EL CUERPO DE MI HERMANITO
Por Jhon Agudelo García*
[blockquote cite=»Vanilla Sky» type=»left»]Te veré en otra vida, Sofía, cuando seamos gatos[/blockquote]
Mañana tengo que entregar el ensayo de español. Y yo con esta desazón tan pesada que me aprieta el pecho. Que no me deja leer ni escribir ni pensar. Es que Gutiérrez ya no quiere jugar fútbol, como nos prometimos. Esta mañana, después del primer descanso, me leyó su proyecto de vida. Decía: «Quiero ser astronauta para irme a vivir en la luna». Y me sonrió. Y se quedó sonriéndome, como esperando a que yo le sonriera. Pero yo qué iba a sonreír si lo que tenía era muchas ganas de llorar. Tengo muchas ganas de llorar; yo no sé para qué la gente promete cosas que no va a cumplir, ¿es que les cuesta mucho quedarse callados? Yo entiendo que Gutiérrez esté harto de los chistes del Gordo, pero debería creerme. Debería contentarse con saber que mostrándonos en la Libertadores nos mirarían de Europa. Aunque, pensándolo bien, allá en Europa le podría ir peor. Es que en ninguna parte le van a decir «negro» con el cariño que yo se lo digo. Seguramente pensará que en la luna no lo van a despreciar por negro. Si mucho por terrícola, en caso de que llegue a hablar con alguien quién sabe en qué idioma. Muy gracioso que le dijeran: «Yo no quiero jugar con usted, por terrícola», así pensaría que también discriminarían al Gordo y a esa niña que le da pena salir con él. Así no le darían ganas de llorar en los baños, como lo hace en el colegio, porque sentiría un fresquito. Pero, sea como sea, es un traidor. Debería importarle que si todo se da como escribí en mi proyecto, estaríamos siempre juntos. Primero en El Verde y luego en Barcelona, como cuando jugamos Play. Para que vean que no es mentira, mi proyecto dice así: «Voy a hacer todas las tareas para que mi papá no me saque de la escuela de fútbol. Y voy a ponerle muchos pases al negro para que sea goleador y nos pongan en el verde. Y en el verde vamos a jugar muy muy bien y después vamos a jugar en Barcelona con Ronaldinho».
Pero el negro no ha sido el único faltón. Todo este mes ha sido de decepciones. Ahora que lo pienso, todo comenzó cuando de los treinta confites que recogí veinte eran piedras. No fue sino que me quitara el disfraz de Batman para que todo comenzara a desmoronarse. Porque quién hace pues un ensayo cuando el hermanito mayor de uno no está para leerle el libro. No es que tenga que hacerlo; yo solito he leído libros más grandes, pero él me lo prometió. Me dijo que cada cincuenta páginas me haría un mapa de la historia para que no me perdiera. Y se fue dejándome con un solo mapa y muchas dudas. Son muchos «buendías», hermanito, ¿dónde estás? Todos dicen que estás desaparecido, pero a mí me parece muy raro. Pues no es sino escuchar al negro hablar de gatos para sospechar que ese no es el motivo. El gato del negro se perdió una vez; llevaba cinco días por fuera, cuando acostumbraba a salir todas las noches y regresar todas las mañanas. La mamá y el papá del negro pegaron afiches por todo el barrio, que decían: «¿Ha visto a este gato?», con una foto del gato, obviamente, y dos teléfonos. Además salían todas las noches a buscarlo, tres horas la mamá mientras el papá dormía. Y viceversa. La hermanita del negro no los ayudaba porque ella es muy creída. Y no le gustaba Cirilo porque se comía los aburridos peces de su pecera. Gritaba: «Negro, venga por esa porquería. ¡No sé para qué se le compra comida!». Y el negro iba por él a la pieza de Julieta, pero ya no había nada qué hacer. Cirilo ya tenía engarzado en sus colmillos a uno de esos pececitos anaranjados. Era caso perdido, ya el pez era su juguete y luego sería su comida. «No meta la mano en mi pecera», gritó Julieta, cuando quise saber si esos peces eran reales. Y yo saqué mi mano porque ella es tan brava como el perro de la vecina. Pero como no me caía mal le pregunté: «¿Los peces no se aburren en la pecera?». Y ella me respondió que no, porque ellos se olvidan de todo cada cinco segundos. Entonces le pedí que me regalara uno. Y me dijo que no, porque como Cirilo le acababa de sacar uno, apenas le quedaban cinco, y le gustaba tener cinco, porque sí. Y después me dijo que me saliera de su pieza. Y yo me fui para la del negro, donde vi cómo el gato jugaba con el pez. «¿Son amigos?», le pregunté al negro. «¿Usted se come a sus amigos?». «No», le respondí. «Juega con su presa —dijo el negro— antes de comérsela». «Tan charro», le dije. «Sí, es charro», dijo el negro. Y me dijo también que no se lo comía todo. Que le dejaba la mitad de la presa. «¿Y usted se la come?». «No, claro que no —respondió el negro—, pero así son los gatos». «¿O sea que piensan que uno es otro gato?». «Sí, es por eso —respondió el negro—. No lo ven a uno como el dueño sino como un amigo».
