LA PIEZA DE LOS LIBROS
Por Alejandro José López Cáceres*
―Para Norma Rocío―
1
Me parece que es mayo y han de ser las cuatro de la tarde. El hombre sentado frente a su escritorio es rubio y de nariz aguileña. Sus intensos ojos verdes parpadean apenas. Lleva treinta y tres años habituándose a trasegar caminos arduos, a escalar montañas imaginarias. Hoy las páginas de un libro español lo mantienen absorto. Desde la puerta de aquella habitación repleta de volúmenes, alguien lo observa; pero él ni siquiera intuye la presencia del niño. Su mente se halla embelesada en alguna fonda castellana, intimando con acemileros y pastores, con mozas y gañanes. Sus cejas se contraen, su frente se enciende, su mano pasa la página. Y el chico sigue allí, instalado en sus siete años de curiosidad y pantalones cortos. ¿Por qué tanto silencio, por qué tanta alegría? Quisiera volver al solar donde se juega al trompo, al zumbambico; quisiera corretear a los dos bimbos que cuidan su infancia y provocar al pato bulloso y travesear con las cinco gallinas de siempre. Pero se mantiene un rato más en el umbral, fisgoneando la pieza de los libros, intentando comprender aquella felicidad de papá.
Cuando tanto silencio lo desborda, el niño toma una decisión. No ha disipado aún sus misterios; sin embargo, tampoco va a interrumpir la concentración de ese hombre que tanto ama y reverencia. Entiende que ya es tiempo de regresar a las canicas, o al balero; quizá la rayuela venga mejor. Antes de atravesar el largo vestíbulo que lo llevará hasta el patio, dirige una mirada más a la habitación y descubre algo aterrador. Alguien lo vigila desde la pared del fondo y no deja de hacerlo por más que se mueva hacia un lado, hacia el otro, hacia atrás. Se trata de una efigie espeluznante, de una mujer tan fea como el sufrimiento y tan vieja como el rencor. El chico huye despavorido, raudo, con un grito atragantado en la mitad de su propio espanto. Salva la sala en pocos pasos, salta materas y floreros sin causar destrozos; pero su pequeño corazón está a punto de estallar. Sólo cuando sus pies de viento traspasan el quicio que se abre al solar, el niño logra sentirse a salvo. Jamás los graznidos de un pato fueron tan dulces, ni tan encantador el séquito de cinco gallinas; nunca en la historia había sido ni tan poderoso el respaldo de dos pavos.
Por este fabuloso embrollo, su mundo infantil se ha trastocado completamente. Ahora el solar queda adentro porque es el lugar de su calma, de su bienestar; el resto de la casa se convierte en el afuera porque allí anida la pavorosa mujer. ¿Quién quiere volver al corredor? ¡Nadie! Y se lo deja bien claro a su hermanita menor, quien acaba de llegar al patio. Pero como esto no se trata de imponer caprichos, procede a contar la hazaña de su heroica fuga y a describir con pleno detalle el temible rostro de sus desgracias. La chiquilla escucha con los ojos muy abiertos y el alma en vilo. De acuerdo: lo mejor es quedarse a vivir en el solar. No obstante, poco antes de que la noche caiga y los rodee con su escabrosa negrura, mamá aparece feliz, pregonando la hora de cenar. Entonces regresan al vestíbulo juntos, apretujados contra la salvadora falda de mamá. Poco después, mientras comen, un silencio espeso rige la esfera del comedor. Mamá intenta imaginar el rostro del bebé que lleva dentro y papá reflexiona sobre la imagen de unos molinos de viento. Mi hermana y yo cuchareamos la sopa lentamente, sin apartar nuestros ojos de la entrada a la pieza de los libros.
