Literatura Cronopio

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Corriendo con el diablo

CORRIENDO CON EL DIABLO

Por Julio Alberto Valtierra*

Desde que llegué a esta casona abandonada he estado en este húmedo rincón, sentado sobre un viejo y roto colchón, respirando el acre olor a suciedad y encierro. Tengo mucho rato esperando a los compas de la banda y ya ando hasta la madre de tonsol y mota. Por los rotos cristales de la ventana que da al patio trasero se filtra la última luz de la tarde como si fuera una hemorragia nasal. Las ratas andan por todas partes, hurgando entre montones de basura y excremento. Por la pared viene bajando un caballo verde. Me levanto y de un brinco lo quiero atrapar, pero el caballo se transforma en un niño en motocicleta y antes de que mis manos lo puedan tocar se escapa por el techo dando gritos. Me vuelvo a sentar en el rincón y forjo un miserable flavio con la poca mota que me queda. Me lo comienzo a fumar, cierro los ojos y dejo que mis pensamientos vaguen a la deriva como cuando era niño. De niño le tenía miedo a las ratas, pero ahora a mis 16 años de vida quiero ser domador de leones. Los leones son los animales que más me gustan. Lo que no me gusta son los policías, por eso ayer le pusimos unos santos putazos a los cuicos que estaban cenando en Las Nueve Esquinas. ¿Cuánto ganará un santo de iglesia? ¿Ganarán menos los que no hacen milagros?

De pronto, una voz pastosa me saca de mis cotorreos.

—¿Qué onda morro? —me dice El Diablo—, móchate con un toque.

El Diablo es el compa más morrillo de la banda, apenas tiene 12 años y la mitad de su vida la ha pasado en la calle, por eso también es de los morros más cabrones de la bandera. Trae los ojos vidriosos y una bolsita de plástico con un poco de VL–2000 ya reseco de tanto jalón.

—¡Qué onda sordo, móchate! —me dice al ver que no le contesto.
—Ceros, acabo de darme el último toque —le digo.
—Pos vamos a conseguir más, ¿o qué? —me dice arrojando la bolsa de plástico al piso.

Me levanto sin contestarle y lo sigo. Como estamos en el cuarto del fondo de la casa tenemos que cruzar varias habitaciones igual de sucias y malolientes antes de llegar a la calle. Las ratas están tan acostumbradas a nuestra presencia que ya ni se molestan en huir.

Las hojas rotas de la puerta nos escupen a la calle por la avenida La Paz, desdoblamos la esquina y nos vamos caminando por Colón rumbo al templo de Mexicaltzingo. El piso de las aceras es más blando que el algodón y siento que voy flotando. Las calles se alargan y las casas parecen crecer. Las luces de los postes han comenzado a encenderse. La luna está envuelta en un celofán amarillo y su brillo no llega a la tierra, una nube gigantesca se encarga de encerrarlo entre sus manos.

Cuando llegamos al atrio un inusitado espectáculo aparece frente a mis ojos: en el agua de la fuente flotan infinidad de globos de colores. La escena me fascina y me olvido de todo para concentrarme en la contemplación de los globos que tiemblan como cristales por el movimiento del agua. Un humo blanco comienza a envolverlos y cuando los globos empiezan a elevarse me dan ganas de colgarme de uno de ellos y subir hasta donde está Dios [1] dormido sobre una nube roja. ¡Con razón nunca escuchaba mis rezos! ¡Se la pasa durmiendo! En lo alto del cielo los globos se transforman en mariposas y son devorados por la luna.

Una vez más, la voz de El Diablo me arranca de mis cotorreos.

—Trucha, morro, vamos a tumbar a ese güey.

En una esquina del atrio, sentada en una banca medio oculta bajo las sombras de un árbol, está una parejita tomada de las manos. Nos acercamos y El Diablo saca su picahielo.

—¿Qué onda, puto? ¡Ora sí se te apareció El Diablo! Móchate con la lana y no la hagas de pedo —le dice El Diablo al morro, que debe tener como 20 años y anda muy bien vestidito.

Nos miran sorprendidos y sin entender lo que está pasando. No sé si por valiente o por pendejo, pero el bato se pone de pie.

—¿No oíste, puto? Móchate con la lana —le dice El Diablo al morro colocándole el picahielo en las costillas.

