secreto de amor, que mientras estuviesen trenzados esos tres mechones, tú y yo, nos desvaneceríamos en el polvo del incienso y seríamos uno. Incrédulo, escéptico, atónito, enamorado, apendejado, las guardé en mi bolsillo y me dediqué día tras día, noche tras noche a dibujar su silueta que enardecía como el infierno mis ojos, arrebatándome la respiración. Hoy vienes tú, Amelia, a pedirme calma, cuando mis ojos ya no ven porque ardiendo siempre estuvieron recordándote, soñándote, lisiándome. Quizás tus trenzas son mágicas; quizá la ceguera es el amor, y las siluetas, son el destino de todo hombre que amó. ¡Aschu! ¡Aschu! ¡Aschu!
CARTA AL PADRECITO
Tres días llevo sin escucharte, padrecito. Ya enterraste, tú, mi cabello. Ya enterré tus fotos y discos. El cabello no me trae recuerdos pero pobre padrecito sin sus fotos y discos. Encontré mi vida en tu cajón del escritorio, padrecito, y el veneno de las ratas estaba detrás de mis cinco años, y más atrás estaban las llaves de tu cofre. Si, padrecito, claro que sí; no creas que no lo encontré. En el cofre guardaste mis doce años y más fotos tuyas. Pobre padrecito sin sus fotos. ¿Recuerdas cuando me quitaste los quince años de existencia y los metiste en los zapatos de baile? Si, padrecito, los zapatos blancos brillantes que te vieron mover el trasero sin parar. Pobre padrecito sin sus zapatos cómplices. Absurdo, es absurdo recordar tantas cosas bellas mientras desordeno tu cama, padrecito. Exacto, me senté en la cama del padrecito ordenado y estricto: tiene tres arrugas al lado de la nalga derecha y como ocho al lado de la izquierda. Imagínate, padrecito como debe estar debajo. El olor a lavanda que provenía de tu alfombra me trajo hasta acá, y las flores pequeñitas que tienes en el florero del baño, de la mesita de noche y del armario octogenario. Es que es tan delicioso, con justa razón el padrecito limpio y pulcro olía tan rico. Encontré, también, foticos debajo del colchón y la sorpresa de acariciar dos años más de mi vida llenos de polvo y ácaros me llenó de lágrimas los ojos. Qué maravilla, ya los había olvidado para siempre. Padrecito no aguanto más, tengo jaqueca y tembladera, si tan solo supiera dónde tienes tus píldoras milagrosas, como cuando llegué llorando a tu cama y me tumbé sin clemencia y después de tus golpecitos me la diste para no sentir más dolor. ¿Lo recuerdas padrecito? Yo creo que sí, que por supuesto que sí, hay fotos de ese día, padrecito. Las iré a buscar en tu escritorio detrás del libro de la fe, ahí siempre escondías no se qué cosas, quizás las encuentre ahí. Ya ordené las arrugas de la cama y quedó tan lisa como siempre. No creas que voy a ser tan grosera de dejar alguna arruga en tu cama tan respetable, tan humilde y sana. Eso sí que no, nunca, nunca, nunca. ¡Ay mi padrecito! Si supieras el disco que encontré debajo de tu almohada, ahí está mi año veintitrés, hace siete semanas que pasó, ¡ay que delicia poder escucharlo!, padrecito mío tan mío. Encontré las píldoras detrás de tu librito y no pude evitar comerme una, ya estoy un poco mejor, gracias por preguntar.
Acabo de reunir todas las fotos, padrecito, y con ellas toda mi vida menos mis cabellos, porque ya tú los tienes y esta calva me pica más que la lengua. Cada foto me brinda una epifanía seductora de tu conciencia y mi inocencia, el sacro de las amarras y los fluidos energéticos capaces de manifestarse espesos en mis manos, que tranquilas pasan y pasan fotos como queriendo olvidar las cortadas del librito sagrado. Y lo más maravilloso, el más maravilloso recuerdo que tengo de mi padrecito es el gorro frigio que siempre usé. La cama lisa que solo se distendía para recibir mi desnudo cuerpo, el gorro frigio en mi cabeza, píldoras y más píldoras, la última lectura del día, y mi padrecito se abalanzaba sobre mí. Qué conciencia la tuya, padrecito loquito. Los zapatos bailarines que me puse alguna vez mientras te bañabas también aparecen en la foto de hace siete semanas; ya ni querías quitártelos y eso me hacía pensar cosas rutinarias.