Entonces el día en que volvió Cirilo, el negro no se sorprendió. Él sabía que no estaba desaparecido. Que resolvía sus asuntos y cuando fuera el momento volvería con sus amigos. Que no estaba perdido como decía en los afiches que repartían sus papás. Y por eso el negro me dice todos los días: «Tranquilo, hermano, que él vuelve, como volvió Cirilo». Y yo me tranquilizo. Pero veo el mapa en mi escritorio y recuerdo que el negro no estará en las canchas conmigo y todo se me revuelve otra vez. Ustedes pensarán que podría pedir plazo para presentar ese ensayo, pero adivinen qué… Ya lo hice y la profesora Eustelly me dijo que no, que no esta vez, no una vez más. Porque a la profesora no le importa que no esté mi hermanito, para ella es trampa que me lean. Yo soy el que tiene que leer, así mis ojos solo quieran llorar.
A ver, para que entiendan lo de mi hermanito. No sé si se dieron cuenta de que hace como un mes, acá en Bello, hubo una alarma de tsunami. Bueno, no de tsunami, pero así decimos en el colegio. Y razón nos sobra, porque el tsunami que hubo en Japón hace un año puso muy paranoica a la gente. Y quién no, con esos ríos de cadáveres que mostraba la televisión. Además, con esos bomberos tan chismosos, en la esquina de la cuadra, diciendo que no sabían bien qué pasaba pero que mantuviéramos la calma. Pensábamos que sería como en Japón y nos lo estaban ocultando. Pensábamos que el agua de la represa de Fabricato nos taparía a todos y al otro día seríamos los protagonistas del noticiero. Todo por ese viejo cuento que todos nos sabemos. Claro que razones hay para tener miedo: el municipio, si se mira desde arriba, es como un cono parado de cabezas. Y claro, algún día, como siempre se ha dicho, la represa se desbordará y solo sobrevivirán los peces de Julieta. Y parecía que ese día había llegado.
Mi hermanito por esos días estaba triste. No pudo entrar al equipo de rugby de la universidad. «No con ese cuerpecito», le dijo el entrenador. Pero el motivo de que llevara encerrado más de una semana no era solo la pena que sentía por ser tan flaco, sino un barro muy grande y rojo que le salió entre las cejas, que parecía un tercer ojo. Lo molestaban mucho, me dijo, y prefería salir sólo a lo necesario. Por fin el barro desapareció y salió a comprar una cadena para la cicla. Y no volvió, hasta hoy. Y ya ha pasado casi un mes. Y este tipo de meses no se celebran, como sí celebro que en dos meses me cambiarán de colegio y no volveré a ver tantas caras que me recuerdan esa noche. La noche en que todos corrían hacia La Meseta, donde uno va en agosto a elevar cometas. Pero ya no era agosto y los que alcanzaban la cima elevaban era sus manos como reclamándole a Dios.
