Literatura Cronopio

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Amor ardiente o que sabes de mi si la compasion te niega auxilio

AMOR ARDIENTE O QUÉ SABES DE MI SI LA COMPASIÓN TE NIEGA AUXILIO

Por Jesús I. Callejas*

[x_pullquote cite=»Henrik Ibsen» type=»left»]El hombre más fuerte del mundo es aquél que se mantiene solo[/x_pullquote]

Escucho en febril desespero tus indolentes llamadas telefónicas con más odio que pasión; refugiada en la obscuridad, centinela de citas siempre fugaces por culpables. Vagina de mis noches, la obscuridad es mi único testigo. Aliada fiel nunca me abandona. Repito y repito la grabación de las llamadas para intentar saber por qué. El eco de la voz que ahí dejaste es más frío que el receptáculo hostal que la recoge. Dice que me ama, pero que hemos terminado; que no me olvida pero que te deje en paz… ¿En paz contigo mismo? No te hallarás a salvo ni de ti mismo. Me pregunto, incrédula y carente de vocación ante el desesperado cinismo del mundo, si esa voz partió de ti, si el oxígeno la modeló y perfeccionó en tu diafragma, pulmones y laringe para convoyarla hasta mis tímpanos sin caricia vibratoria.

Argumentas que no puedes seguir hiriendo a tu familia, pero me hieres; me laceras y apartas. Soy un artículo inservible. Eso soy, otra mujer que ha cumplido su función sexual en el ritual misógino y al naufragio emocional es condenada. Así de simple. Deseo hijos e ingrávida me dejas… Sabes de mi devota afición por el oriente y la ridiculizas llamándome «occidental esnobista»; sin embargo, aceptaste la ilusión ceremonial que se te concedió mediante este espíritu abultado en gentilezas. Perdón, el maquillaje se me chorrea… Yo te ofrendé un parto de cariño bellamente depositado. Qué de las reservas electromagnéticas que en ti invertí debilitando mi propio sistema inmunológico. Conoces y olvidas la habitación sagrada donde bañe tu cuerpo de impurezas industriales, del monóxido de carbono aferrado a tu ropa de hombre «civilizado», el alimento puro y orgánico que llevé a tu boca. Estas manos de respladeciente rostro hoy redactan los gemidos que mi corazón les dicta. Pobre corazón el mío que no supo mantener cordura, que desdeñó su empeño en seguir la senda intermedia, en desconfiar de los apegos. Y qué peor apego que el sexo con un amante de hermosos atributos en el ilusorio mundo de la carne…

