VICENTE ALEIXANDRE, DIEGO DE VELÁSQUEZ Y EL NIÑO DE VALLECAS
Por Beatriz Carolina Peña Núñez*
Si se considera la preferencia de los poetas de la Generación del 27 por la poesía clásica española y su admiración y rescate de la gran figura literaria del barroco Luis de Góngora y de su metaforismo enardecido, no sorprende que la obra de Diego de Velázquez (1599-1660), considerado el pintor español más importante del siglo XVII, fuera motivo poético para Vicente Aleixandre (1898-1984), miembro de aquella generación. No obstante, la fama, la maestría en el trazo y el resto de los grandes logros técnicos del genio cortesano no fueron precisamente los que estremecieron al Premio Nobel de Literatura de 1977. Vicente Aleixandre celebra la sensibilidad de Velázquez al plasmar la dimensión humana de Francisco Lezcano, conocido como el Niño de Vallecas por su padecimiento de enanismo y su lugar de origen. Junto con las pinturas de Juan Calabazas –apodado Calabacillas−, Diego de Acedo –llamado el Primo−, y Sebastián de Morra, el cuadro Francisco Lezcano, el Niño de Vallecas forma parte de cuatro retratos de bufones que cubren la pared de una sala del Museo del Prado. Lafuerte Ferrari denominó este conjunto el «políptico de los monstruos» por las deformaciones físicas, enanismo en tres casos, y las limitaciones intelectuales de los individuos retratados. En el poema «Oleo (Niño de Vallecas)», Aleixandre toma como motivo poético el retrato de Francisco Lezcano; sin embargo, los temas de la tragedia del Niño de Vallecas y de su humanidad redimida en el retrato son pertinentes a los otros tres personajes pintados.
Para los estudiosos de la pintura de Diego de Velázquez, los lienzos de bufones y enanos suponen un capítulo de interés extraordinario. Aparte del desafío de las prescripciones de la plástica oficial de su época en cuanto a los temas iconográficos ideales, precisamente, los aspectos más celebrados son la humanización y la personalización que estos cuadros logran de los sujetos retratados. La mirada afectiva de Velázquez en estas obras es tanto más patética en cuanto topamos percepciones extrañadas y llenas de antipatía hacia esos personajes cortesanos, como la del historiador Pedro Aguado Bleye:
También se alojaban en el Alcázar los bufones, enanos, monstruos e idiotas, destinados no sólo al servicio de los reyes e infantes, sino a entretenerlos. Se les llamaba «hombres de placer» y también «sabandijas» y son un legado de la Edad Media, del que los monarcas de la casa de Austria no se decidieron a prescindir… En realidad, no eran más que parásitos insolentes, y escritores como Francisco de Santos, en su sátira El no importa de España, pedían su expulsión de los palacios (2:744-45).
En el libro En un vasto dominio (1962), de Vicente Aleixandre, al cual pertenece el poema «Oleo (Niño de Vallecas)», hay otro texto dedicado a la pintura de Velázquez: «Las Meninas». En este otro poema, Aleixandre presenta la obra cumbre del pintor sevillano como un repentino mundo invasor, una realidad súbita que se prolonga y se funde con la del espectador, a quien la voz poética se dirige constantemente: «hacia ti que lo miras», «hacia ti que contemplas». El texto parecería concebir al receptor como lector-contemplador. Sin ánimos de hacer pueril el poema, el mismo podría ser una guía para la observación del cuadro. Intenta traspasar al espectador «a la otra realidad» y hasta instalarlo en ella. Aspira a que la incorporación sea mutua y dinámica y a que el observador se percate de los triunfos del pintor gracias al manejo de la luz y del espacio y de las figuraciones del perro y de los personajes humanos. Entre ellos, el poema alude a la enana Maribárbola, cuyo atributo esencial es «triste». La voz lírica sugiere que Velázquez desea plasmar una verdad que tramonta lo aparente: «Realidad: fácil copia. Oh, verdad: más profunda».
En «Oleo (Niño de Vallecas)», Vicente Aleixandre le canta también a esa «verdad: más profunda» que Velázquez percibía y representaba. El texto enaltece el talento y la sensibilidad del Sevillano, como le decían, cuyos trazos humanaron la persona del bufón, objeto de juegos y abusos de cortesanos. Sobre todo, los versos insisten en los elementos del cuadro que permiten la sublimación del sujeto rebajado en aquel ambiente, donde dominaba el ansia desmedida de ascender, tildado de «sabandija» y, aun despreciado fuera de esos círculos y de su época. Por ejemplo, el mismo historiador citado antes, se refiere con desdén a Francisco Lezcano como el «Niño de Vallecas, penoso ejemplar de niño imbécil».
El poema de Aleixandre se inicia con el verso de lectura más fácil de todo el texto: «A veces ser humano es difícil. Se nació casi al borde». Conformado por esas dos oraciones de lenguaje sencillo, directo, casi conversacional, el verso actúa como reflexión de entrada. «A veces ser humano es difícil» es una generalización que involucra tanto a la voz poética como al lector, forzándolo a evocar sus propios conflictos para acercarlos a los padecimientos del Niño de Vallecas: su enanismo, fealdad, cabeza desproporcionada, posible retardo mental y la deshumanización de la que es víctima por sus deformaciones físicas, entre otros. A la vez, establece desde el comienzo la condición humana del protagonista del cuadro. El carácter impersonal de la frase «Se nació» de la siguiente oración colectiviza la tragedia. Así, el primer verso sugiere que no hay un solo Francisco Lezcano, que hay otros individuos como él y pide al lector que se sitúe en su experiencia de nacer «casi al borde», frase con la que ahonda en el infortunio del Niño de Vallecas: infante por siempre; abusado por siempre.