Casi todos los que vi, desde mi balcón, arrastraban algo. Entonces yo adivinaba cuánto valían sus vidas. Muchos arrastraban el televisor, ese aparato tan inútil en el que no le avisaban a la gente que el rumor era falso, que la represa estaba intacta y lo que ocurría era uno de tantos desbordamientos de La García. Otros arrastraban sillas, licuadoras, cargaban sus mascotas. Me dio mucha risa el que llevaba la nevera. Pero a los segundos dejó de ser gracioso y pensé que era algo muy útil. Piensen no más todos los usos de una nevera vacía: si lo alcanzaba el agua la podía usar como barquito, si quería descansar podía dormir en ella, y si moría, como todos pensaban, sería su cajón.
No es que me las quiera dar de valiente, porque reconozco que sentí mucho miedo, pero en el fondo sabía que ese tal fin del mundo no iba a suceder. Es que desde mi ventana podía ver la montaña donde dicen que está la represa y estaba todo tranquilo. Aunque sí vi que un poco abajo, del otro lado de la quebrada, las casas no estaban en su sitio. Claro, eran casas de cartón y palitos, pensé para tranquilizarme. Pero la gente desesperada por pasar hacia el otro lado, hacia arriba, donde yo vivo, me impedía estar en paz. Es increíble que ese hilito de agua, que tantas veces he cruzado con tres saltitos, cuando se me va el balón, sea el verdugo de tantas familias. Increíble que separe dos mundos tan opuestos. La corriente comenzó a calmarse y parecía que no era el día final. Los que estaban en La Meseta comenzaron a bajar. Los que corrían vieron que ya no tenía sentido correr. Cirilo, al que pude ver tres terrazas hacia la derecha, maullaba, quizá tenía frío. Como yo, que entré de nuevo a mi casa, desde donde mi mamá, que no se despegó en toda la noche de la radio, nos llamó, a mi otro hermanito y a mí, para que escucháramos los primeros informes, dos horas después del pánico general, cuando ya no salvaría ninguna vida.
El señor de la emisora dijo que había cadáveres regados por las calles. Y se atrevió a decir, para él, quiénes eran los culpables. Luego puso a hablar a un reportero que empezó a leer listas de desaparecidos. Y mi hermanito no estaba en las listas. Nunca estuvo en ninguna lista. Solo hoy alguien llamó a decir dónde estaba. «Los gatos son así —me dijo el negro, cerca de la tumba de Andrés Escobar—, no se dejan incluir en listas, se van de la casa cuando sienten que van a morir; son tan orgullosos que no les gusta que veamos sus cuerpos débiles». Entonces yo no quiero acercarme al ataúd, porque ante todo la voluntad de los muertos. Sobre todo la de mi hermanito, que me ayudó con el ensayo como prometió. Pues alguien le contó a la profesora Eustelly que encontraron su cuerpo y me dio una semana más de plazo. Pero yo no sé qué hacer con este mapa; no lo entiendo, de verdad, no lo entiendo. Lo voy a enterrar con él, sí, pero antes le voy a dibujar la ruta hasta mi pieza, para que crea que allá hay un tesoro. Y cuando llegue: ¡zas!… El tesoro es un abrazo de oso que le tengo guardado hace mucho tiempo. Quién quita que tenga más vidas, como los gatos. Sí, enterraré el mapa con él. Con la esperanza que se entierra un tesoro, no como se entierra un hermanito.
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El presente cuento hace parte de su libro No es tiempo de crecer.
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* Jhon Agudelo García (Medellín, 1988) es estudiante de Letras: Filología Hispánica de la Universidad de Antioquia. En 2012 ganó el premio Andrés Bello de la Biblioteca Marco Fidel Suárez. En 2011 y 2012 obtuvo la primera mención en el Concurso Nacional de Cuento de la Universidad Externado. En 2013 ganó el VII Concurso de Cuento Universitario Ascun Cultura. También en el 2013 obtuvo el Estímulo al Talento Creativo, convocado por la Gobernación de Antioquia, que le permitió publicar su primer libro: «No es tiempo de crecer» (cuentos). En 2014 ganó el Concurso Nacional de Cuento del periódico El Colombiano. Ha publicado en el Magazín del Cuento del periódico El Espectador y en varias revistas y antologías. Ha participado como escritor invitado en talleres de escritura (Relata) del Ministerio de Cultura.