FURIOSO
Por Jaime Manrique*
Josefina Folgoso, in memoriam
Con la muerte
que se llevó
a Josefina, agarro
las tijeras
al atardecer
y ataco
los racimos perfumados
de campanas blancas
de la albahaca en mi terraza
que en los días preñados
de agosto atraen avispas
y legiones de diminutas
abejas preparando la miel.
En la oscuridad que me abraza
corto los gajos y hago
un ramillete para tí,
amiga querida,
muerta con demasiada premura
cuando tántas otras cosas
se demoran una eternidad para irse.
¡Que se largen las abejas
con su miel a otra parte!
No las quiero en mi terraza,
digo entre dientes.
¿Quién necesita abejas?
Me quejo con amargura mientras corto
las dulces flores de albahaca
para adornar mi pena.
CREPÚSCULO
Tronaba
hilos platinados
razgaban
la carpa negra
del cielo.
Mi hermana María Elisa y yo
corríamos dando alaridos
entre las matas
de plátano y yuca
y todo el terror acumulado
de nuestra niñez
se desataba con la lluvia.
En ese instante
el tiempo borraba el pasado
sin descifrar el futuro.
En la ciudad,
el aguacero
arrastraba
camiones, buses, taxis
y derrumbaba puentes.
Pero en nuestro patio
con el agua oscura
hasta los tobillos
cantábamos: «Que llueva, que llueva…»
y los patos contagiados
por nuestra felicidad
cuac cuaban,
las ranas brotaban
croando de la tierra
y saltaban entre las gotas
del chaparrón,
las friolentas gallinas
se recogían, debajo
del lavadero los conejos
se refugiaban,
en sus madrigueras profundas,
las palomas arrullaban
en sus palomares.
Turpina, nuestra perrita,
nos miraba asombrada
desde la puerta del corredor
y no se atrevía a mojarse.
Tiritando entrábamos
a la casa y nos secábamos
en el baño entre gritos
y carcajadas.
Luego salíamos a la terraza.
Por la Calle 58 pasaba
un arroyo llano y veloz.
Caía una llovizna pertinaz.
Envueltos en nuestras
toallas playeras
armábamos barquitos
con los periódicos
viejos y los lanzábamos
a su naufragio inminente.
Caía la tarde.
Los pocos carros que pasaban
levantaban olas frías
los niños del barrio
chapoteaban en los charcos
con desenfreno.
Los zancudos
atacaban
de súbito.
Cerrábamos
la puerta de la calle
regresábamos
en silencio
a nuestros dormitorios
hasta la hora de la cena
—los niños sin los adultos—
mientras la voz del locutor
en la radio gritaba
los nombres de los ahogados
el número de casas derrumbadas
los puentes colapsados
en los barrios lejos de nuestra casa
hasta que el croar de las ranas
ahogaba la voz del locutor
y el comedor quedaba
a oscuras.
Décadas más tarde, lejos
del tropico desbordado
María Elisa y yo intentamos regresar
a esas tardes de aguaceros feroces,
y buscamos
en vano
la clave del pasado.
Pero en ese crepúsculo
de Barranquilla, por allá
a mediados del siglo XX,
cenamos en silencio
esperando
a que anocheciera.
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* Jaime Manrique nació en Barranquilla en 1949. Tiene un B. A. en literatura inglesa en la Universidad de South Florida. Recibió el Premio Nacional de Poesía Eduardo Cote Lamus en 1975 por su primer libro, Los adoradores de la luna. También publicó en español El cadáver de papá (1978) y Notas de cine: Confesiones de un crítico amateur (1979). En inglés es el autor de las novelas Oro Colombiano (1983), Luna Latina en Manhattan (1992), Twilight at the Equator (1997), Nuestras vidas son los ríos (2006) y El callejón de Cervantes (2012). Entre sus poemarios se destacan Mi noche con Federico García Lorca (1995), y Tarzán, Mi cuerpo, Cristóbal Colón (2000). Su obra ha sido traducida a quince idiomas. En el 2007, Nuestras vidas son los ríos recibió el International Latino Book Award (Mejor novela histórica). Manrique es becario de la Fundación Guggenheim, y ha enseñado en New York University, Rutgers University, Mount Holyoke College y Columbia University, entre otras destacadas instituciones académicas. En la actualidad es Distinguished Lecturer en el Departamento de Lenguas Extranjeras y Literatura del City College de Nueva York.
Felicito a Jimmy y su trayectoria como ciudadano del mundo, aportando su granito de arena a la literatura. Un fuerte abrazo.