La imagen pintada de Francisco Lezcano es una presencia viva en el poema. Más que plasmado, Aleixandre lo configura asomado a una ventana para contemplar al exterior y, a la vez, provocar contemplación. De ahí que el personaje ejerza poderes de observación y de atracción sobre el espectador:
Helo aquí, y casi mira. Desde su estar inmóvil rompe el aire.
y asoma súbito a este frente: aquí es asombro,
Pues está y os contempla, o más, pide ser visto, y más:
mirado, salvo.
La diferenciación entre el mirar y el ver es clave para la redención anhelada por ambos sujetos poéticos: el pintor y el retratado. Ver al personaje significa no trascender su deformación y oficio de bufón, tal como la percepción pueril de la mayoría de los cortesanos; pero si lo miramos con amor, como el pintor y el poeta instan a hacerlo, lo salvaremos:
Si le miráis le veréis hoy ardiendo
como en húmeda luz, todo él envuelto
en verdad, que es amor, y ahí adelantado, aducido,
pidiendo; suplicando sin voz: pide ser salvo.
Miradle, sí: salvadle. El fía en el hombre.
En este sentido, la salvación instada parece consistir en el reconocimiento de su condición humana y de sus necesidades de aceptación y afecto, a través de la atención piadosa y afectuosa.
La responsabilidad de descubrir la verdad y el amor en el retrato de Lezcano se deposita en la mirada del espectador, pero, en última instancia, no se debe a ella. La revelación se atribuye a «la mano», la parte corporal que representa a Diego de Velázquez en el texto. El nombre del artista no se menciona en el poema; solo la sinécdoque alude al pintor:
Pero esa mano sabia, humana, más despacio lo hizo,
aquí lo puso como materia, y dándole
su calidad con tanto amor que más verdad sería:
sería más luces, y luz daba esa piedra.
La mano es amorosa, respetuosa y acertada. Es capaz de apresar lo inaprehensible, de iluminar al sujeto. Transforma la materia pictórica en luz.
Además del amor y del respeto, el pintor gobierna otros dos elementos para producir la maravilla: la despaciosidad [sic] y la luz. La lentitud como procedimiento artístico se reitera en el texto: «y luego, más despacio, la mano de quien aquí lo puso / trazó lenta la frente… La hizo despacio como quien traza un mundo». El trabajo sosegado parece implicar aquí cuidado, afecto y atención al personaje. El pintor se convierte en un hacedor que calmo configura con líneas y colores su creación máxima; así, otorga a la figura alma, vida y valor con la paleta.
Por su parte, agregada a la calma, la luz es otro recurso pictórico que anima la imagen. La aridez de la mente de Lezcano, la cual la voz poética asume como un hecho, se metaforiza en «piedra en espacios que nació sin vida / para rodar eternamente yerta», «frente muerta», «ojos mudos» y se expresa a través del oxímoron y de un juego de tiempos y modos verbales con el verbo ser: «La pesada cabeza, derribada hacia atrás, mira, no / mira, / pues nada ve» y «la inerte frente que sería y no fuese, no era». No obstante, la limitación intelectual del personaje se supera en el cuadro a través de los aciertos luminosos. El pintor aleja la cabeza del personaje y hace sus ojos inaccesibles para el espectador. También transforma su rostro con una iluminación que deslíe las formas y los colores y hace su piel suave y reluciente. Así, «la mano» insufla vida al intelecto del retratado al mostrar su frente alumbrada y cercada por el flequillo de su pelo claro: «La frente muerta dulcemente brilla, / casi riela en la penumbra, y vive».
«Oleo (Niño de Vallecas)» es un canto a la mano amorosa que sublimó al enano cortesano. Es un homenaje de Vicente Aleixandre a Diego de Velázquez, pero, sobre todo, un reclamo de atención para el ser humano dignificado en el retrato, quien tal vez por su misma inocencia, «fía en el hombre», dice la voz poética.
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* Beatriz Carolina Peña Núñez es especialista en estudios coloniales. Obtuvo su maestría en The City College of New York y el doctorado en The Graduate School and University Center de The City University of New York (CUNY). En Estados Unidos, ha enseñado en Iona College, Baruch College, Yale University, Saint Lawrence University y Sarah Lawrence College. Actualmente, se desempeña como profesora en Queens College (CUNY). Ha publicado artículos en varias revistas especializadas. Su libro Imágenes contra el olvido: el Perú colonial en las ilustraciones de fray Diego de Ocaña (Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú 2011) obtuvo el Premio de Historia Colonial de América «Silvio Zavala» Edición 2013 y el Premio Alfredo Roggiano de Crítica Literaria y Cultural Latinoamericana 2012. Antes de publicarse, recibió Mención en el Premio Literario Casa de las Américas 2008, en la categoría de Ensayo de tema histórico-social (La Habana, Cuba). También fue finalista en el VI Premio ALGABA de Biografía, Autobiografía, Memorias e Investigaciones Históricas 2008 (Madrid, España) y en la I Bienal de Ensayo «Premio Copé Internacional 2008» (Lima, Perú). Peña publicó su edición crítica del relato del jerónimo castellano fray Diego de Ocaña con el título «Memoria viva» de una «tierra de olvido»: Relación del viaje al Nuevo Mundo de fray Diego de Ocaña de 1599 a 1607 (Barcelona: CECAL/ Paso de Barca, 2013). Su publicación más reciente es Fonolitos. Las piedras campanas de Eten: rituales, milagros y codicia (Valladolid: Glyphos, 2014), libro ganador de la IV Edición del Premio Juan Antonio Cebrián de Divulgación Histórica, 2014 (Asociación Cultural Juan Antonio Cebrián, Madrid, y Ayuntamiento de Crevillente, Crevillente, Alicante).