Pobre padrecito, acostado en su cama intacta de maldad, lisa y discreta. Con sus zapatos blancos, sin ropa y paralizado. Ya hace tres días que no te escucho, padrecito maldito; el olor a lavanda se mezcla con el del azufre que emanas. Ahí te dejo los discos, las fotos y mi cabello, padrecito, solo para que no olvides guardarlos en el cofre. Ahora me voy porque se han acabado las píldoras que del libro sagrado consumí y me comenzó a doler la cabeza de nuevo.
DEDOS Y SOMBRAS
Anoche jugué con los dedos de mis manos intentando representar un lobo, también un pájaro y hasta un gato. Lo único que pude ver en la sombra que reflejaban mis dedos entre la mitad de la lámpara y la pared desnuda, fueron dedos moviéndose como estúpidos, sin congruencia alguna. Por lo menos, la habitación ya no me parecía tan vacía, por el contrario, todo se llenó de movimientos y figuras, sin sentido, pero al fin y al cabo son figuras. El sueño se apoderó de mis manos y cuando se desvanecieron en la sábana, yo ya estaba haciendo lobos, pájaros y gatos en un lienzo de absoluta inmensidad. Las sombras ya no parecían provenir de mis dedos, sino que se asemejaban a los verdaderos animales. Un espectáculo completo.
El mundo era absurdo si tenía mis manos para hacer figuras. Mientras caminaba en la fría madrugada de Bogotá, iba haciendo figuras por las paredes, tapando grafitis en la carrera 30, justificando la acción del arte en la oscuridad de la conciencia.
Manos arriba, sombras y pinceladas estrambóticas, cúbranse que viene la ráfaga de luz ancestral, y aquí comienzo a relatar fábulas sin cesar con mis dedos absortos de grandeza y felicidad. Comienza a amanecer y mis pies caminan tranquilos, como levitando, ¡Ay, estoy levitando!, qué fuerte sensación la de mis manos, ahora poderosas, invencibles. La ambición se está apoderando de mi cabeza y las fabulas ya no quieren ser vistas por transeúntes, ellas quieren más y le exigen indiscriminadamente a mis dedos que quieren más, mucho más y ahora Monserrate parece pequeño. El espectáculo toma forma cuando el sol asoma y su luz esta detrás de mis dedos que están detrás de la montaña. Tal cual lámpara de habitación. Un calentamiento rápido y los elogios de la multitud comienzan lentamente a estremecer el Meñique de la mano izquierda. Pequeño, frágil, tierno y frenético se encapsula en la palma de la mano intentando apaciguar el nerviosismo que conlleva triunfar. Sollozando espasmódicamente llora sin tapujos ni medida; se derrumba en un oasis de lágrimas que los alteran cada vez más, provocando taquicardia y quitándole la respiración. El dedo ya no ve más que sombras y solo se deja caer instintivamente. Ya no está. Rápidamente el Anular va por su auxilio resbalando, cayendo, intentando, pero de nada sirve, ya no tiene fuerza y sucumbe en un andén, abandonado a su mala suerte.
Por otro lado, Corazón, Índice y Gordo no habían previsto la polución diurna de la ciudad, y cansados, ofrecieron un pequeño espectáculo en el que se evidenciaba el vuelo ancestral de un ave fénix, hasta su muerte. Nunca revivió, porque ellos, dedos indecentes, nunca se levantaron.
El despertador sonó, derribando montañas, edificios, y puentes, ya no más Monserrate ni Edificio Colpatria, nada de la Calle 26. Abro mis ojos y lo primero que siento es cierto dolor característico en mi mano izquierda, que se encontraba debajo de mi tronco, doblada y casi morada. El dolor es un dolor satisfactorio, porque sé que es un dolor que se va rápidamente, y si dejo que fluya la sangre, todo vuelve a estar como debería.
