CABALLO SALVAJE
Por David Potes*
La tarde tan bonita y yo pensando en dormir.
Caballo salvaje amaba correr por las praderas. Cuando se sentaba a ver la puesta del sol, siempre llegaba a la conclusión de que más allá de donde sus ojos alcanzaban a ver había una pradera mejor… una mejor pradera para un caballo salvaje. Y pensar que se retiró del ruedo triunfante, sin más que decir que «ya me siento mejor», como si sentirse mejor siempre significara que vas a ver de nuevo al sol salir.
Recuerdo que siempre me llamaba a eso de las cinco de la tarde y me decía: ¡David deberías salir y venir a ver el atardecer, ya casi se pone el cielo del color que te gusta! A eso solo respondía diciendo: más tarde hermano, está haciendo mucho calor. No importaba que ya lo hubiera mencionado, yo volvía y preguntaba solo para demorar la conversación: y… ¿Cómo está el día por allá?… «soleado, viejo, y el aire como caliente».
A caballo Salvaje lo conocí nadando en las aguas turbias de la existencia, pero eso ya es demasiado profundo, digamos que lo conocí un domingo porque la vida no está para hipódromos. Recuerdo que cuando Salvaje se empezaba a sentir solo, se le podía ver persiguiendo a los locos del pueblo; buscando amigos, esperando a que no lloviera para ver de nuevo al sol caer. Entonces sonaba el teléfono de nuevo, y era él: «David deberías salir y venir a ver lo que descubrí en el circo». Yo solo vacilaba un poco y decía: mmm… no sé… están dando un documental buenísimo en televisión, hablamos más tarde.
Entonces a veces nos encontrábamos y dábamos vueltas toda la noche viendo mujeres, soñando, filosofando, paradojándonos; inventando temas. Eso al final no era lo más frecuente. Lo más frecuente era que yo escogiera la soledad y el simplemente a las nubes o a su propia compañía, como en los westerns; cada cual que se haga responsable de su propia sombra.
Caballo salvaje odiaba la lluvia porque lo hacía pensar. Lo hacía pensar en lo solo que se sentía, en que el tiempo permanecería así, en lo que descubrió en el circo, en que no vería el sol ponerse. ¿Cómo hacía para seguir sonriendo?
Siempre recuerdo el día que dijo que se marchaba a buscar una mejor pradera para cabalgar la vida. Sí, así dijo. Lo encontré feliz, acariciando viejas láminas de revistas, todas llenas de atardeceres relucientes. Y es que yo nunca supe apreciar lo importante que es eso para un caballo y más si es salvaje.
Los meses siguieron pasando y yo me batía en medio de los atardeceres, el rock y los programas de la televisión cada vez menos interesantes; entonces me preguntaba acerca de Caballo Salvaje, y casi al instante, sin esperarlo, sonaba de nuevo el teléfono y era él: ¡David deberías venir, el rio está tan bajito que se puede pescar con la mano, mira que además la policía se acaba de llevar a un tipo en la patrulla por alborotador! Yo no entendía aquellas llamadas habiendo de por medio tanta distancia, pero las apreciaba y decía como por mantener viva su presencia: ¡si, termino de ver esto y salgo!
Las llamadas siempre llegaban, a veces viernes, otras veces jueves, hasta que simplemente dejaron de llegar. Tiempo después me di cuenta de que andaba un poco perdido, que su actitud salvaje lo había metido en problemas y que no se hallaba. Una tarde lo fui a buscar, se encontraba a unos cuantos kilómetros de aquí, triste, solo. Recuerdo que llovía, me dijo: «solo me sentí un poco mal y fui empeorando». Nos despedimos y le dije que nos volveríamos a ver.
Ahora que lo pienso, fue mucho el tiempo que pasó sin que se supiera nada de él. Nada. La última vez que lo visité fue cuando me dijo «ya me siento mejor», sin saber que el sol alumbraba resplandeciente el pasto en la pradera, sin saber que las aves lo esperaban hasta que se hacía oscuro y se iban a sus nidos pensativas. Antes de irme le pregunté: oye Caballo ¿Qué fue lo que descubriste en el circo? Él sonrió y dijo: que el payaso es el mismo que vende las crispetas en la entrada y que se maquilla faltando diez minutos para su rutina.
Dijeron muerte súbita, pero yo estoy seguro de que huyó tras el sol, sin que lo vieran, sí. Estoy seguro. Los días pasaron y me acostumbré a su ausencia y cuando de repente me acordaba de Caballo Salvaje entonces lo visualizaba galopante en la pradera, feliz aunque no cesara de llover, era un invierno sin precedente y había encontrado algo interesante en la tele cuando sonó el teléfono: ¡David deberías salir y venir rápido, te vas a perder las cometas y ya casi anochece! Yo dije: ¡pero si no ha parado de llover, en cuanto escampe voy!… Oye caballo… ¿y cómo está el día por allá?… «soleado, viejo, y el aire como caliente».
Caballo salvaje amaba correr por las praderas.
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* David Potes es cuentista, musicólogo y miembro de la Fundación Cultural La Otra Esquina del municipio de Bugalagrande, Valle del Cauca. Tiene una investigación por publicar sobre el musico caleño Hernando Sinisterra.