Literatura Cronopio

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El cielo que me resta

EL CIELO QUE ME RESTA

Por Hansel Leonel Espinoza*

[x_blockquote cite=»Jack Kerouac» type=»left»]La vida es un país extranjero[/x_blockquote]

Lo más pesado es el silencio. El sitio entero lo cubrió el estruendo provocado por los fragmentos de cristal estrellándose contra las paredes, contra el suelo y contra el pobre desafortunado que estaba en medio. El hombre —que hacía tres años no podía ver—, despertó de súbito cuando —irónicamente— una luz lo confundió al golpear de lleno sus extenuados ojos grises. Perdió la cuenta del tiempo que tuvo que pasar soportando la oscuridad; soportando la ceguera con todas sus dificultades; cargando el peso de sentirse aislado por completo de su entorno y de cada una de las personas que antes habrían de ser su incondicional punto de apoyo. Afrontó con cierta calma las fases intrínsecas a una desgracia: al principio creyó asfixiarse por una honda incredulidad, luego lo embargó superficialmente la fe, seguida por odio y soledad. Se llenó de escepticismo, de desesperanza y por último, de costumbre.

Contrariado por la noticia, por la falta de luz, el exceso de atenciones y la mayoría de desenfundados gestos falsos que recibía, resolvió mostrarse cínico. Le resultó en extremo difícil enterarse que existía una posibilidad, no tan remota ni lejana como él hubiera querido, de que su ceguera fuera permanente. En el fondo sabía que ni el lento pasar del tiempo iba a hacerle asimilar por completo la situación, pero ya le había aprendido unos cuantos trucos a la vida y eso era, en parte, reconfortante. Ver ahora la luz otra vez, sin ningún preámbulo, sin la sutileza de contemplar primero un pequeño punto claro que se fuera haciendo mayor, fue un suceso aún más impactante. Tanteó con las manos a su alrededor mientras lo encandilaban las luces y los colores; tuvo que cerrar los ojos e ir abriéndolos paulatinamente. —Mierda, cuánto lastima esta luz —pensaba, mientras se sentaba en la orilla de su cama y aprendía otra vez a enfocar la vista en los objetos distantes y a coordinar el trayecto de sus miembros con su renovada visión.

Lo que ahora anhelaba era algo simple. Quería ver el rostro de su esposa; quería ver su reacción cuando se diera cuenta que la ceguera fue, después de todo, algo temporal. Habitaban un cuarto piso, así que se distrajo fácilmente viendo la calle desde su ventana. Veía la corriente de autos pasando allá, a lo lejos, circulando por el inagotable río de asfalto. Observaba con la misma curiosidad que un extranjero a las pequeñas personas caminando dispersamente y la hilera de árboles ubicados perpendicularmente a los negocios concurridos del centro. Todo eso ya no existía ni en sus sueños. A los cuatro meses de haber quedado ciego dejó de soñar con colores. Su mente proyectaba únicamente sombras. Unos meses después olvidó los rostros en blanco y negro de la gente que quería y tan solo veía manchas grises, cada vez más opacas y deterioradas. Como una broma de mal gusto, la vida le daba de vez en cuando la oportunidad de volver a soñar con la paleta entera de espectros luminosos. Lo único que veía en esos sueños era un rectángulo largo frente a él, que abarcaba toda la pared a lo ancho. Todo a su alrededor era sombra y penumbra, pero ese rectángulo era una ventana que daba directamente al cielo. Podía ver entonces las nubes, blancas y gigantes, dispersas y grises a veces; veía aves volando muy alto, como oscuras marionetas distantes, destellos de sol y la claridad que tanto anhelaba. Esos sueños eran esporádicos, así que se resignó, como ya había aprendido, y nunca le comentó eso a nadie. Ese paisaje fantástico también se fue reduciendo cada vez más, hasta que, un día de tantos, desapareció.

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Divagó por todo el apartamento queriendo reconocer todo lo que formaba parte de su vida. Se dio cuenta que el sofá era nuevo, pero no era de color café ocre, como había dicho su esposa. Las fotos de los dos, que adornaron durante años el lugar, ya no estaban ahí. Habían desaparecido. Quedaron en su lugar marcos vacíos, recuadros de madera y plástico más inertes que de costumbre, porque muy pocas cosas son tan inservibles y poseen un aspecto tan abominable como un marco vacío. El reloj de la sala, regalo de su abuela ya muerta, estaba parado, sin vida, marcando eternamente las ocho y cuarenta. Las cortinas corridas no dejaban entrar mucha luz. Se sentó a recordar otra vez su casa, a memorizar los colores y las formas. Todo estaba desteñido, pintado de nostalgia y soledad. Era absurdo el lugar, parecía estar a punto de ser clausurado.

