MARINA EN EL POLVO
Por Alejandro Valencia González*
De allá a lo lejos ves cómo se aleja el silencio. Una varita de dolor se te comienza a soltar por adentro, pequeñita, como temerosa a no ser cierta. Pero ahí se queda. Abajo, entre el montón de huizaches secos se descubre poco a poco lo que hace unos momentos te era incierto, se confirma sin miramientos. Un grupo de hombres cabizbajos llevan en andas el cuerpo, las mujeres que le siguen te abren por fin a gritos el misterio: es Jonás, ay, Jonás, muerto con el cuerpo resquebrajado en el desfiladero, ay Jonás, que será de tus hijos, de toda la gente que te quiere.
A tu pequeño dolor le empiezan a brotar espinas.
Ahora dirán que fue tu culpa. De la búsqueda ciega del por qué saldrá a relucir tu nombre desde el fondo de lo olvidado, Marina, tú lo mataste, tu amor sin sentido que no le provocó más que dolores, pobre Jonás, maldito el día en que se topó contigo. Callada abres la puerta y te sientas a observarlos, desarmándote grano a grano de tanta arena de recuerdos mientras las espinas siguen creciendo bloqueando la voz, las ganas, el movimiento. Marina, en los últimos momentos tus manos curtidas no podrán acariciar su rostro, la tierra se lo comerá y ya no brotará ni con la fertilidad de tus lágrimas ni con el ruidero de tu risa. Ya no. Ya nada.
Mejor guárdate los recuerdos de aquel Jonás enardecido, de su voz que te desnudaba desde el instante en que llegaba, de sus besos que de tus senos hacían brotar palomas mientras tus piernas le sujetaban con fuerza el torso y tu brazo se esforzaba por juntarlo a tu cuerpo; cuando a fuerza le quería sacar acordes a la vieja guitarra chimuela de cuerdas y los dedos se le hacían bolas en los trastos y riéndose decía que era porque sus manos nada más estaban echas para tu cuerpo.
Ya no hay más de eso.
¿Ves? las sombras no te cubrieron, no faltó quien dijera miren ahí está la loca, allí escondida en aquel árbol, y te tienes que esconder rápido porque no te quieren, por ese hijo que se te murió en el vientre que fue la perdición de Jonás cuando le dijeron que tu misma te lo habías sacado que para que el Jonás fuera nada más tuyo y por más que se lo negaras él ya no fue el mismo. Y un día ya no amaneció contigo, ni con su anterior familia a la que abandonó de sus deberes de viudo para irse contigo. Y lo dejaste que se fuera, así, sin más, ni siquiera hiciste por seguirlo.
Y fue aún peor, porque todos en el pueblo dijeron que por haberte sacado el hijo habías quedado idiota. Por eso ya no hablaste y nomás veías sin mirar a nadie. Y peor cuando volvió aquella noche del año siguiente, borracho hasta las uñas, herido de la vida y se puso a llorar frente a tu puerta, nada más a llorar toda la noche, sin que te asomaras por nada, aunque en la casa no dejabas de dar vueltas sudada de tristeza. Nadie supo nunca porqué no saliste a consolar a tu hombre que traías perdido. Tú tampoco.
El Jonás volvió en alcohol y así se quedó. Ya más adelante de plano vivió nomás gracias a sus hijos, que de tanto en tanto conseguían que se llevara algo de comer a la boca. Bonita cosa, decía la gente, hace sus gracias y luego la cabrona se hace la loca, y el pobre de Jonás tan bueno que era, ya no vive si no anda con sus buenos mezcales, si nunca la hubiera conocido, si nunca hubiese venido al pueblo. Y de veras, un día llegaste así sin más con tu padre hasta acá; me llamo Matías Miranda y esta es mi hija Marina, nos dijeron en la comida que ofrecieron para conocer a los vecinos.
Ahí te vio Jonás. No eres bonita Marina, a nadie más que a él así le pareciste, le gustaron tus manos toscas y cara de ausente, como de traer un secreto clavado, que a lo mejor le borraste la imagen de su esposa muerta. Y ahí va el Jonás todos los días hasta tu casa y siguió yendo más allá del barranco, a donde se cambió tu casa luego que se supo que de otro pueblo habían corrido a tu padre por cuatrero. Y siguió yendo más seguido luego que el viejo Matías se muriera de vergüenza, dijiste, porque nunca pudo quitarse de encima su mala fama. Y le gustaba pasearte los domingos en la plaza, tomándote del brazo, con los dos hijos detrás que hasta parecía que eran tuyos. Y luego fallaste cuando quedaste preñada porque la verdad del pueblo fue más fuerte que la tuya. ¡Ay Mariana! Esta es la vida. Esta es tu vida.
A esta hora ya las espinas se han petrificado, ahí se van a quedar.
Hace rato oíste los cohetes que tronaban, ya lo han de estar bajando a la tierra, desapareciendo de las caras largas que ven al hoyo llenarse de tierra.
Marina, ¿que vas a hacer?, ¿quedarte sentada?, ¿todavía?, ¿hasta cuándo?
Ya se fue, ya se dejó de oír el ruido. Al rato van a llegar. Después del rosario, de seguro. Alguien se ha de acordar de ti. Van a venir a gritarte, a escupir a tu puerta, a prenderle fuego a la casa. Los vas a recibir sentada, silencia, llagada de lágrimas, nada más sentada.
A lo lejos, ves venir al miedo.
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* Alejandro Valencia González (San Luis Potosí, México, 1973) es promotor cultural. Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la UASLP. Actualmente dirige la Cineteca de San Luis Potosí, México. Ha trabajado y escrito para prácticamente en todos los periódicos de su localidad sobre cine, teatro y comics, principalmente. Poeta ocasional, ha recibido reconocimiento nacional por esta actividad, así como galardones estatales por su labor como periodista cultural y editor de fanzines de comics y rock.