Literatura Cronopio

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El impotente

EL IMPOrTENTE

Por Óscar Ágredo Piedrahita.*

[x_blockquote cite=»Juan José Millás» type=»left»]Soy un cuerpo vacío, un traje colgado de una percha en una casa sin dueño. Quizá haya llegado el momento de leer El Quijote[/x_blockquote]

Que mi esposa hubiera follado con mi mejor amigo y mi casi hermano se hubiera follado a mi esposa no me pareció un engaño de ninguno de los dos, al menos al principio. En medio de la decepción mi curioso cerebro me hacía sentir el más inteligente de los tontos o el más tonto de los inteligentes. La primera reacción fue pensar que yo no había sido un buen esposo y que consecuentemente tampoco había sabido ser un buen amigo. Mi segunda reflexión me llevó a concluir, tan solo por un momento, que los dos eran un par de hijos de puta.

Me enteré cuando ya todos a mi alrededor lo comentaban pues mi amigo y ella no disimularon ante nadie, tal vez esperando que la evidencia de sus rutinas amorosas me llevase a una conclusión clara y contundente sobre lo que pasaba. Sin embargo, no vi nada; su camaradería y sus salidas habituales me eran familiares de tiempo atrás al punto que daba por sentado que él la veía como una hermana y que ella lo veía de la misma manera. Nuestras amistades mutuas, me enteré tiempo después, no dijeron nada porque quisieron abstenerse de participar en un conflicto donde no era posible tomar partido, o porque concluyeron que ante la evidencia todo ocurría con mi bendición de hombre contemporáneo y abierto a todo.

La situación no era gratuita. Nunca fui de llevar la contraria, siempre me acomodé a estar allí y en cuanto a las relaciones entre mis amistades o mis colegas nunca manifesté una opinión que no fuera la de la mayoría. No me sorprendió enterarme que mis jefes me describían como pusilánime y que por ello siempre me asignaban tareas difíciles que un empleado con opinión propia, hubiera rechazado. No vi eso como un defecto de mi carácter ya que así había sido desde siempre con mis padres y mis maestros: obedecía sin chistar y seguía instrucciones como lo haría un robot bien programado.

Con el mismo sentir me había casado veinte años atrás, sintiendo apenas un afecto simpático por ella, quien de igual manera me parecía apenas simpática también. Casarme con una mujer no muy agraciada no dejaba de causarme cierto orgullo silencioso que jamás compartí con nadie; lo asumía como el ejercicio de un no ser materialista y veía en ello, mi virtud. Yo no era feo y al contrario despertaba en mujeres de todas las condiciones una especie de deseo maternal por mimarme; así que hubiera podido elegir entre diversas opciones y sin embargo me quedé con ella; ahora entiendo que me faltó malicia para considerar que tal vez, ella se quedó conmigo porque no había más. De mi lado no se trató de algo excepcional: así como no tenía ambiciones eróticas, tampoco las tenía en el trabajo y me bastaba con que el sueldo llegara a tiempo y con que mis jefes de cuando en cuando me felicitaran por las tareas mencionadas a las que además yo no les veía inconveniente.

A él lo conocí en la empresa unos cinco años después de haber entrado. Mi primera impresión se mantuvo a lo largo del tiempo, era un buen tipo que me prestó dinero cuando lo necesité e incluso cuando no, y con quien siempre pude contar para un consejo o sencillamente para recibir una voz de aliento. No podíamos ser más diferentes. Él era bastante feo comparado conmigo, no tenía nada de pusilánime pues siempre llevaba la contraria con razón o sin ella y no dejaba de alardear hasta por el más mínimo motivo. Su relación con las mujeres sí era ambiciosa y no podía dejar de medirlas, sopesarlas y evaluarlas pensándose como pareja posible para cada una de ellas. En parte por ello, nunca imaginé que pudiera interesarse por mi mujer porque en su escala apreciativa, ella no llegaba a un tres y él creía siempre merecer no menos de un siete; insisto en eso con base en su sistema de calificación que no me parecía correcto, pero que no le criticaba pues uno aprende a querer a los amigos así, con sus defectos. Seguramente, él también me perdonaba los míos, aunque mi pusilanimidad, mi desánimo, mi falta de ambición y mi modestia complementaban muy bien su manera de ser. Y eso sin contar con que su rasgo más destacado era su inteligencia aunque la misma no le había servido para progresar pues su terquedad le había hecho ganar la animadversión de nuestros superiores.

