PABLO NERUDA Y ALGUNOS ENCUENTROS CON SU EXISTENCIA
Por Luis E. Aguilera*
En el mes de julio se recuerda un aniversario más del natalicio de Pablo Neruda, uno de los mayores poetas contemporáneos y de la lengua castellana. Nació en Parral el 12 de julio de 1904. Sin embargo, su infancia aconteció en la ciudad de Temuco y su juventud transcurrió en la ciudad de Santiago de Chile. Posteriormente viajó por los más diversos países del mundo, dando sus recitales, conferencias y donde su presencia fuese necesaria.
La poesía de nuestro vate recorrió prácticamente todos los países del mundo, ha sido traducido a los más increíbles y desconocidos dialectos: Portugués, Inglés, Polaco, Ruso, Sueco, Rumano, Italiano, Chino, Yiddisch, Hebreo, Coreano, Vietnamita, Japonés, Árabe, Turco, Ucraniano, Uzbeco, Eslovaco, Georgiano, Armenio, Persa, Holandés, Hindú, Francés, etc.
La vida y poesía se iluminan recíprocamente en Pablo Neruda, al igual que su imagen, que hoy recordamos sacándola de entre los soles alegres, los vivos, claros, oscuros y dramáticos años de su vida.
«Si me preguntan qué es mi poesía, debo decirles: no sé; pero si le preguntan a mi poesía, ella les dirá quién soy». Estas palabras de Pablo Neruda —al inicio de un recital en 1943— no buscan definir su obra como una biografía en versos, sino subrayar su origen existencial, su enraizamiento en la circunstancia concreta. Su poesía nos propone la historia de una conciencia en su enfrentamiento con el mundo. En ello radica su fuerza: en transponer la poesía en despliegue de su propia existencia. Ha sido capaz de traducir las existencias de muchos hombres y de recoger la peripecia contemporánea del hombre de América Latina.
El alto nivel de universalidad que ostenta su obra sólo puede explicarse como el triunfo de un hombre que ha logrado trascender a sí mismo y expresar a millones de hombres mediante la verbalización de su propia y singular aventura. Por eso, la fundamentación autobiográfica debe ser estimada como una constante estructural del crear nerudiano.
No obstante, para Pablo Neruda los deberes del poeta fueron y serán siempre los mismos en la historia. El honor de la poesía fue salir siempre a las calles, fue tomar parte en ese combate, por eso Pablo Neruda no se asustó cuando le dijeron insurgente. La poesía es una insurrección. No se ofende el poeta porque lo llaman rebelde, porque la vida sobrepasa las estructuras y hay nuevos código para el alma. De todas partes salta la semilla, todas las ideas son exóticas, esperamos en la poesía, cada día cambios inmensos, tienen que vivirse con entusiasmo las mutaciones del orden humano; la primavera es insurreccional.
No podemos dejar de reconocer que a partir de la Guerra Civil Española, la imagen poética de Pablo Neruda se va agrandando hasta alcanzar ese inmenso ámbito universal, que será coronado, en diversos momentos, con dos premios: el Lenin y el Nobel, este último ya siendo embajador de Chile en París, bajo la presidencia de Salvador Allende. Puede decirse ahora, sin exageración, que la poesía del continente americano limita al norte con Walt Whitman y al sur con Pablo Neruda. En el centro, entre esos dos límites estarían Rubén Darío y César Vallejo.
Quizás muchos se preguntan el por qué de su seudónimo «Neruda». La respuesta es demasiado simple y falta de maravilla que se la callaba cuidadosamente. Cuando él tenía 14 años, su padre perseguía denodadamente sus actividades literarias. No estaba de acuerdo con tener un hijo poeta. Para encubrir la publicación de sus primeros versos se buscó un apellido que lo despistara totalmente. Encontró en una revista ese nombre checo, sin saber siquiera que se trataba de un gran escritor, venerado por todo un pueblo, autor de muy hermosas baladas y romances y con un monumento erigido en el barrio de Mala Strana de Praga. Apenas llegados a Checoslovaquia, muchos años después, colocó una flor a los pies de la estatua barbuda.
Lo que Pablo Neruda jamás pensó cuando escribió sus primeros solitarios libros, que con el correr del tiempo y de los años, se encontraría en plazas, calles, fábricas, aulas, teatros y jardines recitando sus versos. Recorrió prácticamente todos los rincones de nuestro país y del resto del mundo, desparramando generosamente su poesía entre los habitantes de nuestros pueblos.
