NOVELA, ÉXITO Y PODER
Por Eduardo García Aguilar*
La novela es un género literario que logró su máxima expresión en el siglo XIX —durante la expansión burguesa e industrial europea y norteamericana— y se desplegó con todas sus fuerzas en el mundo gracias a su estrecha relación con el poder, el dinero, la utilidad, la energía, la cantidad, lo rentable, lo palpable, el éxito y la fama, que son elementos básicos de la época en que vivimos.
Un novelista es grande porque batalla para construir él solo un mundo dentro del propio mundo, dándole vida propia y haciendo que en el interior del volumen que abrimos en las noches de insomnio ocurran miles de cosas y se escuche el interminable bullicio de las muchedumbres y los siglos entre músicas, olores, dolores, llantos, triunfos, sentimientos, muerte.
Suelen coincidir los grandes novelistas en considerar que la novela, además de talento, exige más que todo gran capacidad de trabajo y paciencia infinita. No necesariamente los escritores más talentosos crean una vasta obra novelística, porque muchos fallan con su locura en el lado terrenal del trabajo y la tenacidad, que es la madera de los grandes empresarios, constructores y políticos.
A veces un escritor de talento mediocre, pero con gran capacidad de trabajo puesta al servicio de una historia, puede lograr la proeza de crear un mundo dentro del mundo. Y muchas veces los fantasmas, dudas y fracturas profundas hacen que un gran talento sea incapaz de controlar el río desbordado de sus sentimientos y fracase en el intento, sumido en un inexplicable e injusto mutismo.
En la historia de la novelística hay amplios cementerios de talentos traicionados por sus propias debilidades, de grandes autores muertos en plena batalla, incapaces de terminar los edificios y pirámides que habían iniciado con el ímpetu de sus ambiciones juveniles. Y en el prontuario del éxito hay muchos talentos medianos, que a fuerza de aplicar el hacha día a día, bajo el sol, a fuerza de sudor y tenaces sufrimientos y privaciones de años, logran derribar la selva y abrir espacios antes impenetrables que conducen al puerto, a las ciudades soñadas.
Todos los novelistas saben que ese género requiere un 5% de talento y 95% de trabajo. Sin ese 95% de trabajo empecinado del aserrador y el labriego ninguna gran idea, ningún proyecto, ninguna historia, logra revelarse y concretarse en libro. El poeta puede fracasar, su esencia y sus triunfos están compuestos de fracaso, derrota, inocencia, indiferencia, generosidad, mientras el novelista está condenado a buscar el triunfo y su combate se da hasta el último suspiro, pierda o gane, obtenga o no el reconocimiento de sus contemporáneos.
Como un empresario, el novelista trabaja miles de horas, años, domando con su palabra un mundo lleno personajes, muchedumbres, paisajes y ciudades donde suceden cosas y se oponen fuerzas múltiples. El novelista coordina y equilibra con tenacidad ejemplares las fuerzas centrífugas que pueden escapársele de la obra o arruinarla si no hallan los cauces necesarios para desplegar la energía que anima el proyecto. El novelista tiene que ser un gran jefe y poseer la minuciosidad balzaciana del experto contable, que tiene en mente todos los hilos secretos del negocio, controlados de atrás para adelante, y debe unificarlos para lograr el objetivo de sacar el producto al mercado y conquistar el mundo.
Por el contrario, el poeta vive en el ocio, la contemplación, el ensimismamiento, pues jamás podrá vivir de sus versos u obtener de ellos recompensa económica alguna. A un gran poeta pueden bastarle unas cuantas decenas de poemas escritos a lo largo de la vida, pues se considera que la proliferación devalúa el mensaje de su palabra. El poeta está anclado a la vida, trabaja como cualquier otro ciudadano y en algunos instantes epifánicos escribe los textos que nos fascinan. El poeta es un médium, la poesía es su vida, la lleva adentro, es transparente y anónimo. Es el vecino de al lado.
En cambio al escribir novelas, desplegando su energía protéica, el escritor adquiere notabilidad en la sociedad y en algunos casos dinero o representatividad política. La sociedad lo premia por ese esfuerzo extraordinario, muscular, de crear obras con tenacidad y minuciosidad de relojero. El novelista es un gran deportista. Es notable como el político o el empresario y admirado porque emprende una tarea titánica a lo largo de muchos años de soledad. Y para conservar su lugar en el mundo, tiene que estar presente cada año con nuevas obras o debe opinar sobre política, guerras, religiones. El novelista es un demagogo. Siempre estará listo a subir a la tribuna para encender al pueblo y recibir ovaciones. El novelista expresa la fuerza de naciones, continentes, lenguas, ideologías, como Tolstoi, Dickens o Victor Hugo. El poeta sólo expresa los misterios del ser.