Tres años antes de que pasó lo que pasó mi cuerpo había empezado a fallar en el cumplimiento de lo que literalmente eran mis obligaciones maritales. Tener sexo mínimo tres veces por mes había sido durante todo el matrimonio una obligación que cumplíamos de parte y parte, al parecer, con buena voluntad y religiosa devoción; creo que era lo más parecido al amor que nunca llegué a conocer. No en vano ella había perdido su virginidad conmigo y yo había perdido mi castidad con ella. No sé si antes de la debacle ella me engañó con alguien diferente a mi amigo pero yo no pasé de un breve morreo con una mercaderista que tras varias visitas a mi oficina me había dejado claro que no le veía problema a mi estado civil. Sin embargo, llegado el momento decisivo me eché para atrás tal vez porque mi pusilanimidad cobijaba todos los aspectos de mi personalidad.

Justamente como una premonición, recién abandonada la ilusión de aventuras con la mercaderista, llegó lo que había visto definido en la tele como mi primera «disfunción eréctil». Mi feíta lo aceptó sin aspavientos con un «si no tienes ganas, no hay problema, dejemos así». Yo acepté su aceptación y no me preocupé. Pasadas dos semanas lo intentamos nuevamente pero parecía que mis ganas no se reponían y su reacción fue similar. Esta vez traté de darle importancia al asunto y empecé a preguntarme por qué ocurría lo que ocurría. Concluí que no podía tratarse del fin del deseo o del fin de la pasión porque de eso nunca habíamos tenido y que seguramente la causa era estrictamente física, así que decidí consultar al médico. Luego de una exhaustiva serie de exámenes con resultados negativos, el doctor me informó que tal vez la causa debería estar en algún problema psicológico pues no era normal que la disfunción eréctil se presentara en hombres de mi edad; tenía para entonces treinta y siete años.
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La visita al médico no me produjo ansiedad alguna pero la perspectiva de ir a un psicólogo o a un psiquiatra me aterró. Si yo era normal, mi fea era una fea normal pero simpática, mi trabajo era normal y nuestros hijos gozaban de buena salud e incluso de buenas calificaciones en el cole ¿qué podía preocuparme al punto de traumatizar mi desempeño sexual? Decidí que no iría a ningún loquero, ni mucho menos. Decidí también tener paciencia y esperar que así como la erección se había ido, no se demorara en volver.

Pero decidir no es lo mismo que esperar. Mi nivel de ansiedad no se incrementó en parte porque ella pareció tomar las cosas con mayor paciencia que yo. Su actitud ante la ausencia de erecciones fue semejante a la de una eventual ausencia de vacaciones en la playa. Casi empezó a enamorarme cuando ante el miembro encogido inició una serie de caricias manuales y orales que en el fondo de mi sistema nervioso yo lograba sentir pero que no ganaban altitud; yo, caballero como siempre, intenté devolverle el esfuerzo pero mi torpeza con las manos y mi falta de creatividad con mi boca, tampoco lograron desarrollar en ella una respuesta que al menos significara el éxito del placer alcanzado por uno de los dos.

Regresé donde el médico, le expuse mis prevenciones y le pedí que me recetara la famosa droga milagrosa que promocionaban en la tele. A regañadientes, luego de darme instrucciones muy precisas sobre dosis, tiempos y contraindicaciones cardíacas, el médico me extendió la prescripción. Como se trataba de un experimento, me recetó solo diez pastillas, las cuales me indicó deberían alcanzar para diez sesiones de sexo o al menos para cinco si era necesario tomar la dosis máxima permitida de dos por sesión.

Descorazonado quedé al enterarme del precio de la prescripción pues representaba cerca del 15% de mi salario y como ya dije, mi salario me parecía adecuado pero no por ello, suficiente para gastarlo en resolver erecciones. Pregunté por el medicamento genérico y grata fue la sorpresa al descubrir que costaba la séptima parte del original.

Le informé a mi feíta de las instrucciones del médico, me tomé una pastilla y esperamos pacientemente que pasara la primera hora viendo la última transmisión del telediario. Cumplido el plazo, ella empezó con su trabajo de buena voluntad pero pasados veinte minutos más tuve que tomarme la segunda pastilla pues no había señales telúricas ni lúbricas en mi indiferente pene. Pasadas dos horas desde la primera pastilla y cuarenta minutos desde la segunda, seguimos intentándolo pero todo esfuerzo fue inútil hasta que en silencio cada uno de los dos tomó su respectivo lado de la cama y aparentó quedarse dormido. Ya había escuchado antes de parte algunos desconocidos que existía cierta desconfianza con los medicamentos genéricos así que decidí comprar un par de pastillas de las originales por poco menos de 20 dólares y comprometido sino con mi felicidad, al menos con la de mi feíta, reinicié la tarea a la noche siguiente.
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El fracaso no se hizo esperar adobado con la frustración por los 20 dólares perdidos pero también con la confianza recuperada en los medicamentos genéricos. No tuve de otra y busqué consejo en mi amigo. Como teníamos casi la misma edad supuse que de pronto tenía también alguna experiencia traumática con la falta de erecciones. No hubo tal, el hombre manifestó que nunca había necesitado tales pastillas y al contrario, como se podía esperar de él, se envaneció diciendo que sus erecciones empezaban desde mucho antes de quitarse la ropa. Quiso además posar de culto aludiendo al dios Príapo comparándose con él y consecuentemente presumiendo también sobre el tamaño de su pene. Con mi personalidad más encogida regresé a casa sin mayor expectativa.

