Literatura Cronopio

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Cuando los pajaros se arrastren y los peces vuelen

CUANDO LOS PÁJAROS SE ARRASTREN Y LOS PECES VUELEN

Por Manuel Gris*

—Y así es como llegamos a la conclusión que os había explicado antes. Cuando…

De veras que yo no soy así, suelo atender siempre, nunca me duermo, nunca hablo con los demás pero hoy, sinceramente, no estoy para ninguna de estas mierdas que suele explicarnos a primera hora la señorita Abcam.

La pizarra parece inmensa, desproporcionada. Demasiado llena de letras como para que alguna quiera decir realmente algo. Me acuerdo de cuando venir a clase de Filosofía del Lenguaje me parecía muy gratificante, tanto como para madrugar a la hora que me tocaba y no ir con el resto de mi cuadrilla a tomar un café de esos que a primera hora duran las dos primeras clases y parte de la siguiente. Me llaman pelota a veces, chupaculos otras. Jon, mi hermano gemelo, me llama gilipollas muy a menudo, pero no tiene nada que ver con esto, así que no sé a qué viene ahora pero ya lo he dicho, así que lo siento.

—¿Entendido?

La gente ni asiente ni niega, como si no fuese con ellos, y veo cómo la Abcam cierra la boca poco a poco y, tras coger el borrador y hacer desaparecer la mitad de la pizarra, continúa escribiendo un interminable conjunto de letras y más letras que supongo que forman palabras que crean frases que deberían darnos un párrafo que nos servirá en un futuro examen, pero me rindo y miro por la ventana, donde aparte de ver los pies de los universitarios que están en la terraza esperando, en el mejor de los casos, a que pase el siguiente minuto no consigo encontrar nada que me ayude a escapar de aquí. Por lo que sigo haciendo la lista de cómo me siento, solamente para que todo, a lo mejor, se acabe de una vez.

Aburrido. Cansado. Apático. Hasta los cojones.

Menudo coñazo.

Miro el reloj de la pared. Queda más de media hora. Media interminable y aburrida hora pero, cuando llevo cuatro segundos siguiendo al segundero con la esperanza de que me lleve en algún momento a algún lugar mejor, lo siento. Un cosquilleo, agradable en realidad, que empieza en la planta de los pies y sube por mis piernas hasta la cintura, donde pasa por detrás del ombligo y en un sprint final llega hasta mi cerebro haciéndome gritar al tiempo que me cubro los oídos con las manos y cierro los ojos de puro dolor. Cuando los abro descubro, sorprendido, que no ha sido solo cosa mía, que no me ha dado una embolia o he sufrido una combustión espontánea, porque el resto de la clase y la señorita Abcam están igual que yo, con los oídos tapados y la cara pálida tratando de comprender qué es lo que nos ha hecho gritar.

Y entonces ocurre algo que no sé explicar, pero trataré de hacerlo. A ver qué sale.

Como si un campo magnético me atrajera con una fuerza realmente intensa empiezo a separarme de mi pupitre y mis pies suben hasta apuntar al techo, como si hiciese el pino, y entonces me agarro a la larga mesa atornillada al suelo de la fila número cinco en el momento exacto en que la fuerza crece como si estuviera atado a una cuerda por los tobillos y alguien tirara con todas sus ganas en dirección al techo. Oigo más gritos, algunos no han parado de sonar desde el momento en que el dolor de cabeza nos encontró, y suenan como golpes de un martillo que descubro, al mirar al techo juntando mi barbilla al pecho, que son compañeros que están chocando contra las lámparas y las vigas, que deben estar a unos tres metros de mí, como si cayesen por un precipicio. Pero el techo es el fondo de ese abismo y no entiendo nada de lo que pasa.
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Busco a mi alrededor a alguien más que se encuentre en mi situación y al final de la habitación, donde está la salida de emergencia más cercana, me encuentro a la señorita Abcam gritando como una loca y agarrada con todas sus fuerzas al hueco que sirve de apoyo para los borradores que hay en la ahora cima de la pizarra. No sé cómo lo hace pues el trozo de plástico debe medir menos de diez centímetros, y me encuentro pensando que la Abcam debe pesar unos treinta quilos, si no ya debería haber cedido la estructura. Pero entonces, como si me hubiera leído la mente alguna deidad de esas que nunca hacen nada por los demás aparte de recibir alabanzas, un crujido de plástico agrietándose resuena y choca con todas las paredes perseguido por el grito de pánico de la pobre profesora, futura ex profesora, que cae al vacío que termina donde su mesa se estrelló en el momento del giro. El flaco cuerpo de la señorita Abcam cruje en el punto donde su columna vertebral encuentra el borde de la mesa, y ahí se queda. Inmóvil. Inerte. Con suerte muerta. Con mala suerte, tetrapléjica.