Mientras El Diablo hace su jale yo tomo a la chavita por un brazo y la levanto. La separo unos metros. No trae bolsa, así que la despojo de dos anillos y una cadenita de oro mientras me mira a través de las lágrimas. La morra debe tener como 17 años y está muy bonita, es como las princesas de los cuentos que leía en la primaria antes de que me expulsaran por partirle la madre al conserje, por ojete.

—Te portaste muy bien, mamacita. —Le digo a la chavita al terminar de quitarle sus cosas. Como despedida le acaricio los senos y puedo sentir sus pezones duros, erizados por el miedo.
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Volteo a ver a El Diablo, quien con una seña me da a entender que ya estuvo. A pesar de que el chavo no ofreció ninguna resistencia, El Diablo le clava el picahielo en el costado izquierdo, esa es su firma. La morra grita y corremos hechos la chingada rumbo a la Antigua Central Camionera.

Nos metemos a la iglesia que está en Gante y R. Michel para hacer un balance del botín: tres anillos, una cadenita, un reloj y una cartera con 170 pesos, dos credenciales, una de la U de G y una del IFE, una tarjeta de teléfono y una fotografía de la morrita en blanco y negro. Nos repartimos el dinero y las joyas. Yo me quedo con 70 pesos, la cadenita y la foto. Dejamos sobre la banca la cartera y las credenciales. Salimos del templo.

En el estacionamiento de la Antigua Central Camionera contactamos con el vendedor. Con los 70 pesos le compro media grapa de coca y una bolsita de mota. El Diablo le cambia los anillos y el reloj por una grapa y dos bolsitas. Caminamos por Los Ángeles rumbo a nuestro refugio.

Al entrar a la casona abandonada que nos sirve de guarida nos llega el rumor de varias voces y el escobazo de luz de una fogata nos inunda los ojos. En el cuarto contiguo al que una hora antes me encontró El Diablo está reunida parte de la banda. Ahí están El Chino, El Monquiqui y El Roñas. Ninguno llega a los 18 años de edad. Además están dos desconocidos: un ruco como de 40 años y un morro como de 16 con pinta de joto. Todos están sentados formando un círculo alrededor del fuego y parecen comentar algo muy divertido. Tienen una botella de tequila y muchas caguamas. El olor de la mota disfraza la peste de la mierda y la basura.

—¿Qué onda ésos? ¡Qué bueno que le cayeron! —nos dice El Monquiqui arrastrando la lengua.

Nos acercamos en silencio y miramos a los desconocidos.

—Son unos compas, los trajo El Chino —nos dice El Monquiqui.
—Dense un toque —nos dice el ruco a manera de bienvenida mientras nos ofrece una bacha llena de babas.
—¿O mejor quieren chingarse un pisto? —nos pregunta el morro que acompaña al viejo.

El Diablo dice que quiere un pisto pa’ bajar avión. Yo, sin hablar, tomo la bacha que nos ofrece el viejo y me doy un toque.

Sacamos la mota y la coca que acabamos de transar y nos sentamos en el suelo, recargados contra la pared. Con la tarjeta de teléfono El Diablo comienza a deshacer las piedras de una grapa mientras yo le saco los cocos a la mota para forjar un churro chanchomón. Como estoy sentado exactamente enfrente de la puerta del cuarto del colchón puedo ver cuando sale El Muerto fajándose los pantalones.

—¿Qué onda, morros? —nos dice El Muerto a El Diablo y a mí—. ¿Quién sigue? —pregunta dirigiéndose a los demás.
—¿A quién le toca? —pregunta el ruco que nos ofreció el toque.
—¡A mí! —grita eufórico El Roñas.

El Diablo y yo miramos a El Monquiqui como preguntándole qué está pasando, aunque yo más o menos me imagino lo que sucede cuando veo que El Roñas se va bajando los pantalones desde antes de entrar al cuarto del colchón.

—¿Qué onda? ¿Qué se traen? —pregunta El Diablo.
—Es que estos compitas trajeron una vieja —nos dice El Monquiqui refiriéndose a los dos desconocidos y agrega—, ya le llegamos todos, menos este morro —dice señalando al bato con pinta de joto—. El Roñas era el único que faltaba.
—¿Qué, ustedes también quieren llegarle? —nos pregunta el viejo.
—¿Se puede? —pregunto.
—La vieja ni cuenta se va a dar, ya anda peda, además es re’ puta —contesta el ruco.
—¡A toda madre! ¿De quién sigo? —pregunta El Diablo.
—Échense un volado —propone el viejo.

