Literatura Cronopio

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Tomás transtromes un poeta querible

TOMAS TRANSTRÖMER, UN POETA QUERIBLE

Por Abraham Prudencio*

Hoy 27 de marzo de 2015, me acabo de enterar del lamentable deceso del poeta Tomas Tranströmer y una vez más, cuando pasan estas cosas, un dolor profundo invade mi corazón.

Recuerdo que de manera casual, en 2010 compré en una librería parisina el libro «Baltiques et autres poèmes» y muchos de sus poemas me dieron el entusiasmo que necesitaba con urgencia en ese momento. Semanas después como agradecido, escribí un texto sobre mis impresiones de la vida y obra del poeta sueco. Busqué información referente al tema pero Tomas Tranströmer era casi un perfecto desconocido.

Ese mismo año una fabulosa noticia me conmocionó hasta la incredulidad, la Academia Sueca daba como ganador del Premio Nobel de Literatura a Mario Vargas Llosa. Valentina, una bella y complejísima compañera italiana, adoraba como nadie a Vargas Llosa e incentivada por ella decidimos viajar a Estocolmo el 10 de diciembre para ver con nuestros propios ojos como este ilustre escritor recibía los honores respectivos.

Llegado el día, partí como lo acordado con una simple maleta de James Bond, y en contadas horas estuve en el aeropuerto de Estocolmo esperando a la siempre complejísima Valentina que hasta ese momento no daba señales de vida, cinco horas después de inquietante espera, me escribió un mensaje. La aerolínea italiana elegida había suspendido sus vuelos por mal tiempo y que no sabía a ciencia cierta si ella llegaría a viajar o no.

La situación no podía estar peor, ¿qué haría yo con ese inglés tan pobre que a las justas llegaba a pronunciar Happy birthday to you, y con ese frío que ni en París de mis primeros días había sentido?

Casi a la deriva, y con la temperatura que seguía descendiendo, traté de descubrir por mi propia cuenta esa ciudad de cristal. Casi no había gente por la ciudad, solo veía el veloz paso de los coches, no podía ser posible, a qué ciudad había llegado y yo no podía estar más perdido y lo peor fue que cuando llegué a las instalaciones de la Academia Sueca, esta estaba tan custodiada que ni el mismísimo Sumo Pontífice sin su dorada invitación jamás hubiera podido entrar.

Ante tal despliegue de seguridad ni me atreví a decirles que por favor me hicieran un campito, que un compatriota del Nobel había llegado, todo intento hubiera sido en vano; sin embargo, en honor a la verdad diré que si Valentina hubiera estado allí estoy más que seguro que sí habríamos entrado y por la alfombre roja, no sé cuál era su encanto pero a ella nunca se le podía decir que no. Es por ella que yo también estaba allí tiritando de frío que ni el más curtido esquimal hubiera soportado.

Tras rondar muchas veces el palacete me convencí que no iría a entrar, además sin Valentina no tenía sentido hacer el más mínimo intento. Me quedé mirando de lejos por si veía por allí a Vargas Llosa, solo alcancé a reconocer a uno de sus familiares y cuando calculé que ya había empezado la ceremonia, desalentado y muy desilusionado me fui a perder por una de esas largas avenidas de nombres irrepetibles.
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Traté por mi cuenta de descubrir la ciudad. Desde que di por primera vez con la nieve parisina siempre he sentido, en ese unánime mundo blanquecino, cierto desamparo y en ese momento que estaba más lejos de todo con más razón todavía. Preferí meterme a un bar de puertas y ventanas grandes que me hicieron acordar de las casas coloniales de Lima.

A las 8 de la mañana, en el preciso momento de cambio de personales y cuando los «mozos» ya estaban mirándome con cara de pocos amigos, justo en ese momento Valentina llegó como un ventarrón, cuando estuve por decirle cómo había logrado dar conmigo, se adelantó diciendo que el único bar de todo Estocolmo donde uno se podía quedar toda la noche llorando y suspirando por los amores perdidos era ese y yo, sin saber, había llegado a recalar a ese recinto. Por mi parte solo diré que el instinto a veces es más poderoso que cualquier designio sensato. Quise decirle, empujado por el alcohol, el por qué de tantas imposibilidades pero preferí lo más cuerdo.

Agradecí su presencia a pesar de que el verdadero motivo de nuestro viaje ya se hubiera concretado. Replicó, amorosa, que lo más importante después de todo era estar juntos viviendo ese instante como un adelanto de luna de miel.

Recorrimos en bicicleta gran parte de la ciudad, las calles, plazuelas y edificaciones eran tan asombrosas que daba ganas de quedarse mirando por siempre. De pronto a Valentina, aprovechando su estadía, se le dio por querer visitar a un amigo que tanto le había ayudado cuando estuvo en Caracas hacía unos años atrás. Fui casi contra mi voluntad. Cuando llegamos, Guillermo, un venezolano de unos 70 años, que estaba justo por salir a ejercer una de sus pasiones que es componer y descomponer pianos antiguos, quedó gratamente sorprendido y, para no sentirse mal, nos propuso dos opciones: o nos quedábamos en casa o lo acompañábamos al lugar donde lo solicitaban. Preferimos lo segundo, es más nos dijo: «el señor que van a conocer es buena gente y digno de admiración».