2
La semana siguiente comienza de forma rutinaria. Papá sale temprano a atender sus deberes como profesor de literatura, nosotros nos dirigimos a la escuela y mamá se queda para ocuparse de la casa. Todos los días cumplimos este mismo ritual que se perfecciona al regreso, cuando disfrutamos del almuerzo preparado por mamá. Este lunes, sin embargo, mi hermana y yo tenemos algo pendiente. Después de comer, mientras papá tome su siesta de mediodía, desafiaremos el espanto. Ella ha insistido en conocer a la bruja; de modo que aquí vamos, atravesando el largo corredor en nuestro triciclo de dos puestos. Conduzco sigilosamente a través del mutismo que gobierna la casa mientras papá descansa. Me vuelvo para observar a mi hermana instalada en el puesto del pasajero y descubro que viene comiéndose las uñas. «No hagas eso», le digo. Unos metros más adelante, la miro de nuevo y noto que me ha hecho caso; no obstante, su pavor tan sólo cambió de signo. Ahora sus pequeños ojos aguantan un par de lágrimas a punto de saltar. Entonces, caigo en la cuenta de mi propia turbación y me detengo:
―¿Nos devolvemos?
―¡No! ―responde ella con un arrojo que contrasta con su expresión lacrimosa.
Sospecho que la fuente de su determinación es la misma que termina impulsándome a continuar. ¿Por qué habríamos de resignarnos a la derrota? Lo que está en juego es el mejor sitio de la casa, el lugar más iluminado y fascinante. Papá siempre está feliz en la pieza de los libros. Y también nosotros. Allí huele a tinta, a papel y a borrador; allí hay artefactos asombrosos. Un aparato que hace huequitos en el papel y otro que saca ganchos para pegar las hojas. Hay una máquina que sirve para hacer distintos sonidos y para escribir. También hay un sacapuntas de molino, cinta para pegar, unas tijeras y estilógrafos de varios colores. No, señora, que se vaya a vivir a otra parte: la pieza de los libros es nuestra. De manera que seguimos adelante, incitados por la decisión de defender nuestro territorio. Con todo, las cosas no salen como esperábamos. Cuando llegamos al umbral de la puerta, la mezquina vieja está aguardándonos con su cabeza enfundada en una capa oscura y su cara al descubierto. Su ojo izquierdo es blanquecino y tenebroso; el otro, negro y penetrante, como una inyección de veneno. Aquella mirada fulmina íntegramente nuestra bravura.
A pesar del temblor que zarandea sus piernas, mi hermana consigue bajarse del triciclo. Yo la imito, aunque sin la menor convicción. La veo repetir un ritual que ya conozco: hacia un lado, hacia el otro, hacia atrás. Desata entonces una carrera súbita y veloz. Tan pronto como voy a seguirla, mi pie izquierdo se enreda en el triciclo. Me voy de bruces, un poco más allá del quicio, para complacencia de mi silenciosa rival. Decido levantarme con lentitud, consciente de mi indefensión. En ese instante, alzo la mirada y observo aquella sonrisa malévola celebrando mi calamidad. Un torbellino de pánico socava mi intrepidez de siete años y corre tibiamente bajo mis pantalones cortos. Al mirar hacia el suelo, descubro que el miedo es húmedo y que viene acompañado siempre de vergüenza. Camino hacia atrás, despacio, a tientas. Cuando traspaso el umbral de la puerta, comprendo que hemos perdido la pieza de los libros; así que una humedad nueva se me echa encima, pero esta vez ataca mis ojos, mis mejillas, mi corazón. Pocas veces en la vida recuerdo haberme sentido tan mal, pocas veces la derrota me ha golpeado de forma tan contundente.
