Literatura Cronopio

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La traduccion de un lienzo mal dibujado

LA TRADUCCIÓN DE UN LIENZO MAL DIBUJADO

Por Carlos Mario Borja*
[x_blockquote cite=»Mateo Pérez» type=»left»]Para amarnos mujer de tiempo
Confesamos el sueño de mis ojos
Con el cobijo de tierra buena
Donde ambos perdemos la oscuridad y
Sólo puede restarte entonces despedirte[/x_blockquote]

Indudablemente, aquello que parecía tan evidente en tus dedos, terminó siendo la pregunta constante de esa noche, con tus manos, con unas gotitas que, al parecer, eran de sangre que, no sé por qué, la plagaban como si hubiesen sido puestas allí con extrema delicadeza, puesto que se dibujaban como si fuesen pequeñas islas en el mar de tu piel. Es claro que, aunque no sabía muy bien lo que hacía en ese lugar –un viernes tan extrañamente tibio para el mes de noviembre–, estaba plenamente seguro de que, para mi tranquilidad y la de mi novela que esperaba en casa con una taza de café, Pufi y un par de cigarrillos, tendría que decírtelo esa noche, precisamente para que, frente a la máquina, todas las ideas que me asaltaban de golpe justo frente a la inmensa puerta roja (y que anteriormente emergían de la nada cerca de la Bodeguita y la biblioteca), pudiesen plasmarse en el papel y diluirse de mi mente donde gritaban y esperaban a que, al fin, en algún momento, pudiesen salir y quedarse en el manto blanco de donde, más tarde, saldrían para ser abovedadas en el olvido y la mísera caricia de un par de ojos que las leería para repudiarlas. Y, por supuesto, lo único que se interponía entre esa finalización ideal y yo, que no me decidía ahora a tocar la puerta, era esas palabras que, una tarde comiendo papas en la Tertulia, el flaco, entre la sal y las bebidas frías que se estremecían con el Chanson, me había compartido y que, bajo juramento, me había encomendado que te las dijera si eso sucedía y, vaya juegos del azar, efectivamente, sucedió.

Pero, a pesar de todo, nos gustaba mirar un poco, ya que no sabíamos lo que se ocultaba al final de los dedos que, a mí, en ocasiones, me parecía que del borde de las uñas terminaban bifurcándose y derivando una de otra hasta un sinfín, cosa que, sobre todo los martes en el taller, terminaba trastornándome enormemente al ver que no podía llegar a una finalización afable y contundente que me dejara ver con claridad lo que había en la última parte, esa respuesta lejana que detendría mi constante frustración por un instante, seguro, al pensarlo mejor, de que, en cualquier momento, volvería todo a extenderse nuevamente. No tendría fin, no había duda. Decía que por eso nos gustaba mirar un poco, entrecruzar los dedos llenos de pintura uniéndolos de alguna manera por medio del color bermejo que no distinguía entre una piel u otra y que, para nuestro deleite, nos hacía pensarnos conectados físicamente por una materia externa que favorecía una comunicación intrínseca aunque, claro, todo era un simple juego de luces que yo lograba desentrañar con facilidad ya que, aunque el hecho de entrecruzarnos y ser uno nos estimulaba frecuentemente porque yo sonreía y alcanzaba a sentir el entusiasmo en tus dedos –esa empatía–, se podía llegar a dar en cualquier momento.

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En el cine, donde, la luz proyectada en la inmensa pared que nos mostraba una película de Kubrick o cualquier cosa que decidiéramos esa noche –pero generalmente Kubrick puesto que lo comentábamos en la sala escuchando un poco de música y tomando algo de té– finalizaba por rebotar y caer, en vez de llegar directamente a nuestros ojos, sobre las manos que, por cuestiones de los asientos y la cercanía, se unían y eran pintadas por la luz, la cual, no hay que olvidarlo, se matizaba como consecuencia del lugar y sus circunstancias: un parqueadero en el que nos sentábamos a mirar las placas de los carros y la luz del alumbrado público las unía o, simplemente, el amanecer en el taller que vos tanto adorabas porque, bajo la frazada, descendía –porque no emergía de abajo– un mundo azul que se lograba gracias al contacto del sol con la tela azul y, nosotros, como niños, nos introducíamos a ese efecto marítimo extraviado para cambiar de piel y, así, conformarnos nuevamente como uno solo bajo un nuevo color. Y, de esa manera, cualquier lugar terminaba por convertirnos, terriblemente –dónde queda la individualidad– en un solo ente.

