Literatura Cronopio

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Que Dios detras de Dios

QUE DIOS DETRÁS DE DIOS

Por Aquiles Cuervo*

Llegué tarde. El tiempo transcurre muy lentamente ahora. Me senté como un fantasma confundido y sediento sin poder beber más que agua tibia. ¿Había llegado antes, ya se había ido, no vendría, vendría luego… nos habíamos confundido de lugar… de hora… de tiempo? Solo había un par de personas discutiendo, distraídas, en un par de mesas laterales. El día era soleado, pero no tanto como para convertirme en El Extranjero… Debía escribir un par de cartas atrasadas, represadas (casi) desde la última glaciación o mudanza. Hoy no avanzaba bien el día, me sentía como el último neandertal que le aulló a la luna o como el primer hombre en Marte; hablar de las distancias ilimitadas que se tocan en algún punto, como una convergencia (casi) casual, era la única fe con que contaba en los días grises. Era una fuerza secreta, ajena (casi digo un Milagro secreto).

Mientras esperaba, trataba de leer un viejo cuaderno de ucronías más o menos impersonales, miraba de reojo un reloj de arena que usaba una pareja para jugar ajedrez. Podían llevar toda la vida en eso. Esa escena me trajo un par de nombres disueltos por el tiempo-en-ron, quitándome de un golpe las ganas de seguir leyendo. «Your move…your move…» escuchaba inconscientemente. La partida ya estaba avanzada, pero aún no podía entreverse un ganador. La mujer parecía más concentrada, pero cada quien tiene su táctica para presionar al otro jugador. Cada movimiento lleva implícito una trama invisible, no solo para los jugadores. Eso lo aprendí jugando con mi abuelo, mucho antes de leer a Borges. El hombre jugaba con guantes, un detalle que no puede ser menor. A su lado tenía un perro lazarillo. Ambos eran ciegos. Miré al perro fijamente, preguntándole en qué momento los dos habíamos olvidado la luna. Pensé también —era inevitable— en Laika. Soledades perrunas. Tanto pasado, tanto futuro juntos me marearon.

De repente la pareja dejó de jugar pero siguieron dándole vuelta al reloj, como si estuvieran encallados en la arena, enquistados en el vacío del próximo movimiento. Ay, si fuera budista todo habría sido más claro, pero un día cambié al Buda por un dragón en un bazar. El perro al parecer tampoco era budista, pero no necesitaba escribir para vivir. La pareja seguía jugando con el reloj, se turnaban para darle vuelta, comunicándose sin hablar, olvidando el tablero y el perro. ¿Sentirían mi presencia? ¿Sabrían que estaban ahora conmigo en estas páginas dispersas? Sentía que podían escucharme en voz baja, siguiendo el sonido de cada una de mis letras, palpitando el eco de lo que se me escapaba, perdiéndose en el silencio hasta llegar al grito del hombre que ya aguardaba en Marte. El perro, Aquiles lo llamaban, podría ser mucho más que yo el eslabón perdido entre el neandertal y el de Marte. ¿En dónde estaba yo entonces? El perro me miraba como un sabio que está a punto de moler a palos a su improvisado discípulo. Al rato se quedó dormido. ¿Soñaría con caballos a los que les ladraría como a la vieja luna? Cuando Aquiles se durmió, los jugadores retomaron la partida. Jugó ella. Blancas al ataque: peón toma caballo (el perro no se despertó). Vuelta al reloj. Más arena movediza, disuelta, innombrable. No se hablaban, no se hablaban, hay jugadores así, hay parejas así… ¿Serían pareja? Si el perro soñara con caballos se despertaría. Mueven las negras (Ping, diría Beckett): caballo toma alfil: jaque. Más arena.
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El hombre se quita los guantes, son negros, de cuero, con una marquilla de metal. Sus manos son de músico. Se ven unas iniciales: A. C. La mujer acaricia suavemente al perro y le susurra algo al oído… No hay contraataque de las blancas, retroceso, casi retirada. Reina protege rey «postrero». Más y más arena perdida. (¿Si el perro soñara con torres?) Alguien llega. Apurada. Se sienta dándome la espalda, me ignora. Negras: caballo al rey: jaque, morirá la reina. Empieza a llover, primero tenue, luego febrilmente. El Extranjero se habría salvado. Los jugadores se olvidan del reloj. El final es inminente. El perro se despierta, se rasca, se lame y… aúlla. Ahora es de noche. La lluvia arrecia. Un par de jugadas más y llega el jaque mate. Miro a la mujer, que se ha volteado para ver al perro. Me sonríe. No es ella, pero puede serlo. No espera a nadie en particular. Yo puedo ser otro. Ella es otra. Sí, los parasoles ahora son paraguas de mal agüero que nos protegen de la intemperie pero no del amor. La arena no se mueve. Nos van dejando solos. Los jugadores se mueven y solo el perro se despide, moviendo un poco la cola. Nos quedamos solos, comenzamos una nueva partida.

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El presente cuento hace parte del libro «Y la jaula se ha vuelto pájaro», Ed. Orbis, Bogotá, noviembre de 2014.
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* Aquiles Cuervo es escritor patafísico nacido en Bogotá. Vive entre Rosario y París. Ha publicado una decena de cuentos, en concursos y revistas colombianas, chilenas y argentinas. Su proyecto principal ha sido desde hace un tiempo escribir una novela ucrónica titulada «La viudez como forma de vida», basada en los encuentros fantásmicos de Anna Dostoievski con Sofía Tolstoi en Crimea a principios del siglo XX. Su primer libro de cuentos («Lichis de Madagascar») fue publicado en enero de 2011 en la Editorial argentina El fin de la noche.
Correo-e: otrasinquisiciones@hotmail.com

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