Literatura Cronopio

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Resucitados

RESUCITADOS

Por Carlos Mario Aguirre*

—Estuve escuchando esta tarde la homilía del padre Álvaro —dije, después de un rato en que todos nos quedamos callados. Ellos, formados en círculo frente a mí en la mesa del bar, y rodeados por la música y las voces de las otras mesas, me miraron como si se me hubiera estallado la cara. Eran Luis (mi amigo pintor), Omaira (mi amiga cantante) y Pablo (mi amigo escritor). Omaira fue la primera en opinar:

—Eso era que estabas enfermo, pues. ¡Semejante ateo…!

Pablo soltó la primera risa y me apoyó:

—Ah, pero cómo así. Los ateos también tenemos derecho a ver la misa por televisión, ¿no?

Luis también se estaba riendo ya, pero, como siempre, no soltaba su papel de analista «neutro» de cualquier cosa.

—A ver, panzón de mierda —dijo—. Con qué nos vas a salir.

Cuando detuve la carcajada que frecuentemente se me escapa por lo que sea, tomé aire para explicarles:

—No, es que si vieran… Estaba hablando de una vuelta toda bacana. El tema era la resurrección, pero el padrecito este lo estaba abordando desde el punto de vista del arte. Pues, es algo que uno escucha mucho por ahí, pero uno nunca se imaginaría que lo dijera un padre.

Omaira y su costumbre tan bonita de prestar atención:

—¿Y cómo era?
—Parce, era como que la resurrección en la tierra es posible si por ejemplo uno compone una canción —la señalé a ella— o pinta un cuadro —señalé a Luis— o escribe un poema —señalé a Pablo—. ¿Sí o no?
—Aaah —dijo Luis y movió los ojos en círculo—. Ya sé pa’ dónde vas.
—No, pero dejame —dije yo.
—Sí, bobo, dejalo —se me unió Omaira.
—Vea, pues —continué—. Entonces si ustedes se mueren, y alguien escucha tu canción —la señalé— o mira tu cuadro —lo señalé— o lee tu poema —lo señalé—, ese alguien te está escuchando… te está mirando… te está leyendo.

Pablo se echó un trago de cerveza, como si se la estuviera vaciando por dentro hasta los pies.

—O sea que son las obras… pero las obras son ustedes. Y en ese momento, ustedes ya no están muertos.

Omaira y su sonrisa divina que decía: «¡Ve… sí!». Pero Luis ya tenía su ataque preparado:

—No me jodás, Aguirre —me dijo—. Eso es pasado de romántico.
—Pero oigan a este —dije yo—. Si es una cosa demostrable, pelota.
—Quién dijo que la imaginación es demostrable —dijo él—. La gente se inventa lo que supuestamente le dice la imaginación. Pero nadie, ni siquiera uno mismo, puede demostrar que sea eso lo que de verdad le dijo, que eso que uno explica sea lo que de verdad imaginó.

La misma sonrisa de Omaira: «¡Ve… también!».

—Ayudame vos, a ver —le dije a Pablo.
—No, cuál —contestó él—. Los dos tienen razón y ninguno la tiene.
—Ay, no, pues tan Turbay esta perra —le dijo Omaira, y todos nos pusimos rojos de risa—. Mirá, Carlitos. Es como cuando vos sembrás un árbol en un bosque. Vos sos el que prepara la tierra, el que abre el hueco, el que escoge la semilla… Vos empezás a ir todos los días a echarle agüita, a ponerle abono, a ver cómo va… Cuando crece, vas, te le sentás al lado a leer, a fumarte el porrito, a escribir un cuento, a recostarte con los audífonos puestos; hacés un picnic con los parceros y se ríen y tocan la guitarra y hablan y hablan… Te conseguís una novia y vas allá con ella y se dan los picos, de pronto hasta más si lo sembraste bien lejos…
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Luis soltó una carcajada morbosa y miró a Omaira con el deseo del que ya Pablo y yo estábamos enterados.

—Y mientras tanto, el arbolito crece y crece. Entonces, bueno, vos te morís —dijo, y yo asentí—. El árbol va a seguir creciendo solo. Pero es el árbol, no sos vos: es la vida del árbol, el viento que le pase por las hojas al árbol, la luz que le dé al árbol. Y vos ya no estás en ninguna de esas cosas. Lo mismo las obras. Las obras existen, vos no. Ya no estás, porque nada es extensión de uno.

Miré a los muchachos, y Pablo imitó con el puño derecho la forma de una bocina, se la puso en la boca y exclamó:

—¡Uuuh!

La risa nos dejó temblando casi un minuto.

—¡Pero vea pues! —dije luego.
—No, no. Muy bien, pelada —le dijo Luis a Omaira—. ¡Salud! —Hicieron chocar sus botellas.
—¿Sí vio, hermano? —dijo Pablo—. Uno a esta gente no le puede decir nada borracho.
—No, todo bien —fingí indignarme—. No les vuelvo a contar nada.
—¡Tan bobito! —dijo Omaira y me sacudió un brazo y todos seguimos riendo, sin saber muy bien por qué.
—Qué va —contraataqué—. Pa’ saber que me diste la razón.
—No, señor —dijo ella, poniéndose seria y enderezándose en su asiento.
—Claro que sí.
—Que no.
—Que sí.
—¡Que no!
—Ay… —dije, para cancelar el juego, y a continuación suspiré—. Obvio que un árbol es un ser vivo, ¡dáh!