VIVE EL SILENCIO
Corro, pienso y callo para sobrevivir, y en mi carrera encuentro repetitivamente millones de palabras que me buscan, me encuentran y yo, en un intento desesperado por sobrevivir, las digo, no paro de disparar palabras con mi lengua, es incontrolable la sensación de alivio y ceguera que me inunda cuando las digo. Ninguna droga puede contra esto, es maravilloso y alucinante, nada se compara. Solo sé que cuando no hay mas por decir, un rastro detrás de mí, hace ya varios kilómetros me perseguirá por siempre. Son verbos y adjetivos agonizando, pidiendo a gritos ayuda. Conectores que se arrastran en el pavimento sin un hálito de esperanza. Tinta y sangre derramadas. Es una catástrofe, una catástrofe que yo he creado.
Sin importarme nada, porque ya todo me vale una mierda, sigo corriendo impulsivamente con un apetito extraño. Quiero comerme un jabalí. ¿Por qué? ¿Matar produce tanta hambre? O quizás hablar me da sed, y con ella llega el hambre, y si corro la cosa se va poniendo peor. ¡Ahí viene de nuevo, maldita sea, no puedo controlarlo y ya estoy muriendo de sufrir! Esta fue mi última ráfaga de frases y letras. Otra despiadada matanza alfabética he causado, y por si fuera poco, ya me deshidraté. Desvanecerme en el suelo es lo último que queda, palabras más, palabras menos, ya qué se le puede hacer. Y vuelvo a hablar sin parar con un impulso radical y rotundo. Después de todo, el silencio es lo que más me dolía.
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Periódico El Suceso 05 octubre de 2013
En las afueras de la ciudad, atrapado en los arbustos de la carretera vía al Cauca, se ha encontrado a un hombre muerto. Lo extraño del suceso, es que los policías que llegaron al lugar de los hechos, han encontrado un cuerpo paralizado y con la boca indescriptiblemente abierta, sin rastros de agresión o atropello. El reporte forense que acaba de ser publicado dice que era un hombre joven con salud envidiable; le encontraron un derrame cerebral. El forense a cargo dice, y cito: «Debemos investigar mejor la causa del fallecimiento de este joven, quizás se le metieron las moscas».
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La vida ocurre sin callar un solo momento. Bastante mediocridad la que nos acompaña y se apodera de la astucia de escuchar. Hablar es casi tan simple como caminar, la diferencia es que cuando hablamos, se nos olvida caminar, se nos olvida observar y por si acaso lamentar, lamentar aquellas palabras desahuciadas que acabamos de desechar en un tugurio alfabético. Las palabras son la extensión y explicación de lo que cada ser humano piensa, o mejor dicho, la antelación de lo que piensa. Entonces, ¿Qué vendría siendo el silencio sino una oportunidad de subsistencia mínima para cada palabra que alega desesperadamente por no ser exhalada? Es casi imprescindible la exclamación inoportuna de cada una de ellas, pero la verdad, es que en casi todos los casos existe una razón; válida o inválida, que se expande hasta reventar, es ahí cuando fallece.
Por otro lado, la misericordia del silencio siempre está vigente, pellizca a cada hombre en el sueño profundo y la tranquilidad se apodera de la energía. Todo subsiste. El vuelo de las partículas es eterno y la luz se difumina dejando ver en ellas, una sombra inexistente, sin embargo todo existe. El silencio, la luz, la energía, vaya paradigma. Pensar es silenciar la boca, pero cuando silenciamos la mente —que es un acto casi imposible de desarrollar— podemos pensar, y es en ese preciso instante de lucidez cuando cada palabra articulada por los labios, sale al mundo y vuela.
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* Nicolás Contreras es estudiante de Comunicación social en el Politécnico Grancolombiano y técnico en cocina del Servicio nacional de Aprendizaje de Colombia.