Sin embargo, eso no puede ser así y lo sé; destruiría por completo el hilo coherente de la narración y la belleza pretendida en cada línea. Se espera sorprender en un inicio y mantener una estructura que sostenga al destinatario de manera tal que no suelte el papel hasta terminar con un final que lo deje en blanco. Cabe aclarar que todo se conjetura en una caminata en medio de fábricas en dirección al Parque del Artista desde el cual, más adelante y, probablemente, luego de terminar el cigarrillo, ascenderé en dirección al parque principal. Hay un itinerario, por supuesto, un papel marcado con líneas que culminan en vos para contarte todo lo que no me deja dormir y, entre café y café, sólo posterga el capítulo preparado, el inicio –que es siempre lo más difícil–.

Pero hay tiempo, aún está temprano para mí. A juzgar por la soledad de las calles y el silencio que deja escucharme a cada paso con una sordidez temible, las manecillas del reloj deben estar cerca de la medianoche, claramente es suposición puesto que no tengo reloj. Hace un frío bárbaro, tal y como lo hacía esa noche –o era en la tarde, ya no lo recuerdo– en el que me comunicaron aquello. Van –le decía así por cierto acento holandés que, al parecer, había aprendido de sus padres o algún pariente entrañable– me había citado descaradamente por teléfono la noche anterior al encuentro, yo que me disponía ya a continuar escribiendo luego de una cena frita, con el propósito de buenas nuevas y, como es de esperarse mientras alguien escribe, la lejanía ya evidente desde hacía unos meses. Yo, ponderando ambas cosas, decidí, para refrescar un poco la habitación de la que sólo se escuchan pensamientos conectados por simples eventualidades aisladas y distanciadas enormemente por lo que simbolizan en cada salto, escamotearle un ratito a la novela y hablar con él. Lo que me llevó a ducharme y regresar al tiempo que ya había olvidado.

–Hay cosas como estas que no puedo comunicarte por cartas –me dijo Van mirando la cerveza con severidad, como si, el simple contacto entre los ojos le lavara la mente y lo dejara perdido–. Esta es una de ellas –añadió tras suspirar.

–¿En realidad es así de serio? –pregunté con una sonrisa, como se hace cuando no se comprende la situación– Creo que deberías tomar un poco de esa cerveza, se va enojar con vos si la sigues mirando así.

–A la cerveza no le va a pasar nada y, por favor, deja tus comentarios para luego. Es verdaderamente importante –dijo al fin mirándome a los ojos, lo cual, destruía totalmente mi conjetura anterior–. Parto hacia la Habana. Ya me esperan Doty y John para cuando desembarque…

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–¿Y por qué no te vas en avión? – interrumpí a Van.

–Sabes muy bien que estas cosas no se pueden hacer por medios oficiales. Traería problemas a todo el mundo. No te imaginas –replicó y, luego, tras un silencio corto que estuvo acompañado del movimiento de las manos de Van hacia su cerveza para acariciarla sin un aparente deseo de beberla, continuó. –Ayer hablé con John, me comunicó que todo estaba arreglado con las autoridades marítimas para que nos dejaran pasar tranquilos. Somos veinte. Estaremos largo tiempo allá, al menos hasta que estemos preparados y, luego, zarparemos de regreso, pero no a casa, sino a la selva. Vos sabés que son tiempos de inicio, aún no es oficial en la prensa y mucho menos para el ejército.

–Y, ¿para qué me contás esto?, estoy seguro de que es confidencial y no lo podés hacer –dije mientras sacaba un cigarrillo de la caja y lo posaba en mis labios sin encenderlo.

