UN ENCARGO ESPECIAL
Por Jorge Daniel Ferrera Montalvo*
Quizás la primera muestra de perturbación de mi madre, ocurrió aquella mañana de octubre cuando despertó exasperada. Hasta a mí, que descansaba en la habitación contigua a su pieza, me había llegado un rumor, un gemido o sollozo entrecortado que al cabo de unos segundos distinguí inusual. Confundido, removí la manta curtida que abrigaba la mitad de mi cuerpo y caminé descalzo por el estrecho pasillo que comunicaba a su alcoba. Recuerdo que al cruzar, el piso de azulejos estaba helado y las paredes reflejaban sus costras desnudas en la claridad de la mañana. Al llegar a su cuarto, me sorprendió muchísimo advertir que un cuerpo de sombras se filtraba por el resquicio del marco oxidado de la puerta. Entonces, revisé la manija y se encontraba floja. Poco a poco mi brazo fue descubriendo el ropero, sucio y viejo, acomodado en una de las esquinas, y las figuras de porcelana por encima de él. Mi madre, que se hallaba del lado derecho, estaba sentada junto a la cómoda y el tocador. Sus ojos grandes y cansados giraban en sus paredes cóncavas y sus palmas y dedos agarraban con fuerza las sábanas. El cabello le cubría la frente y los hombros, humedeciendo el collar de cuencas y el camisón azul. «¿Qué pasa?», le pregunté desconcertado, colocándole una mano sobre su rodilla. Pero ella continuaba con la mirada perdida y balbuciendo unas palabras inaprensibles. Después de un breve lapso, al final, su voz estentórea irrumpió: «Nada, cielo, creo que sólo he tenido una pesadilla». Sin embargo, yo sabía que lo acontecido no tenía precedente, pues, aunque mi madre fingiera mostrar una sonrisa conciliadora, en el aire se percibía un olor viciado, una mezcla de azufre y de humedad; y de las ventanas pendían gotas oscuras. A pesar de ello, creí estar siendo burlado por mis sentidos, quizás a causa del cansancio o del sueño, y decidí dejar a mi madre a solas para que respirara más libre.
En las horas posteriores, la calma fue esparciendo sus raíces rugosas con la claridad del día salvo por la serie de incidentes que un ojo menos agudo y provisto hubiera tomado por normales o fantasías. Mi hermana Ilse, que se encontraba en su cuarto, había salido para dirigirse a la sala cuando notó que mi madre desprendía del cesto de la basura unos terrones de azúcar y los lanzaba al aire repetidamente. «¿Qué haces?», le preguntó mi hermana, sin otorgarle tanta importancia, y se recostó en el rellano del sofá. Sus dedos pálidos y huesudos salían por un extremo de la cabecera y trataban perezosamente de entrecruzarse. Yo, en cambio, me distraía en la mesa de vidrio hojeando un grueso manual de contaduría. En la sala, ya el viento caluroso comenzaba a prenderse como oruga de los rincones del techo; y las vasijas y las copas adquirían tonalidad radiante. Desde el fondo de la cocina, y de espaldas a mi hermana, mi madre alcanzó a espetar: «¡Claro, con esto será suficiente!» y se encaminó convencida hacia la mesa del centro para sentarse a mi lado. «Ilse, hija, acércate aquí. Tengo algo que contarles». Después, hubo segundos de silencio y esperó, mirándonos a los ojos, que le prestásemos atención:
—Hoy por la mañana, mientras dormía, un hombrecito de astrosas vestiduras, vino a visitarme entre sueños y me ha dicho que nos depara una ocasión muy especial… que en la noche volvería para hacerme un pedido.
—¡Qué! ¿Pero cómo es eso posible? —Le señalé a mi madre asentando una mano sobre la suya.
—Si Aurelio, ni yo misma lo entiendo. ¡Pero todo fue tan real! Que…
—¡Ay mamá sólo es un sueño! —intervino mi hermana, aburrida. —No tienes por qué temer.
—¿Y cómo era este hombrecito, Madre? —repuse ofuscado aunque internamente incrédulo.
—Moreno, su piel era como de barro. Tenía los ojos grandes y la nariz ancha perfilada hacia afuera. Sus labios eran gruesos y resecos. Cuando hablaba, su boca se extendía hacia las orejas mostrando unos dientes amarillos y filudos. Daba la impresión de alimentarse de animales muertos o desperdicios. No podría determinar exactamente la longitud de su vida, pero sin duda era adulto.
Nos quedamos asombrados. Lo anterior, sencillamente nos parecía increíble, una historia motivada por algún recuerdo, una imagen de la infancia, provista de superstición, de mito o hechicería. Acordamos que lo mejor era que mi madre reposara, no claro, sin la supervisión pertinente.
Al caer la noche, una aurora de intranquilidad nos abarcó a todos. El silencio se hizo más subterráneo, hundió sus fauces en los cimientos de la casa. Desde los dormitorios, si uno prestaba atención podía distinguir sin esfuerzo el motor de la nevera encendido, las aspas del ventilador en la pieza de al lado, el centellear de la bombilla al rose del insecto. El viento proveniente de la calle era tenue y se plegaba con suavidad a las sábanas. Por ratos, algún perro se oía a lo lejos o un automóvil pasaba rápido. Nosotros estábamos al borde del menor ruido, del menor indicio que pudiera alertarnos sobre el estado actual de mi madre. Sin embargo, conforme fueron avanzando los minutos un sopor con aroma de lavanda nos fue envolviendo en su letargo de sueño y flores y nos fuimos quedando lentamente dormidos.