Mis ojos deben estar abiertos como platos y mi boca completamente desencajada. Me invade una sensación de abandono tan grande que apenas puedo sujetarla y, sin saber por qué, lloro. Escapa de mis ojos una lágrima que, poco a poco, llega a mi barbilla y, de ahí, se lanza y cae y llega y muere cerca de una viga agrietada del techo que siempre creí que me caería encima algún día. Pienso en secarme la cara pero recuerdo que estoy fuertemente agarrado a la mesa. No siento mis dedos. Y decido que lo mejor será subir.

Haciendo uso de esa gran tontería de hacer flexiones de brazos en una barra que todos tuvimos que hacer en clase de gimnasia de E.G.B. y nunca creímos que serviría para algo en realidad, elevo mi cuerpo hasta el hueco entre el suelo, ahora techo, y la parte superior del pupitre, ahora suelo de mi improvisada cabaña alias refugio. Me asomo al extraño precipicio y, aún estupefacto, observo cómo algunos de mis compañeros se mueven, se arrastran más bien, entre lámparas rotas, vigas y todo lo que había en nuestras mesas. Portátiles, estuches, mochilas, gafas, libros, allá a lo lejos creo ver una Hustler. Algunos están heridos, tobillos torcidos y moratones varios, deduzco por su forma de moverse, pero otros, mis ejemplos ahora mismo a seguir, se ponen en pie y caminan hacia donde está la puerta que intuyo que no podrán alcanzar porque está a unos dos metros de altura, anclada al suelo que ahora es nuestro techo.

Sin darme tiempo a pensar por qué, de ser así, me quedaría completamente petrificado por la escena que tengo delante y que no me creo estar viviendo, decido saltar al vacío. Me siento en el borde con las piernas colgando en dirección al techo y, tras inspirar y exhalar un par de veces, me dejo caer.

Cuando llego al techo trato de flexionar las rodillas y dar una voltereta como tantas veces he visto en tantas y tantas películas, y para mi sorpresa no lo consigo. El cine es una farsa. Lo que sí pasa es que el golpe hace que tiemble todo mi cuerpo y un dolor intenso recorre mis rodillas y la columna se resiente, pero no ha sido para tanto y me pongo en pie a los pocos segundos. Cuando consigo recuperar el aliento me sorprende ver a mis compañeros escalando la pared que lleva a la puerta con una cuerda que no sé de dónde han sacado hasta que veo a Lau, una pelirroja atlética y terriblemente morbosa, que está sacando de su mochila todo su disfraz de escaladora y entonces recuerdo la semanita que nos ha dado explicándonos la excursión que iba a hacer mañana, sábado. Hemos tenido suerte de que esto nos haya pasado en viernes.
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Llega mi turno y escalo la cuerda como, de nuevo, me enseñaron en E.G.B. y al límite de mis energías llego a la cima donde me ayudan entre dos a cruzar la puerta. Cuando me pongo de pie me alegro de que los pasillos tengan los techos más bajos que las aulas pero, al instante siguiente, mi extraña alegría se vuelve pánico y asombro con la postal que se muestra ante mí. Un gran pasillo con un número indefinido de cuerpos, inconscientes algunos o siendo arrastrados por amigos y profesores otros, junto con cuadros, armarios y mesas esparcidas aquí y allá por todo el techo que me hace chocar de frente con una realidad que no logro comprender, pero trato de asimilar como la verdadera. Me pellizcaría si pudiera, pero no me atrevo por si se da el caso de que no despierto.