En el camino le contamos lo sucedido, le resultó muy gracioso nuestra ingenuidad, nos dijo que la ceremonia de recepción del Nobel era una reunión tan privada que por nada del mundo hubiéramos entrado.

Cuando llegamos la señora Mónica nos recibió muy amable, parecía tenerle mucho afecto a nuestro amigo venezolano y casi de inmediato añadió que Tomas ya no tardaría en salir.

Por intermedio de Guillermo que hablaba muy bien el sueco, le pedimos disculpas por nuestra intromisión. Minutos después, cuando Guillermo miraba a ojo de lupa las cuerdas de ese sencillo pero imponente piano, hizo su entrada silenciosa un hombre con un cayado de pastor en la mano izquierda y la derecha a la altura del pecho visiblemente inmóvil, Guillermo dejó de hacer sus cosas y procedió a saludarlo con sincero afecto. Tras ello volviéndose, me dijo:

—Querido Abraham te presento al poeta Tomas, Tomas Tranströmer.

Yo que ya había estado pensando que ese rostro me parecía haberlo visto en algún lugar, quedé azorado. No podía creer que estaba en casa del poeta que muchas veces en la universidad Sorbona había hablado y discutido con mi amigo Miguel Lerzundi sobre el valor y la condición eterna de la poesía. Sencillamente no podía creerlo.

Por intermedio de Guillermo una vez más le dije que su poesía me había ayudado mucho en momentos de insalvable vaciedad y que incluso tanto fue el fervor que realicé un artículo para mis clases de Literatura Comparada. A su vez Tomas Tranströmer no podía creer que su fama hubiera llegado, por decirlo así, hasta Perú. Pero mi sorpresa fue más grande todavía cuando habló elogiosamente de César Vallejo y de José María Eguren, los había leído atentamente, tanto así que a este último incluso había pensado en traducirlo.
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Pocas veces me sentí feliz y esa fue una de ellas. Nunca llegué a ver a Vargas Llosa en Estocolmo pero sí a Tranströmer y sin proponérmelo. No sabía si abrazarlo o besarlo. Mónica, su compañera, viendo mi suprema emoción, me obsequió una de las ediciones de sus poemas en sueco, obviamente con dedicatoria incluida. Me retiré de su hogar casi levitando y soñando de lo extraordinario que podía ser el azar.

En el aeropuerto le agradecí mucho a Valentina por todas las cosas bonitas que nos sucedían, me propuso irme con ella a Italia pero por miles de asuntos le dije que me era imposible. En réplica sincera le dije que regresáramos a París, que viviríamos juntos, pero ella adujo también miles de imposibilidades. Nos abrazamos fuerte como no queriendo comprender el por qué de la ironía de amarnos tanto y tener que separarnos. La maldición de la distancia una vez más se oponía.

Ella regresó rumbo a Bolonia y yo nuevamente a París. Me fue difícil superar esa rarísima sensación de alegría y melancolía a la vez.

En mayo del 2011 realicé una visita relámpago al Perú por el tema de mi doctorado y en esos ajetreos un jueves 6 de octubre a las 7 a.m. hora peruana, recibí una llamada. Era Valentina quien exaltada y llorando de emoción me dijo:

—¿No sabes quién acaba de ganar el Nobel?

Sabía que siempre se daba dicho premio por esos días pero no tenía la menor idea de quién lo había ganado.

—Tomas Tranströmer —me dijo como si quisiera despertar del sueño- y pensar que lo conocimos en persona.

Recordé su sencillez y nobleza. Me sentí muy contento de que el indescifrable Tomas Tranströmer se hubiera hecho con el Nobel.

Hoy, estando en Perú, recibo esta triste noticia y su imagen se aleja tal como en un día de otoño se alejó la siempre inasible Valentina, cuyos actos desencadenaban un cielo a medio hacer de sorpresas.

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* Abraham Prudencio (Perú, 1979). Candidato a Doctor en literatura por la Universidad Paris X- Nanterre. Magíster en Literatura General y Comparada por la Universidad Paris III -Sorbonne Nouvelle. Licenciado en Literatura Peruana y Latinoamericana por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha publicado La vida no vale nada (relatos, 2005) El día de mi suerte (novela, 2006), Hojas de Otoño (nouvelle, 2009), Atahualpa, el inca que nunca muere (ensayo, 2011), Ella soñaba con el mar (nouvelle, 2012), El olvido de tu nombre (relatos, 2013). Ha dictado conferencias como profesor invitado en la universidad Paul Valéry-Montpellier 3, Complutense de Madrid y en Cambridge of University. Asimismo colabora en diversos medios literarios. Ha sido finalista del Premio Internacional Juan Rulfo 2008. Radica en Francia. Blog: https://abrahamprudencio.blogspot.fr/

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