Contaré lo que le sucedió en la Vega Central, el mercado más grande y popular de Santiago de Chile. Allí llegan, al amanecer, los infinitos carros, carretones, carretas y camiones que traen las legumbres, las frutas, los comestibles, desde todas las chacras que rodean la capital devoradora. Los cargadores— un gremio numeroso, mal pagado y, a menudo descalzo, pululan por los cafetines, asilos nocturnos y fonduchos de los barrios inmediatos a la Vega.
Alguien lo vino a buscar un día en un automóvil y entro a él sin saber exactamente dónde ni a qué iba. Solamente llevaba en el bolsillo un ejemplar de su libro «España en el corazón». Dentro del auto le explicaron que estaba invitado a dar una conferencia en el sindicato de cargadores de la vega.
Cuando entró a aquella sala destartalada sintió el frío, no sólo por lo avanzado del invierno, sino por el ambiente que lo dejaba atónito. Sentados en cajones o en improvisados bancos de madera, unos cincuentas hombres lo esperaban. Algunos llevaban a la cintura un saco amarrado a manera de delantal, otros se cubrían con viejas camisetas parchadas y otros desafiaban el frío mes de julio con el torso desnudo. Pablo Neruda se sentó detrás de una mesita que lo separaba de aquel extraño público. Todos le miraban con los ojos carbónicos y estáticos del pueblo de Chile.
Pablo Neruda se preguntaba ¿Qué hacer con este público? ¿De qué podría hablarle? ¿Qué cosas de él, de su vida, lograrían interesarle? Sin acertar a decir nada y ocultando las ganas de salir corriendo, tomó el libro que llevaba consigo y les dijo:
—Hace poco tiempo estuve en España. Allí había mucha lucha y muchos tiros. Oigan lo que escribí sobre aquello.
Lo cierto es que pensó leer unas pocas estrofas, agregar unas cuantas palabras y después despedirse. Pero las cosas no sucedieron así. Al leer poema tras poema, al sentir el silencio como agua profunda en que caían sus palabras, al ver cómo aquellos ojos y cejas oscuras seguían intensamente su poesía, comprendió que su libro estaba llegando a su destino. Siguió leyendo y leyendo, conmovido él mismo por el sonido de su poesía, sacudido por la magnífica relación entre sus versos y aquellas almas abandonadas.
La lectura duró más de una hora. Cuando se disponía a retirarse, uno de aquellos hombres se levantó. Era de los que llevaban el saco anudado alrededor de la cintura.
—Quiero agradecerle en nombre de todos —dijo en voz alta—. Quiero decirle, además, que nunca nada nos ha impresionado tanto.
Este hombre, al terminar sus palabras estalló en un sollozo. Otros varios también lloraron. Pablo Neruda salió a la calle entre miradas húmedas y rudos apretones de mano.
¿Puede un poeta ser el mismo después de haber pasado estas pruebas de frío y de fuego?
Esto otro le sucedió cuando era demasiado joven. Pablo Neruda era aquel poeta estudiantil de capa oscura, flaco y desnutrido como poeta de ese tiempo. Acababa de publicar «crepusculario» y pesaba menos que una pluma negra.
Entró con unos amigos a un cabaret de mala muerte. Era la época de los tangos y de matonería rufianesca. De repente se detuvo el baile y el tango se quebró como una capa estrellada contra la pared.
En el centro de la pista gesticulaba y se insultaban dos famosos hampones. Cuando uno avanzaba para agredir al otro, éste retrocedía y con él reculaba la multitud filarmónica que se parapetaba detrás de las mesas. Aquello parecía una danza de dos bestias primitivas en un claro de la selva primordial.
Sin pensarlo mucho, Pablo Neruda se adelantó y los increpó desde su flacucha debilidad: —miserables matones, torvos sujetos, despreciables palomillas, dejen tranquila a la gente que ha venido aquí a bailar y no a presenciar esta comedia.
Se miraron sorprendidos, como si no fuera cierto lo que escuchaban. El más bajo que había sido pugilista antes de ser hampón, se dirigió a él para asesinarlo. Y lo hubiera logrado, de no ser por la aparición repentina de un puño certero que dio por tierra con el gorila. Era su contendor que, finalmente, se decidió a pegarle.
