Literatura Cronopio

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Carta de amor

CARTA DE AMOR@2

Por Manuel Cortés Castañeda*

Cada noche, como un enamorado que sabe que el tiempo yace muerto a las puertas del amanecer, los pájaros venían a dormir en los árboles que el amor había levantado en una de las orillas de la calle. Tres árboles frondosos y deliciosos como los besos que nada saben del comienzo ni del fin… como esos árboles que trepamos cuando niños en busca de la luz, de la últimas gotas del sueño, de los nidos que el sol acaricia en su intimidad…

Tres arboles cuyo único fruto era quitarle grandeza a la oscuridad… Abrirle paso a las lagunas del silencio, dejar que millares de ojos por un instante se olvidaran de la pesadilla del mundo. Como los niños y niñas, luego de terminar las labores escolares, ruidosos y distraídos y haciendo de las suyas por todas partes, los pájaros llegaban a los árboles y desparecían en la intimidad de las ramas y otra vez el silencio como si nada se deleitaba en las lagunas de la quietud…

Un observador minucioso y obsesivo se hubiera dado cuenta que siempre llegaban a la misma hora, el mismo número, la misma algarabía y la misma embriaguez… y en el mismo lugar de siempre, en la misma rama, en el pedacito de rama, se quedaban dormidos, los mismos de siempre, como si obedecieran a un a pacto secreto de antes y de siempre señalado…

Los habitantes del barrio, los enamorados de la calle, se habían convertido en cómplices, siempre presentes, de ese instante delicioso en que la dicha entra de raíz en la noche y aun no se han borrado las últimas sombras y ya las puertas del amanecer están abiertas de par en par…

Cuentan los curiosos que los enamorados se acostaban con la llegada de los pájaros y solo dejaban un instante de amarse cuando el aleteo furioso del amanecer explotaba en sus pupilas…

Y un día, que se ha quedado como una cuchillada que no cesa en el corazón de los vecinos de la calle, en la agonía de los habitantes del barrio, unos señores importantes vinieron y cortaron los árboles, sin que nadie lo supiera, sin que nadie se hubiera dado cuenta, sin que nadie hubiera tenido la oportunidad de defender su alegría y sus largas noches de amor. Ni siquiera los niños que cosechaban sus nidos y sus pichones y sus secretos en su delicia, en su frondosidad…

Habían estado ahí desde antes del comienzo de los tiempos, y así, de repente, no más porque si, ya no estaban, ni las noches, ni los amaneceres, ni los niños que salían de la escuela con su canasto repleto de sueños y de pájaros…

Los pájaros llegaron a la hora de siempre, a la hora convenida, señalada, y el dolor se hizo más grande que una pena de amor y el atardecer una llaga encarnada. Volaron en círculos alrededor de los árboles que ya no estaban, dibujaron geometrías inimaginables acosados por el horror, revolotearon como locos endemoniados toda la noche y las noches por venir, y las que nunca fueron, buscando cada rama, su rama, su sueño, su cabeza aún dormida entre las alas. Revolotearon, como puños incontrolables de un boxeador ciego, en los árboles que se habían quedado dormidos para siempre en sus pupilas…
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Revolotearon acosados por el terror, el miedo, el espanto, los pelos de punta, la piel de gallina, la voz entrecortada, encabritados y amoratados como bestias salvajes que no encuentran sus patas, su respiración, el salto al vacío. Revolotearon ya casi indiferentes, apuñalados por el horror de la noche que les mostraba indecente sus agujeros negros…

Y siguieron revoloteando hasta el final de los tiempos, hasta que muertos de cansancio se murieron uno a uno, todos, en manadas, golpe a golpe, ala tras ala, grito a grito, amanecer tras amanecer…

La calle parecía un río adormecido de leves suspiros, un montón descolorido que el viento toca y tiembla, un solo corazón atrapado desde dentro, despellejado, regado, antes de abrir la puerta de su último pálpito, su último lamento, sus cenizas, el viento…

Algunos lograron escapar y se refugiaron en unos árboles cercanos, unos pocos solamente, los que se pueden contar con los dedos de la mano, una sola mano, pero el amanecer también los sorprendió muertos de tristeza…

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* Manuel Cortés Castañeda, nacido en Colombia, es licenciado en Español y Literatura de la Universidad Nacional Pedagógica (Bogotá), director y actor de teatro. Cursó estudios de doctorado en la universidad Complutense (Madrid). Enseña español y literatura del siglo XX en Eastern Kentucky University. Ha publicado seis libros de poesía: Trazos al margen. Madrid, España: Ediciones Clown, 1990; Prohibido fijar avisos. Madrid, España: Editorial Betania, 1991; Caja de iniquidades. Valparaíso, Chile: Editorial Vertiente, 1995; El espejo del otro. París, Francia: Editions Ellgé, 1998. Aperitivos, Xalapa, México: Editorial Graffiti, 2004; Clic. Puebla, México: Editorial Lunareada, 2005. Dos antologías de su trabajo literario han aparecido recientemente: Delitos menores, Cali, Colombia: Programa editorial Universidad del Valle. Colección Escala de Jacob, 2006; y Oglinda Celuilalt, Cluj-Napoca, Rumania: Casa Cărţii de Ştiinţă, 2006. Ha sido incluido en antologías tales como Trayecto contiguo. Madrid, España: Editorial Betania, 1993; Los pasajeros del arca. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1994. Libro de bitácora. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1996. Donde mora el amor. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1997. Raíces latinas, narradores y poetas inmigrantes, Perú, 2012. Además, escribe sobre poesía, cuento y cine. Actualmente está traduciendo al español textos de poetas norteamericanos de las últimas décadas: Charles Bernstein, Leslie Scalapino, Andrei Codrescu, Susan Howe y Janine Canan, entre otros.

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