El Monquiqui arroja la moneda al aire y cae sol. Gana El Diablo. Yo voy a ser el último en llegarle a la vieja.

Mientras espero que llegue mi turno saco de la bolsa de mi pantalón la cadenita y la foto de la morrita. Me pongo la cadena en el cuello y contemplando la foto vuelvo a darme un toque. El Roñas sale del cuarto con una sonrisa triunfal. El Diablo se avienta una línea, se levanta, me pasa la grapa y se va. Me doy un pericazo con la punta de la tarjeta y la rolo. Vuelvo a clavarme en la foto. ¿Esta será mi mujer número cuánto? No sé, nunca se me había ocurrido ponerles número. ¿Con cuántas mujeres he clavado? Esperanza, La Chaparra, La Flaca, La Moru, La Barbi, La Negra… ¿Quién más? ¡Ah sí! La Moni, La Muñeca y una más que no supe ni quién era… ¿Quién más? ¿Acaso me olvido de alguna? No lo recuerdo. ¿Pero cuántas son? Nueve en total, pero ninguna tan bonita como esta morra, hasta siento envidia del morro que asaltamos. Pinche Diablo, para qué lo picó. Sentí muy gacho al ver llorar a la chavita. Pero bueno, El Diablo se está tardando, será mejor que vaya a ver qué pasa con él. A lo mejor no se le para o ya se quedó dormido.
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El cuarto está mal iluminado, pero la luz de la fogata que se filtra por la puerta es suficiente para ver lo que está sucediendo adentro. Sobre el colchón mugriento está una mujer con las piernas abiertas y con la cara tapada por su propio vestido, también tiene puestos el brasier y los zapatos. ¿Por qué no se desnudaría? El Diablo se mueve frenéticamente entre sus piernas. Ella se levanta más el brasier para que El Diablo le chupe los senos. Pinche vieja, tiene buenas chichis, aguadas pero grandes, además está nalgona, pero ¿cómo será su cara? ¡Qué importa la cara! Lo que importa es el cuerpo y esta ruca lo tiene buenísimo. Por sus movimientos se ve que es toda una experta cogiendo.

—Muévete cabrón —le digo a El Diablo con la voz distorsionada por el deseo, pues la escena me ha calentado terriblemente.
—¡Hija de tu puta madre! ¡Hija de tu puta madre! —grita El Diablo mientras eyacula y se retuerce de placer.

El Diablo se limpia el pito con unos papeles sucios que levanta del suelo, se pone el pantalón y sale del cuarto. Al pasar a mi lado me dice:

—Suerte, matador.

Me acerco al colchón y contemplo a la mujer, que sigue con la cara cubierta por su vestido. Veo cómo le escurre el esperma de El Diablo y de los demás cabrones por los labios y los pelos de la vagina. Me bajo los pantalones hasta las rodillas y me meto entre sus piernas. Al sentir mi peso sobre ella, la mujer abre más las piernas y las cruza sobre mi espalda. Cuando entro en ella siento su vagina caliente y viscosa, repleta de semen, pero estoy tan excitado que no me importa y comienzo a moverme. Se nota que la dejaron bien caliente, pues la ruca empieza a moverse frenéticamente debajo de mí.

—Más rápido, muévete más rápido —me dice y su voz me parece conocida, ¿dónde la he escuchado? No lo recuerdo, pero este no es el momento de averiguarlo, mejor hago lo que me pide.
—¡Así, mi rey! ¡Así, papacito! —me dice entre gemidos y ya cercana al clímax mientras le muerdo los pezones y le meto un dedo por el culo.

La mujer se retuerce cuando alcanza el orgasmo. Yo estoy a punto de terminar cuando ella en su agitación se descubre el rostro. Me quedo helado cuando descubro que me estaba cogiendo a mi propia madre.

—Termina, hijo, si no te va a hacer daño —me dice sin el menor rastro de sorpresa en su voz.

DON JOSÉ

Amorosamente
a la memoria de Don José Reyes,
por haberme adoptado como nieto.