Cuando al campeón derrotado lo sacaban como a un saco y de las mesas les tendían botellas y las bailarinas les sonreían entusiasmadas, el gigantón que había dado el golpe de gracia quiso compartir justificadamente el regocijo de la victoria. Pero él lo detuvo:
—Retírate de aquí ¡Tú eres de la misma calaña!
Sus minutos de gloria terminaron un poco después. Tras cruzar un estrecho corredor, divisaron una especie de montaña con cintura de pantera que cubría la salida. Era el otro pugilista del hampa, el vencedor golpeador por sus palabras, que les interceptaba el paso en custodia en su venganza.
—Lo estaba esperando —le dijo.
Con un leve empujón lo desvió hacia una puerta, mientras sus amigos corrían desconcertados.
Quedó desamparado frente a su verdugo. Miró rápidamente qué podía agarrar para defenderse. Nada. No había nada. Las pesadas cubiertas de mármol de las mesas, las sillas de hierro, imposibles de levantar. Ni un florero, ni una botella, ni un mísero bastón olvidado.
—Hablemos —dijo el hombre.
Pablo Neruda comprendió la inutilidad de cualquier esfuerzo y pensó que quería examinarlo antes de devorarlo, como el tigre frente a un cervatillo. Entendió que toda su defensa estaba en no delatar el miedo que sentía. Le devolvió el empujón que le diera, pero no logró moverlo un milímetro. Era un muro de piedra.
De pronto echó la cabeza hacía atrás y sus ojos de fiera cambiaron de expresión.
—¿Es usted el poeta Pablo Neruda dijo?
—Sí soy.
Bajó la cabeza y continuó:
—Qué desgraciado soy. Estoy frente al poeta que tanto admiro y es él quien me echa en cara lo miserable que soy.
Y siguió lamentándose. Con la cabeza tomada entre ambas manos:
—Soy un rufián y el otro que peleó conmigo es un traficante de cocaína. Somos lo más bajo de lo bajo. Pero en mi vida hay una cosa limpia. Es mi novia, el amor de mi novia. Véala, don Pablo. Mire su retrato. Alguna vez le diré que usted lo tuvo en sus manos. Eso lo hará feliz.
Le alargó la fotografía de una muchacha sonriente.
—Ella me quiere por usted, don Pablo, por sus versos que hemos aprendido de memoria.
Y sin más comenzó a recitar:
—Desde el fondo de ti y arrodillado, un niño triste como yo no mira…
En ese momento se abrió la puerta de un empellón. Eran sus amigos, que volvían con refuerzos armados. Pablo Neruda vio las cabezas que se agolpan atónitas en la puerta.
Salió lentamente. El hombre se quedó solo, sin cambiar de actitud, diciendo «por esa vida que arderá en sus venas tendrían que matar las manos mías». Aquel hombre se quedaba solo, derrotado por la poesía. En la vida de Pablo Neruda hay una lozanía, una luminosidad, una limpieza de piedras recién lavadas por el río de la experiencia de la vida.
¿Pero de qué nos asombramos?
Es muy simple: Pablo Neruda ha renacido una vez más.
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* Luis E. Aguilera es escritor chileno (La Serena, Valparaíso, 1957). Ha publicado en diarios y revistas, regionales, nacionales e internacionales. Su extensa labor la ha canalizado en los géneros de, crónica, critica, ensayo y narrativa, mereciéndole ser incluido en varias Antologías. Entre sus libros se encuentran: «Crónicas Literarias» (1985—1986); 1993; «El ancho camino de la desolación» (2003), Impreso por Departamento de publicaciones— Universidad de La Serena; «Las corbatas también Lloran», (2001), «La Casa de Las Gaviotas», 2002 Impreso por Soc. Editorial del Norte Ltda.; «El dueño de la Hora y los Duendes Transparentes» (2003). Impreso por Imprenta Silva, Libro ganador del Tercer Concurso del Fondo Editorial Essco 2003; «Un río de estrellas» Cuentos (Lom Ediciones 2014). Ha sido incluido en numerosas antologías desde 199 hasta el presente. Actualmente es Presidente de La Sociedad de Escritores de Chile (SECH), Filial Gabriela Mistral, Región de Coquimbo. Participó en el documental de Alba María Navarro, 55 min. «La vieja guardia», que penetra en el mundo de aquellos militantes comunistas y socialistas de la Región de Coquimbo.