Mi mujer me esperaba. Con la voz con la que una abuelita entrega un regalo a un niño, me informó que no le veía problema a una falta permanente de erecciones; agregó a eso la claridad respecto a que no esperaba intentos manuales u orales de mi parte, y que sin embargo cuando yo quisiera, podía contar con sus atenciones así mi pene nunca más reaccionara. En otras palabras, me liberó de la responsabilidad sexual marital y nunca insinuó que eso pudiera separarnos o llevarnos a conseguir amantes. Yo no tuve la generosidad de ofrecerle tranquilidad si conseguía un amante ya que me quedaba claro que si lo conseguía, mal haría en censurarla pero supuse que ella contaría con esa opción.

Casi tres años vivimos así, con nuestra vida sexual reducida a ciertas ternuras ocasionales imaginables solo en personas con el doble de nuestras edades. La ansiedad original producida por la disfunción llegó a desaparecer del todo gracias a su actitud calmada e indiferente a la vez y por ello, como dije, cuando pasó lo que pasó, la sorpresa me cogió fuera de base y no tuve más opción que derrumbarme.

Que ella tuviera un amante era lo de menos, que su amante fuera mi mejor amigo era lo de más; pero aún con eso, la situación no era todo lo grave que podía ser. Si tu mujer ha de tener un amante pues hasta mejor que sea alguien que aprecies; bueno digo eso ahora que ya lo he superado, desde la distancia que da la eternidad. Lo que en definitiva violentó mi alma y empeoró mi cuerpo fue el escándalo. Diversos mensajes anónimos fueron enviados a todos nuestros amigos y colegas por todos los medios posibles. En ellos se hacía mofa de mi pusilanimidad y estupidez y se describía lo que supuestamente era la letra menuda de la aventura que tenían esos dos, supuestamente desde mucho antes que mi cuerpo fallara. Todavía con la angustia y el dolor acongojando mi espíritu, me fue inevitable reconocer en el estilo de los anónimos, la escritura singular de mi jefe directo. La moñona estaba hecha: matrimonio, amistad y trabajo destruidos en un mismo momento.

Mi amigo nunca me dio la cara, su deseo de presumir se había hecho a un lado; no creo que fuera tanto por su traición como porque todos se enteraron que sus exigencias ante las mujeres habían caído muy bajo. Su virilidad demandaba más demostraciones que la mía ante la impotencia. Yo lo veía como un Quijote que enloquecía por más de una dulcinea; ahora me daba cuenta de que el Quijote era yo y que por ningún lado habían existido Sanchos que confirmaran la presencia de una verdadera amistad.

Creí que me repondría alguna vez, incluso estuve tentado de buscar a la mercaderista del pasado pero no tuve alientos suficientes. Sin deseo ni excitación alguna sentí una breve pulsación en mi pene que solo recordaba haber tenido en mi adolescencia, pero era demasiado tarde. Mi cuerpo incompleto empezó a desvanecerse en medio de la brisa y desaparecí sin motivación alguna para luchar contra el viento.

* * *

El presente relato hace parte de su libro inédito «Relaciones Discutibles (Fábulas para hombres)», 2013.

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* Óscar Ágredo Piedrahíta nació en Cali en 1.965. Es Comunicador Social Periodista egresado de la Universidad del Valle con estudios de Maestría en Literaturas Colombiana y Latinoamericana de la misma universidad. Se desempeña como Profesor del Área de Literatura y Medios de la Facultad de Humanidades de la Universidad del Valle. Ha publicado el poemario «Caricias discutibles» y algunos textos sueltos en revistas, sobre todo relacionados con educación. Se considera más un educador que un escritor y sus áreas de trabajo son: la ciudad, el erotismo, lo político y la cultura fúnebre en relación con la narrativa literaria.

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