Harto de esperar sentado, siguió caminando. Quería despabilarse lo suficiente antes de salir, así que siguió con su recorrido. El comedor y la cocina, su dormitorio, el cuarto de baño, la pequeña área de lavandería, todo eso estaba dispuesto con metódico orden, tal como lo habían mantenido por años. Contrastaba el minúsculo cuarto de visitas. Por hábito mutuo solía ser utilizado como un vertedero de objetos inservibles, de cajas amontonadas. Algunas veces quiso ser un cuarto de estudio, otras veces un taller de pintura, a veces soñaba con ser una pequeña biblioteca o un cuarto de ocio. Fue un proyecto miles de veces, pero nunca fue una realidad. Se convirtió entonces en una bodega que encerraba frustraciones y deseos incumplidos. Ahí estaban ahora los álbumes de fotos, restos de los sillones viejos que compró con su esposa el primer año en que vivieron juntos, cuadros y películas que tuvieron que esconder por sus reiterativos ataques de ira y cualquier trasto inútil que cumpliera con los estándares necesarios para convertirse en un recuerdo en común. Ahí estaban acumulando polvo, como si ese cuarto estuviese destinado a ser un cementerio de memorias. El hombre, embargado hasta hace unos minutos por una alegría desaforada, se llenó de dudas. Se dirigió al armario de su habitación. Sentía el corazón palpitante y la respiración agitada le hacía sentir sed. La ropa de su esposa ya no estaba ahí. Caminó al pasillo que dirigía a la salida y vio un par de maletas bajo el mueble en donde una lámpara horrenda y el tazón para las llaves le devolvían la mirada ansiosa. Oyó moverse la cerradura de la puerta. En cuestión de segundos estaba en su cuarto otra vez, escondiéndose, expectante, con preguntas amontonadas dentro de su cabeza y el pulso acelerado.

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Ahora le esperaba otra explosión. Una verdad semejante a un espectáculo lleno de fuego y escombros, o eso creía él. Se le escurría el miedo por las manos. Habría de saber que el infierno es un lugar lleno de colores, pero sin explicaciones. Se acomodó, se sentó en un pequeño taburete e intentó no respirar tan fuerte. —Ella se va a ir, me va a dejar. Y no planea decírmelo. No hay manera de decirle algo así a alguien como yo, porque para ella sigo siendo el mismo ciego que era cuando me dormí ayer. Lo sé, se va a ir. —Pero, ¿cómo podía irse sin decir adiós? Las maletas en la puerta, los recuerdos soterrados, el reloj pausado eran las señales inequívocas de que a ella le importaba un carajo salir huyendo y dejar en el olvido cada día que habían vivido juntos. Unas cuantas palabras susurradas en la puerta lo sacudieron. Agazapado suprimió el aliento, eludiendo la incoherente convicción de haberse convertido en un ser reemplazable. Escuchaba murmullos ininteligibles que se atenuaron hasta desaparecer. No intentó comprender la plática, de cualquier forma, el sonido de la puerta cerrándose puso fin a cualquier tentativa.

El constante pitido de la máquina contestadora lo sacó de su estupor. Presionó, como tantas veces antes, con los ojos cerrados, el botón de reproducir, porque (de esto se enorgullecía vanamente) no tenía que ver para poder hacerlo. —Iré a la casa de mi madre, quizás vuelva mañana, a las nueve. —El mensaje de su esposa, con esa voz fría y enfática, no duró más de diez segundos. Ese tiempo fue el que precisó para tirar al olvido su pasado. Ella formaba ahora parte del colectivo de gente que él tanto detestaba, de las personas que gustosamente apagan los sentidos y pueden ignorar con facilidad la desgracia ajena. Nadie iba a regresar a las nueve, él lo sabía, su esposa también, y por supuesto lo sabía el amigo que la ayudaba a cargar las maletas, mientras bajaban las escaleras, confiados en que nadie los estaba viendo.

Oyó un familiar grito ensordecedor viniendo de muy abajo, antecedido por un golpe seco. La calle de enfrente se llenó de una conmoción inusual. El estrépito de una desgracia oportuna. El hombre, extrañamente confiado y con su miseria echada a un lado, se recostó en su cama, cerró los ojos y durmió. Soñó. Esta vez a colores. Soñó con el pedazo de cielo que fue siempre su única franja de esperanza; con ese salvavidas celeste, fragmentado, horizontal y eterno.

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* Hansel Leonel Espinosa Villatoro nació el 21 de noviembre de 1989. Estudió Derecho, Ciencias Jurídicas y Sociales, en la Universidad Mariano Gálvez de Guatemala. Actualmente reside en Bogotá (Colombia). Su cuento Copenhague ganó el Premio Centroamericano de Cuento Mario Monteforte Toledo de 2013. También fue acreedor de otro premio literario, Juegos Florales de Chiquimula, Guatemala, también en 2013.

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