Yo, Julio Alberto Valtierra, viví una infancia feliz, aunque llena de privaciones y miseria. Mi padre nos abandonó antes de que yo cumpliera dos años y dos meses antes de que naciera mi hermano Miguel. Como desde entonces mi madre tuvo que ponerse a trabajar mis primeros años los repartí entre la casa de mi abuela materna, la casa de mi tía Lupe o en la de mi madrina de bautizo, doña Juanita.

Desde muy niño, yo también tuve que comenzar a trabajar para contribuir un poco a aliviar la flaca economía familiar, la que después de tantos años no ha engordado demasiado: vendí globos y paletas por las calles del barrio; vendí nieves raspadas, dulces y fruta a la puerta de la casa; vendí aguas frescas en los terregosos campos de fútbol; vendí palomitas de maíz y papas fritas a la entrada del circo que año con año se instalaba frente a la iglesia de Talpita y a veces mi hermano Miguel y yo ayudábamos a darle de comer a unos leones flacos que siempre tenían hambre; fui bolero, mandadero, ayudante de joyero, peón de albañil, soldador y un montón de cosas más. Y cuando mamá se juntó con Valente yo entré como aprendiz en la pequeña fábrica de zapatos que éste tenía en la parte trasera de su casa. Mi «maistro» era don José, papá de Valente. Aparte de nosotros tres, en el taller había otros cuatro empleados que trabajaban a destajo.

Cierro los ojos para ver mejor mi pasado y me contemplo a mí mismo a la edad de diez años, flaco, cabezón, con el pelo como espinas de nopal, con los dientes como granos de mazorca, con una tímida mirada de acróbata sentimental y vestido con un overol café, embarrando de pegamento chinelas, talones, casquillos, suelas, tacones, forros y plantillas, que fue lo único que hice durante mi primer año como aprendiz en el taller de zapatos. Por alguna extraña razón que ahora no puedo recordar, el olor del pegamento me resultaba agradable y ahora cada vez que aspiro el aroma dulzón del VL2000 mi mente y mi corazón retroceden en el tiempo y me regresan a aquellos lejanos días.
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Después de ese año de aprendizaje, comencé a usar el martillo y las tachuelas para terminar de montar los cortes que mi padrastro había apuntado en las hormas. Me pagaban diez pesos por semana y cada quince días, siempre en sábado por la noche, Valente y don José me llevaban al casi recién inaugurado estadio Jalisco para ver jugar al Atlas. Desde entonces tengo el corazón rojinegro.

Al principio trabajaba de lunes a viernes de las dos de la tarde, hora en que llegaba de la escuela, hasta las siete u ocho de la noche, hora en que Miguel y yo salíamos a jugar penalitas en el jardín de la esquina de Gigantes y la 34. Los sábados trabajaba de las ocho de la mañana a las dos de la tarde. Y nunca faltaba.
(Continua página 2 – link más abajo)

2 COMENTARIOS

  1. Un relato estremecedor pero nada lejano,cruel y para muchos «surrealista» nada más cierto de las personas que tengo en mi realidad, la Vida resulta tan cruel para muchas personas que algunos piensan que sólo se encuentran en los libros,por favor no se puede ser más necio!!.
    Sobrecogedo,se me parte el Alma el saber que estás personas no tienen y no se le van a dar otras oportunidades.
    Gracias por un relato tan real como evitable si realmente los que pueden hacerlo se les sale de los huevos.Los sentimientos son muy duros y los siento como propios, cordiales saludos.

  2. Quiero decir que el cuento «Corriendo con el Diablo» tiene un final desconcertante, inesperado, terriblemente cruel, incluso algunos lo calificarían de obsceno. Pero debo decir que el cuento es muy bueno, lamentablemente la mayoría de lo que en él se narra es algo real y habitual en la ciudad de Guadalajara (yo vivo acá y de inmediato reconocí las calles, los barrios y los lugares que se mencionan). El cuento me gustó y me dejó sin palabras.
    Por otro lado, el relato «Don José» muestra una cara totalmente distinta, es muy tierno, muy cálido, aunque el final también nos deja con un amargo sabor en la boca.
    Ambos textos me gustaron, felicidades a revistacronopio por publicar este tipo de relatos. Y felicidades al autor por compartir sus textos con todos nosotros.
    Felicidades.

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