Vivimos en una época en que un escritor puede ser muy famoso sin ser leído e incluso sin escribir sus libros, pues ese trabajo se lo hacen los «ghost writers». Ser escritor es ahora sólo una «etiqueta» social, que puede llegar a ser muy rentable. Por eso es delicioso el estoico anonimato y el goce de vivir la literatura de los estetas, sin angustiarse por el poder, la competencia, el reconocimiento y la inútil fama.
Ningún escritor llega ahora a ser tan importante como un futbolista o un cantante pop. El modelo clásico o romántico o maldito de escritor, cuyo auge se vivió en los siglos XIX y XX, ha terminado. A través de la Red hemos llegado a un verdadero comunismo literario. Todos los internautas son escritores de una fenomenal obra colectiva que de todas maneras irá al olvido por efecto de la proliferación, aplastada en si misma como un hueco negro. ¡La novela ha muerto! ¡Viva la novela!
Como buen tendero, industrial o exportador, el novelista acumula materiales, intercambia, invierte, ahorra, genera prosperidad, trama estrategias de seducción del público y de los poderosos que le llevarán y lo acompañarán en el éxito. Si no lo hace desaparece. Por eso admiramos a Tolstoi, Dostoievsky, Balzac, Zola, Melville, Conrad, Mark Twain, Miguel Angel Asturias, Gabriel García Márquez, Joseph Roth, Thomas Mann, Scott Fitzgerald, Truman Capote, Jorge Amado o Alejo Carpentier, entre otros muchos novelistas de los últimos dos siglos. Mientras nuestra época industrial perviva, ellos pervivirán. En cada novelista de hoy y de ayer se esconde siempre un Quijote aburguesado.
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* Eduardo García Aguilar nació en Manizales (Caldas, Colombia) el 7 de septiembre de 1953. Realizó estudios en la Universidad de Vincennes (París VIII) hasta 1979 y luego vivió en México. Actualmente reside en París. Entre otros libros, ha publicado en México las novelas Tierra de leones (1986), Bulevar de los héroes (1987), El viaje triunfal (1993) y Tequila Coxis (2003), así como Urbes luminosas (relatos, 1991), Llanto de la espada (poemas, 1992), Animal sin tiempo (poemas, 2006), Celebraciones y otros fantasmas: Una biografía intelectual de Álvaro Mutis (1993), Delirio de San Cristóbal. Manifiesto para una generación desencantada (1998) y Voltaire, el festín de la inteligencia (Bogotá, Colombia, 2005). Libros suyos han sido traducidos al inglés, francés y bengalí. Su poemario Llanto de la espada fue vertido al francés por el poeta Stéphane Chaumet. Es autor del blog www.egarciaguilar.blogspot.com
La novela no es un género menor, ni es menor quien comete la insanía (mediante exultante y glomoroso atropello intelectual) de dedicar preciosos tiempos y tiempos a escribirla, ya que para quien la escribe es una terapia efectiva -aunque desopilante para un ensayista asceta- que le trae paz interior, … cuando a tales esfuerzos el mercado premia.
Sucede, a veces, que tales desvaríos imaginativos de Unos son pasatiempos ricos en ocios para Otros, o miles o millones. He ahí casi todo. Lo cual no es poca cosa: miles de psicólogos, psiquiatras y profesionales del oficio de mitigar penas ajenas daría un dedo y hasta una mano para lograr tal fruto.
Si desmenuzamos el notable y sustancioso ensayo de Eduardo García Aguilar, percibiremos que para él -y nombra 15 famosos novelistas de antaño- no hay ninguno de nuestro tiempo que valga la pena ser leído, es decir, que esté vivito y coleando.
El oficio de sepulturero, de cualquier novelista, el autor nos trasmite en uno de sus gritos desgarradores: “La novela ha muerto”, … mas también surge un clamor subterráneo en otro arranque emotivo: “Viva la novela!” (que no es lo mismo que “La novela vive!”), y es, quizá, porque vivimos más de los recuerdos que de las pesadillas presentes, las cuales serán sedimento y sustrato para futuras locuras literarias. O tal vez no.
Un asunto es evidente: el autor de “Novela, Éxito, y Poder”, su demencia ya me contagió. Pareciera ser que el contagiar es una de las mayores virtudes de los escritores eficientes. He ahí casi todo.