Lo admito humildemente. Fui advertida: Te encaminas al desastre… ¡Huye, estás a tiempo! No es un hombre quien te tienta, sino el universo con una de sus infinitas partículas. Y ya ves: la partícula tú, meteorito mezquino, impactó fatalmente un planeta que se creía seguro en su tranquilo eje de asexual rotación. Cómo pretendes ignorar los tules, cortinajes y el aliento de las velas cegadoras, el incienso penetrando tus sentidos con la más fina sexualidad, la delicadeza en las miradas que rebasan fisiología, las palabras susurradas del conjuro, la inmolación de mis canales energéticos en favor de tus mundanos caprichos. Me suicidé en vida por ti desde que abrí la brecha que te permitió el asedio por toda puerta de acceso a mí árbol interior. Ay, voluble hombre; tu género es la maldición de mujeres como yo: débiles, frágiles… engreídas. No debo preguntar por qué apareciste en mi vida, sino por qué accedí a que mis sentidos me condujeran a la tuya, que sometiera sin voluntad la plaza del orgullo. Tú, arrogante, recorriste el sendero bajo el colosal portón de bronce, aquél que los babilonios opusieron sin éxito a la crueldad de los invasores persas… En fin, qué sentido tiene decir tanto; eres un bruto sólo preocupado por cifras de negocios. He sido una ciudad tomada sin resistencia, así que puedes proclamarlo: el sitio no existió, pues el enemigo se rindió sin vacilaciones ante el bárbaro. Pero, si algo la historia de nuestra especie enseña es que no podemos alterar nuestra naturaleza; en todo caso expresarla de diversos modos, es decir, disfrazándola. Sometíme a tus plantas de guerrero seminal, a la seguridad de tu carácter, a tu personalidad impositiva y desenvuelta, yo, la que permaneció incólume, aquietando durante años, ese caprichoso deseo del cetro hormonal que un día, traicionero es, nos colma de felicidad y esperanza. Te aprovechaste de mí artero al descorrer la cremallera inferior y mostrar los atributos de la perdición con descaro inusitado. Y es que eres un dios encarnado, arrogante y soberbio como un avatar… Canalla… Mi error consistió en medir tu supuesto amor más por pulgadas que por afecto. Soy el desprestigio de las feministas que se proclaman libres del sometimiento eréctil —nota con qué mesura, y me cuesta, manifiesto lo que merece una sarta de malas palabras y grotescos reclamos— como la periodista lesbiana que declaró en aquella célebre fiesta que los hombres se creen con derecho a imponer su prepotencia por lo que cargan en las entrepiernas y un raudo homosexual le ripostó diciendo que hablaba así porque ella carecía precisamente de ese bulto entre sus entrepiernas.
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Me has llamado histérica, melodramática, ninfómana, sofocante. Mi modo de manifestar el amor, al que tan ajeno estás es completo, total. Pretendió fundirse a ti en el tantra para así elevarse a la divinidad, pero qué digo; qué puede saber de semejante sabiduría iniciática un primitivo que se jacta de resistencia sexual ejercitada para su egocéntrico beneficio, para el sometimiento, para imponerle servidumbre y ataduras a su víctima. Sabías que más que reprimida, era una pobre mujer en redención dejando atrás un accidentado y tortuoso sendero de promiscuidad. El placer sudoroso desató en mí las memorias de la desvergüenza, el lenguaje salvaje, las miradas posesas que me provoca cada orgasmo… Ay, para qué seguir… Pudor y asco sólo inciden en mi arrepentimiento cortando, tasajeando, desollando. Supiste aprovechar mi punto frágil y más por vanidad que por deseo, oh, reptil ejecutivo, con mudable piel de sacos y corbatas, te diste a la patética tarea de hacerme caer veloz al pozo de la subestima. Te dije, te imploré: Soy flor de invernadero; muero aireada por los rotantes satélites de la ordinariez. Trátame con delicadeza. Dame cristalería opaca y color pulido, no desértico espejismo ni plástica semántica. Soy una paciente estable, pero la cura no existe para mí… Por ti rechacé al amable novelista calvo y neurótico, creo que es bipolar, cuyas intenciones se manifestaron en todo momento caballerosas. Pero, una vez más la imbecilidad femenina se impuso: Lo que no me entra por los ojos no me entra por ningún sitio… Y tú, ¡hijo de puta dotado como burro en brama, me entraste por todo resquicio posible! ¿Ves? La vulgaridad rencorosa me hace violar con groserías la mesura que me impuse…