3
Tras dos semanas de haberse roto nuestra opción por la pieza de los libros y de cancelar toda visita a sus inmediaciones, papá se siente extrañado. Durante sus largas jornadas de lectura, siempre ha disfrutado con nuestro discreto merodeo. Pero ahora nuestras tardes acontecen exclusivamente en el solar. Nos dedicamos a hostigar las gallinas para enardecer su cloqueo, a corretear el pato para imitar su cojera, a provocar con silbidos el glugluteo de los pavos. Sin embargo, no conseguimos evitar que al final de cada día se nos cuele un vendaval de aburrimiento. Y no hay rayuela que valga para reconstruir el regocijo perdido. Nos han quitado por asalto un pedazo muy importante de nuestra alegría. Por fortuna, papá nos echa de menos y no tiene intenciones de resignarse; tampoco tiene idea de lo que pudo haber ocurrido, pero se decide a averiguarlo. Aborda a mamá con su inquietud, pues sabe que ella conoce nuestros derroteros con la precisión infinita que le otorga su ternura. Una media tarde enrevesada en aquel mayo interminable, mientras toma su merienda en el ámbito del comedor, le comparte su preocupación:
―Los niños no han vuelto a la pieza de los libros.
―Tienen miedo ―le dice ella, sin detenerse a pensarlo.
―¿Miedo?
―La bruja que colgaste en la pared es horrible ―sentencia mamá con serenidad y determinación.
Papá no logra evitar que una carcajada lo desborde. ¿Cómo puede ser? No es más que un retrato elaborado por un alumno del colegio. El muchacho aspiraba a mejorar sus calificaciones en literatura; pero, como lo suyo era la pintura, había propuesto canjear su examen de «La celestina» por una efigie de la anciana alcahueta. Una semana: ése fue el plazo que pidió para realizar la entrega. Mamá se queda escuchando la explicación de papá con mucho recelo, pues no desea que interprete su interés como una aprobación de aquella obra espantosa. Y él prosigue, opina que un maestro debe incentivar en sus alumnos la búsqueda de su propia vocación; entonces, claro, había aceptado el trato. Con todo, nadie se esperaba semejante resultado. El día de la entrega se había armado una romería en el colegio para curiosear y celebrar la vivacidad del retrato, que resultó ser la réplica de una famosa pintura realizada por Picasso. El estudiante recibió finalmente la calificación más alta y, para desgracia nuestra, papá se entusiasmó tanto con el cuadro que decidió traerlo a casa. Mamá lo mira y se abstiene de hacer cualquier comentario.
Tras la aclaración de lo sucedido, papá no se limita a retirar la tenebrosa pintura. Buscando estimular nuestro regreso a la pieza de los libros, se dedica a poner en las estanterías más bajitas versiones ilustradas de los clásicos, volúmenes misceláneos, textos multicolores que va adquiriendo paulatinamente. Con el paso de las semanas, mi hermana y yo recuperamos nuestra alternancia entre las gallinas, el pato, los pavos y los libros. Una tarde, a finales de julio, me le arrimo a papá mientras lee. Cuando me siente cerca, levanta su mirada y me ilumina con sus preciosos ojos verdes. Y como si adivinara mis pensamientos, me responde directamente: «Es el saber, Alejo; lo que hay entre todos estos libros escritos a lo largo de los siglos es el saber de la humanidad». Correspondo a su afectuosa sonrisa con otra idéntica y regreso al solar. Aquella tarde me anima una particular alegría que mi mente infantil no logra precisar. Sin embargo, presiento con nitidez el júbilo de las gallinas, intuyo inequívocamente que el pato está feliz y tengo claro que la bulla de los pavos es una maravillosa forma de celebración.
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* Alejandro José López Cáceres (Colombia, 1969). Ha publicado dos libros de ensayos: Entre la pluma y la pantalla (2003) y Pasión crítica (2010), dos de crónicas y entrevistas: Tierra posible (1999) y Al pie de la letra (2007), dos de cuentos: Dalí violeta (2005) y Catalina todos los jueves (2012), y una novela: Nadie es eterno (2012). Cuentos y ensayos suyos han sido publicados en diversas antologías y revistas internacionales, y han sido traducidos al alemán y al francés. Entre los años 2004 y 2008 dirigió la Escuela de Estudios Literarios perteneciente a la Universidad del Valle. Actualmente reside en España y es candidato a doctor en literatura por la Universidad Complutense de Madrid.