La risa de Pablo lo hizo toser el humo del cigarrillo que acababa de encender (porque el dueño nos dejaba fumar en el bar), y alguna chica de las otras mesas volteó a mirarnos.

—Pero —seguí yo— ¿por qué existe el árbol? Es que es también como tener un hijo. Biológicamente, un hijo de uno es la continuación del ADN de uno…
—Ah, ¿y es que vos le podés echar tu ADN a un árbol? —me interrumpió Omaira—. Muy degenerado, m’ijo.

Reírse, en este punto, era casi rutinario.

—Claro que no, dejá hablar —le dije—. El árbol existe como consecuencia de una acción mía, ¿sí o qué? Lo mismo un hijo: es una acción descuidada de uno. Y por lo tanto, es parte y continuación de uno y de sus actos. Por eso es que el tema de la homilía era bacano: no es estar ahí en cuerpo ni en alma, si es que esa cosa existe, pero sí en la interpretación que otro le pueda dar a algo que vos hiciste, porque las canciones, las pinturas y las letras son cosas físicas, verificables, que afectan a otras personas.
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—Ole, como estábamos pasando de bueno hace un rato —dijo Luis—. Eso fue que te pusiste a ver Enter the Void o te leíste el Corán o cualquier otra vaina budista.

Mientras reía, ya sin muchas ganas, yo sabía que, por debajo de la mesa, Luis estaba rozando con un zapato la pantorrilla derecha de Omaira y que a ella, evidentemente, aunque no tuviera nada con él (no que yo supiera), no le molestaba.

—Vos tenés razón —terció Pablo—. Mucha gracia oír a un padre hablando de eso.

El resto de la noche hablamos de muchas otras cosas, nos reímos de muchas otras más, recordamos lo de siempre. Nos conocíamos hacía siete años. Habíamos empezado juntos la misma carrera, pero ellos tres se habían arrepentido y tomado otros rumbos, mientras que yo soporté esa tortura hasta el final.

Y ahora Pablo, o más bien al día siguiente, iba a viajar a Estados Unidos a hacer una maestría. Luis tenía ya su estudio en Bogotá, y Omaira, en su nuevo trabajo, haría presentaciones por todo el país. No nos volveríamos a ver. Nunca.

A cierta hora, ellos debían partir hacia el mismo sector de la ciudad (serían dos borrachos con una chica medio sobria en un taxi), así que les dije que me quedaría.

—¿Vos sos güevón? —me dijo Luis—. Cómo te vas a quedar aquí solo.
—Háganle, tranquilos —les dije—. Yo me voy dentro de un ratico.

Pablo hizo un gesto de resignación.

—Se cuida, parcero —dijo.

Los muchachos me dieron la mano y Omaira se inclinó para despedirse (pues no me levanté de mi silla) y posó sus labios en la comisura derecha de mi boca. Qué rico, carajo.

—Chao, corazón.
—Suerte pues, maldita buena.

Me quedé allí media hora y reparé en las botellas que habían dejado.

Sin duda alguna, en la de Pablo habían quedado rastros de su saliva. Y él había besado a su exnovia en la tarde, a la fuerza, después de que ella se despidiera, diciéndole que no quería volverlo a ver.

En el cuello de la botella de Luis había quedado plasmada una de sus huella digitales. En la mañana, le había dado un manotazo a su hermana durante una discusión. Casi había llorado al contarnos lo arrepentido que estaba. Y esa misma mano había acariciado la cintura de Omaira cuando se subió al asiento trasero del taxi.
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Ella, con sus uñas largas de guitarrista, había rasgado la etiqueta de la cerveza. Y yo me enteraría luego, tras una llamada, que el día anterior se había hecho una prueba casera de embarazo. A través del teléfono, sentí en su voz que el impacto del resultado aún le dolía en las entrañas. No mencionó a ningún culpable. Y yo no se lo pregunté. Lo que hice fue imaginarla apretando la prueba de embarazo con aquellas mismas uñas.

Para completar el círculo, puse mi mano derecha sobre la mesa, en el espacio que había entre las botellas. La misma mano con que, semanas después, escribiría esto, un texto sobre una conversación que jamás había ocurrido, con personas que no existen y en el que aparece mi nombre, en la voz de un personaje que no soy yo.
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* Carlos Mario Aguirre (Medellín, 1984). Filólogo hispanista de la Universidad de Antioquia. Director del Taller de Redacción de la Biblioteca Pública Piloto y de la Corporación Sociocultural La Metáfora. Ha publicado cuentos en tres antologías del Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto (Antología del Taller, 2003, Obra diversa, 2007 y Obra diversa/2, 2010); en la revista Odradek, el cuento; revista Contestarte y revista virtual www.revistacronopio.com, además de textos académicos en la revista Lingüística y literatura y en la Revista Universidad de Antioquia, y los prólogos de los libros De cuento en cuento (Magnolia Hoyos Fresneda, 2011) y Lo que trae la neblina (Gustavo Vásquez Obando, 2012). Autor del libro de cuentos Los pasos de la furia (2009), publicado por el fondo editorial de la Universidad de Antioquia.

1 COMENTARIO

  1. Bueno compañero, está bueno, bueno, bueno.

    Más tarde te doy una apreciación detallada. ¡FELICIDADES!

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