–Porque necesito que le cuentes lo que me juraste a Alicia –dijo y enfatizó en lo de juramento. –Es probable que no regrese y sabes que siempre anda distraída con eso que hace y con lo que, a veces, no estoy de acuerdo…

–Lo recuerdo, lo recuerdo –interrumpí bajando la mirada al suelo y encendiendo el cigarrillo que ya se enfriaba ahí arriba. –¿Cuándo querés que se lo diga?

–Tan pronto parta. Es decir, en tres días.

–Lo tendré en cuenta.

–No tardes en decirle, por favor –dijo, tras lo que, luego de cosquillear la cerveza, bebió.

–No te preocupes –me quedé en silencio y continué. –Decime, ¿por qué un intelectual como vos se mete en esas cosas? Es decir, entra, habla y convence nada más –pregunté y lancé el humo al aire.

–Exactamente por eso, para convencer. Para mostrarle al pueblo lo que sucede en realidad. Mi entrenamiento no es sólo para manejar un arma de la mejor manera, sino para estudiar a fondo lo que proponemos. Incluso existe la posibilidad de hablar con el comandante. Vos sabés, el argentino.

* * *

Luego de ese encuentro, no supe más de Van. Y era una pena, porque la lejanía, la distancia que nos separaba de un abrazo fortuito, de las palabras reconfortantes, de la poesía y la pintura, era tan inmensa que opacaba la oscuridad de la noche, el azul de los días y se extendía hasta los resquicios más recónditos donde la tinta no alcanzaba el papel. Además, a la terrible lejanía que se traducía en ausencia y anhelo al mismo tiempo, se le sumaba la imposibilidad de las cartas, la incomunicación que terminaba por dejarme en la conformidad insatisfactoria de la fantasía y por llenar las noches de un vacío lamentable. Pero tal vez podría iniciar de otra manera, una más conveniente para quien lee: Existen tantas formas de recorrer caminos, diversos mapas acerca del mar y el azul tan frecuente entre vos y yo, pero, entre todos esos mapeos, siempre prefiero el enigma constante de tu piel que no se deja descifrar a cabalidad, que se niega al encierro del papel y las cuadrículas de norte a sur con el meridiano y su hora, porque, de manera sorprendente, vos las abolís.

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Y te lo digo sentado en la vereda del Malecón, ya que, como es natural, estás distante y, a la vez, como una venganza de los días de miradas sin correspondencia, cercana, puesto que todas las cosas que alguna vez me dijiste reposan en mi oído y retumban mientras mi silencio te conversa con la esperanza de que el mar que golpea y se rompe en mil espejos te llegue en forma de nube y te llueva las misivas, las melodías, el son cubano que antes oíamos en las tardes que humedecían los muros y no daban tregua en las hamacas ni mucho menos a los muros de la ciudad que se resistían a perder su color ante la brisa y la fuerza del viento.

Y, linda, créeme que es complejo, puesto que, a pesar de que el mar desde aquí se ve tan bello e infinito, me da pena que nos separe un pensamiento, el ideal de un corazón que palpita en la guitarra que antes tocaba a tu lado en las tardes –y ya sabes, húmedas y complejas–, con la brisa escasa y tu voz maravillosa que llenaba el abundante aire tibio. Porque el ideal nos divide, el mundo que vemos es totalmente distinto –para fortuna y desgracia–.

Es que, si tan sólo llegaras a comprender que la única posesión de los cubanos es, en realidad, Cuba. Si tan sólo se lograra transpolar eso a un sentido macro, Colombia para colombianos, Argentina para los argentinos, Perú para los peruanos: Latinoamérica para los Latinoamericanos ¿no crees acaso que todo sería mejor? El sentido de pertenencia: ese punto medio donde brota la flor. El único problema es eso que nos divide y nos lleva a otros polos, ese ideal que, por momentos, se ve abolido por la música, porque, ¡Ah, ahí sí que somos uno!

Comprendía entonces que, al tiempo que lanzaba el cigarrillo a la basura y seguía hacia el parque, ese debía ser el tema. Y me lo comunicaban las luciérnagas del alumbrado público y de los autos

_________

* Carlos Mario Borja Valdés es estudiante de psicología de la Fundación Universitaria Luis Amigó (Medellín, Colombia). Se dice admirador de la literatura latinoamericana, en especial de autores como García Márquez, Cortázar y Borges.

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