Traicioné el propósito de buscar la belleza interior de un hombre y fracasé pisando otro escalón en mi largo espiral de fracasos. Desesperación y vahidos ateridos a la piel del alma… Debo interrumpir esta… iba a decir carta; no lo es; se trata de una modesta reflexión o más bien, de un intento autoconfesional pisoteado por palabras que detestan lo humillante de su empresa y se vengan regando dolorosas letras. Me atreví a rebelarte, desafiando la vulnerabidad por todo individuo merecida, que mi asistencia mensual a la consulta del psiquiatra esfinge. Sí, el también empastillado, me alteraban. Quise dejar los medicamentos. El pánico… Temí ser ingresada cuando zíngaras y furias a mi alrededor danzaban el ritornello de la perdición empujándome hacia la desgracia convertida en hombre: carnalizada en ti. Mi psiquiatra decía: «Tu capacidad cognitiva es más de la esperada», mientras bebía su ansiolítico (la pequeña estantería a su derecha contenía más de cuarenta frascos) con un gran vaso de soda; aseguraba que todo estaba bien con esas «inocuas alucinaciones» y lanzaba sonriente sobre mí una receta tras otra, palomas estigmatizadas, similar al orate que al ganar la lotería quiso poner remedio a las injusticias sociales de una ciudad corrupta —que no mencionaré ya que ello tendría efecto de mantra adverso— arrojando billetes desde un rascacielos con cúpula negra y éter malignos. Y el incidente de su secretaria… Al sufrir una crisis, o, según ella, «un divino, privilegiado momento de revelación», le sobrevino un trance «hablando en lenguas» y golpeando al caer su cabeza contra el bamboleante archivo que contiene en planas cápsulas las vidas de los pacientes atados a la consulta del psiquiatra pastillero por invisibles psicotrópicos. Supe que estoy enferma cuando varias gavetas se abrieron a la violencia del frío paisaje abdominal y, entre chorrros de expedientes, apareció el mío, mi nombre, sí, desgajándose en plumas inconexas. Sucedió con precisión asombrosa: la secretaria abría la gaveta y de pronto se desmadejó con la boca enredada por clavos de jerga mientras yo esperaba mi turno. Fue todo extraño: ella tendida gentilmente con un hilo de sangre en la sien derecha, artísticos montones de expedientes alrededor, la recepcionista llamando histérica a Emergencias en lo que con no suficiente disimulo extraía un frasco de su bolso estilo «cocodrilo verde en estación». Y frente a mí, este nombre por el que respondo ante el registro humano, nombre o marca, como la que se aplica al ganado, por ejemplo, y la sensación de desconfianza creciente: Lejano queda el sendero a la autorrealización. La mujer se recuperó sin recordar lo sucedido y yo una vez más asistí a otra cita para acopiar recetas en el tórax y sentir así tanto ahogo en un conducto que no demora en bloquear compuertas.
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Pero, volvamos a lo nuestro. He pensado reclamarte tus infamias y decirte: Ya no te amo; pero, seamos coherentes dentro de lo posibilitado por las esquizoides ráfagas. Así no funcionan los sentimientos; el corazón marca ciencia inexacta en lo que concierne al departamento afectivo, por mucho que el bastión biológico declare lo contrario. Me creí incólume, repito. Lo creí y aseguré que tras mis visitas a la India y al extremo oriente, al manosear devota columnas y estatuas en templos, empaparme de los Vedas, de mi debilidad por el Advaita Vedanta, del zen en los jardines japoneses y su quietud de té atmosférico. Tonta de mí… Fui más sujeto que objeto ante la incapacidad de unificarlos… ¿Por qué lloro sin freno? El contestador de llamadas repite tu mensaje nefario y yo procedo a encender más y más velas rodeada de mis cuarzos. En orgía se mezclan los dispares colores de las velas con las esencias de sándalo, lavanda, jazmín, gardenia, violeta, almendra y yo siento que se me emponzoña el ánimo en una sonrisa de perdón que aspira llegar a la academia del olvido. Hoy no he consumido mis siete píldoras; no las necesito, pues sé que afrontaré el futuro con buen ánimo, valerosa y positiva… Espera… ¡Oh, algo insólito ocurre! Las trescientas velas dispuestas alrededor de la pagoda habitación extienden lenguas ávidas hacia los azules, dorados y purpúreos cortinajes que proceden a enredarme como telas de arácnida sentencia formando una llamarada que se eleva contra el techo y rebota hacia mí… Todas se han confabulado… Oigo campanas celestiales… ¡Qué éxtasis! No lo he planeado, lo juro, pero no puedo dejar de escribir estas líneas finales, no puedo abandonar el almohadón comprado en aquel bazar de El Cairo que tanto reposo le otorgó a nuestros clímax nocturnos… ¿Recuerdas? Qué vas a recordar, macho bestial… El calor me abrasa y quedo paralizada… La punta de mi sari recibe tímido beso de la fauce diamante preámbulo al dragón… La sandalias huyen sin mí… Te perdono; sí, te perdono y espero reencontrarte en la próxima vida… Entonces me amarás. El anillo de fuego serpentea en mi busca…
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* Jesús I. Callejas (La Habana,Cuba, 1956). Estudiante de múltiples disciplinas —entre ellas historia universal, historia del arte, literatura, teatro, cine, música—, afortunadamente graduándose en ninguna al comprobar las deleznables manipulaciones del sistema educativo que le tocó sortear. Por ende: No bagaje académico. Autodidacta enfebrecido, y enfurecido; lector de neurótica disciplina; agnóstico aunque caiga dicho término en cómodo desuso; más joven a medida que envejece (y envejece rápido), no alineado con ideologías que no se basen en el humanismo. Fervoroso creyente en la aristocracia del espíritu, jamás en las que se compran con bolsillos sedientos de botín. Ha publicado, por su cuenta, ya que desconfía paranoico de los consorcios editoriales, los siguientes libros de relatos: Diario de un sibarita (1999), Los dos mil ríos de la cerveza y otras historias (2000), Cuentos de Callejas (2002), Cuentos bastardos (2005), Cuentos lluviosos (2009). Además, Proyecto Arcadia (Poesía, 2003) y Mituario (Prosemas, 2007). La novela Memorias amorosas de un afligido (2004) y las noveletas Crónicas del Olimpo (2008) y Fabulación de Beatriz (2011). También ha reseñado cine para varias revistas, entre las que se cuentan Lea y La casa del hada, así como para diversas publicaciones digitales. Recientemente ha publicado los trabajos virtuales Yo bipolar (2012) (novela); Desapuntes de un cinéfilo (2012-2013), que incluye, en cinco volúmenes, historia y reseñas sobre cine; y Arenas residuales y demás partículas adversas (2014) (relatos). Callejas es descendiente de Manuel Curros Enríquez, considerado junto a Rosalía de Castro el mejor poeta en lengua gallega.

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