—¡Por aquí!, ¡vamos!

No sé quién ha hablado con tanto liderazgo, con tanto entusiasmo, pero al igual que el resto de gente que aún podemos caminar no me importa y sigo a todo el mundo por el pasillo en dirección, reconozco al cruzar la primera esquina, a la puerta principal. A la calle. Parece lógico en realidad, salir de aquí, escapar de este edificio que está boca abajo. Escapar de lo extraño buscando en el mundo real esa lógica cuya ausencia en estos momentos poco a poco nos está sorbiendo los sesos a todos. A mí, desde luego, me está dejando el cráneo completamente seco.

Veo la claridad del día y a medida que me voy acercando un tapón humano me impide llegar a ella hasta que paro completamente. Nadie dice nada. Nadie se mueve. Inmóviles como maniquís esperando a que alguien les meta mano. La esperanza que había crecido en mi interior al ver la luz natural empieza a eclipsarla el odio por todos y cada uno de los que me impiden llegar a ella. Quiero salir. ¡Dejadme salir! Harto, histérico, les empujo a derecha e izquierda para construirme un túnel a través de ellos y alcanzar a al fin la calle.

Pero, al llegar. Un momento. ¿Qué?

Llego al tejadito de metal que cubre la entrada principal, bajo el que nos apelmazábamos los días de lluvia para fumar y, al mirar al frente, arriba, abajo, a derecha, a izquierda, las piernas me tiemblan sin control. Sin ninguno en absoluto.

Delante de mí, el Edificio A está boca abajo, como un espejo de lo que debe ser el Edificio B, desde el cual miro a mi derecha y me encuentro con un chico joven, seguramente de primer año, sujetándose con todas sus fuerzas a un raquítico árbol que plantaron hará un par de semanas y que también está bocabajo. Arriba está el asfalto, sin rastro de todas las colillas y vasos de café que lo caracterizan pero donde, a lo lejos, si veo la barra donde aparcamos las bicicletas, de la que cuelgan todas y cada una de ellas creando algo parecido a esos juegos de mesas con bolas que chocan entre sí que tanto abundan en las consultas de los psiquiatras. Y, finalmente, miro abajo donde, definitivamente, mi mente implosiona metafóricamente hablando.

No hay nada más que el cielo, un cielo gris como la base de un cenicero en el que unas pocas nubes violáceas luchan por encontrar un hueco donde permanecer quietas. Nunca me había parecido tan grande, tan inmenso ni lleno de aire como ahora. Tan lleno de vida.

El chico de primero grita una vez más pidiendo auxilio y, en cuanto me giro para observarle, se suelta de la rama del árbol, más bien le resbalan las manos, y cae al cielo, como en caída libre pero al revés, llegando tan pronto a las nubes, que le devoran y le hacen desaparecer, que apenas puedo asimilarlo. Se ha perdido en el cielo. Tragado por él. Como si la gravedad se hubiera vuelto del revés.

Y yo solo puedo preguntar, ¿y ahora qué?
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* Manuel Gris Llorente nació en Barcelona en mayo de 1982. Es técnico de laboratorio de diagnostico clínico (trabajo en investigaciones científicas). Ha publicado varios relatos en la revista digital La Náusea y en páginas de temática de ciencia ficción. Es autor de cinco novelas publicadas por la editorial Ediciones Oblicuas.

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