Al amanecer, un grito espantoso nos despertó a todos y nos apresuramos a correr al cuarto de mi madre. Al llegar a la puerta —esta vez estaba cerrada con manojo— me sentí forzado a darle de golpes y de tumbos en su respaldo de cedro para que se abriera. El tiempo parecía interminable y la manija no cedía hasta que al fin, desde el interior de la alcoba, se oyeron unos pasos aproximarse con lentitud y girar la manija con suavidad. «¡Viste Aurelio, te dije que era real!», soltó mi madre, agarrándome la cara, y nos señaló a Ilse y a mí que mirásemos al suelo. Y efectivamente, en el piso aderezado con terrones de azúcar habían quedado grabadas las huellas pequeñas de un hombrecito. Las pisadas del diminuto ser dejaban un rastro fresco y peculiar que abarcaba desde la puerta de cedro hasta la cama. Alrededor del camino glaseado algunas hormigas formaban una hilera cargando sus prodigiosos miligramos y del costado izquierdo de la recámara podía divisarse una cajetilla de fósforos. «¡Qué pasó!, ¿estuvo aquí otra vez?», preguntó estúpidamente mi hermana Ilse y atravesó la puerta mirando hacia todos lados. Yo, en tanto, esperaba ansioso la respuesta de mi madre mientras trataba de calmarla. En el lugar había quedado algo de pernicioso que invitaba a salir de prisa. El aire estaba cargado de un olor denso y soporífico; y de las ventanas pendían las gotas oscuras. Al fin, mi madre se apresuró a decirnos lo que pasaba:
—Ayer por la tarde, mientras escoraba las ollas en la cocina, no sé por qué tuve la necesidad de mirar al suelo y me llamó la atención unos terrones de azúcar que lucían brillantes en el cesto de la basura. Los gramos de azúcar, estaban mojados y adheridos a una hoja de papel china muy próximos a la superficie. Se me ocurrió que podía demostrar el paso del sueño a la vigilia de este increíble hombrecito si lograba marcar sus huellas utilizando los terrones de azúcar.
—¿Y qué fue lo que te dijo? —preguntó mi hermana avanzando los brazos.
—Pues me encargó que le preparara un almuerzo para cien personas repuso a secas mi madre.
—¡Pero cómo! ¿Eso es lo que quería? —le reclamé un tanto irritado y sin entender el motivo —¿Y qué clase de almuerzo se le antoja al hombrecito? —volví a insistir sin ganas.
—Uno en cuya elaboración debemos participar todos. No puede faltar ningún ingrediente. En esto fue muy preciso.
Ilse y yo nos volteamos a ver unos segundos y comprendimos que lo que decía mi madre era importante. Luego, nos interesamos por saber de dónde obtendríamos el dinero y el modo de prepararlo, a lo cual ella contestó que no nos preocupáramos; que ya contaba con lo necesario y que sólo faltarían los condimentos y la carne.
En los minutos siguientes, una intensa agitación se desató por los corredores de la casa. Ilse y yo andábamos de un lugar a otro apurados en alcanzarle los utensilios. En la meseta, ya habíamos logrado colocar dos ollas aptas para preparar la comida: una, para sancochar los huevos y la otra para hervir el espinazo y los codillos. Mientras tanto, mi madre —que se encontraba a la derecha— se esmeraba en cortar a rajas el tomate, la cebolla, el chile dulce y el epazote; y le encargaba a mi hermana Ilse los kilos de garganta y muslo que habría de comprar junto con los sobres de recado.
El tiempo, parecía avanzar de prisa a medida que nosotros íbamos cocinando. Yo no podía dejar de mirar los brazos hirsutos y morenos de mi madre que se movían feroces agitando sus esclavas de oro. Veía cómo se le tensaban las venas y lo largo y quebradizo de sus vellos. En el aire ya podía sentirse el olor fragoso del caldo de verduras, desprendiéndose de la olla hirviente y la tarde empezaba a poblarse de nubes espesas y graznidos de pájaros. Nosotros, seguíamos a la espera de que mi hermana Ilse volviera pronto con el encargo que le habíamos pedido mientras un presentimiento comenzaba a apoderarnos: de los cristales de las ventanas habían empezado a brotar algunas gotas oscuras y los follajes de los árboles se mecían con estridencia. De golpe, un ruido sordo se oyó caer afuera de nuestra casa junto a la puerta de vidrio. A través del pálido cristal, sin embargo, pudo distinguirse el bulto oscuro de una bolsa de basura. Mi madre, desconcertada, me indicó rápido que me dirigiera hacia la puerta y al abrirla pude leerle una temblorosa inscripción que decía: «Aquí le traigo la carne señora», a lo cual ella agregó «y esa tu hermana que no regresa».
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* Jorge Daniel Ferrera Montalvo es escritor, narrador y ensayista mexicano. Nacido en Mérida, Yucatán en 1989. Es estudiante de literatura latinoamericana de la Universidad Autónoma de Yucatán. Es colaborador del Diario Notisureste y editor en la revista electrónica Delatripa: narrativa y algo más. Ha sido publicado en las revistas Punto en Línea y Sinfín de la Universidad Nacional Autónoma de México, en la revista El Búho, del escritor René Avilés Fabila; en la gaceta electrónica Río Arriba; en la revista Letralia, Tierra de letras; en la revista Palabras Diversas; en la revista Cronopio de Colombia y en la revista chilena Experimental Lunch. Asimismo, ha sido incluido en la Antología de microficción Pluma, Tinta y Papel y en la antología Virtual de Minificción Mexicana.