IMPALA DEL 67
Por Rafa Boladeras*
Jeff miraba impresionado el regalo que le acaba de hacer su esposa. Nunca hubiera esperado que Marjorie le regalara el que siempre había sido el coche de sus sueños: un Impala; y menos recibirlo en el día de su aniversario de boda. Ya llevaban doce años casados y desde el primer aniversario siempre habían tenido el mismo ritual de celebración: todo empezaba cuando ambos llamaban a sus respectivos trabajos diciendo que estaban enfermos, para así poder pasar el día juntos; caminaban por Central Park; visitaban a una encantadora librería del Soho donde cada uno le compraba un libro al otro; iban a comer a un pequeño restaurante italiano y luego alquilaban una suite en el Hotel Plaza donde daban rienda suelta a sus deseos más oscuros. Desde hacía algunos años Jeff y Marjorie habían acordado que en esas jornadas de lujuria en el Plaza cada uno podía pedirle al otro que realizara sus fantasías sexuales más perversas, sin derecho a veto y sin volver a hablar nunca más de lo que había sucedido aquella noche. Allí había sido donde Marjorie se había disfrazado de colegiala con falda a cuadros o donde Jeff se había dejado azotar con un látigo de cuero. Este año Jeff tenía preparado un atuendo de monja para su esposa que implicaba entre otras cosas un capirote.
Acababan de volver de la librería y al llegar a su calle Jeff vio un Impala del 67 (como el que siempre había querido cuando iba al instituto) con un enorme lazo rojo. Estaba aparcado en la puerta de su casa y al ver la reacción de su marido, Marjorie no había podido resistirse más y le había dado las llaves. Jeff no se lo podía creer. Se pasó la siguiente hora sentado al volante dando vueltas a la manzana mientras no podía dejar de agradecer a su esposa el regalo sorpresa que ésta le había hecho. El siguiente paso de su ritual era la comida en el italiano, pero antes de eso Jeff quiso estrenar el Impala con un polvo rápido, como si tuvieran dieciséis años, y pese a que eso le supuso una rampa en la pierna derecha, Jeff no podía estar más contento. Adoraba a su mujer desde hacía mucho tiempo y esa muestra de amor por parte de ella lo había dejado sin palabras. De camino al italiano, Jeff y Marjorie fueron cogidos de la mano por la calle y al llegar al mismo, donde les habían reservado su mesa de siempre, Jeff apartó la silla de la mesa y ayudó a su esposa a sentarse; se sentía todo un caballero.
Marjorie pidió lo mismo que pedía cada año: raviolis rellenos de carne de jabalí con salsa de nueces (aunque el nombre que le daban en ese restaurante era uno mucho más pedante; nouvelle cousine y eso…) mientras que Jeff pidió lasaña de foie de pato y gambas (una especie de lasaña de mar y montaña, ya que todos sabemos que el pato es un animal de montaña…).
La comida iba muy bien, por primera vez en bastante tiempo volvió a salir el tema de los hijos y por primera vez Jeff no se estresó e intentó cambiar de tema. No era nada habitual. Marjorie se disculpó para ir al baño y su marido siguió con la mirada su recorrido hasta el servicio con una sonrisa de enamorado bobalicón en su cara. No sólo la quería; si no que era con diferencia la mujer más bonita del local. Jeff bebió un poco de agua mientras miraba a una pareja con hijos que había a un par de mesas de él. Sonó el móvil de Marjorie (era un mensaje) y Jeff sin pararse a pensar en lo que hacía, y como si fuera un acto reflejo, lo cogió y lo leyó. El mensaje decía: «Espero que a tu marido le haya gustado el Impala; ¿Quedamos mañana? Trae el conjunto que te regalé». Jeff dejó de sonreír al instante. El mensaje era de parte de un hijo de puta llamado Lewis. Lewis… Lewis… de donde le sonaba ese nombre, era alguien que conocía. Jeff pensó durante unos instantes. Y finalmente se acordó. Lewis era un tipo que trabajaba en la empresa de Marjorie. Un personaje del que su mujer siempre había hablado despectivamente. Alguien a quien habían estado a punto de echar del trabajo varias veces ya que se decía que era cleptómano y que robaba cosas a sus compañeros de oficina.
Un tipo despreciable que tenía un Impala del sesenta y siete. Jeff se planteó si quizás su nuevo regalo había sido antes propiedad de Lewis. No sólo se había estado follando a su mujer si no que también había mancillado el otro objeto más preciado para él. Marjorie estaba a punto de sentarse a la mesa pero antes abrazó a Jeff por detrás y le dio un beso en la mejilla. Él seguía petrificado y esperó a que su esposa se sentara a la mesa antes de preguntar nada. No habló, simplemente le alargó el móvil para que ella viera el mensaje. No hizo falta nada más. Al leer el mensaje, el rostro de su esposa cambió de expresión: pasó de una genuina sonrisa a una terrible mueca, una cara de pena e incluso vergüenza y antes de que ella pudiera explicarse, Jeff se levantó y se fue de allí. No quería verla nunca más.
Empezó a caminar sin un rumbo fijo mientras intentaba entender cómo había podido pasar aquello; no comprendía ni cómo, ni cuándo, ni por qué su esposa lo había hecho y aunque quizá no estuvieran pasando por su mejor momento, aquella traición (Impala incluido) le parecía desmesurada. Jeff llegó caminando hasta su casa y vio de nuevo el Impala. Por un momento pensó en destrozarlo y canalizar así su ira, pero realmente el coche no tenía ninguna culpa. Entró en casa, cogió una bufanda y un abrigo grueso y siguió su camino. Hizo algo que había hecho algún tiempo atrás: ir a la sala de recién nacidos del hospital más cercano y quedarse mirando a esos pequeños mientras dormían o lloraban en sus primeros días de vida. Por extraño que parezca, allí Jeff podía pensar con más claridad. Recordó como conoció a Marjorie y que fue ella quien se acercó para hablar con él. También estuvo pensando en el día que le pidió la mano ya hacía doce ¡doce! años; fue en el mismo restaurante italiano en el que hoy todo había acabado y también rememoró lo nervioso que estaba ese día. Había nuevos padres mirando a los recién nacidos, señalando cual era el suyo, con mucho orgullo, a sus parientes más cercanos.
Jeff también pensó que él tampoco había sido siempre un santo, varias veces había estado a punto de ponerle los cuernos a Marjorie (al final eran ellas las que decidían que era mejor no involucrarse con un tipo casado) y además durante los dos primeros años de casados tuvo un problema con el juego; incluido aquel verano que no pudieron irse a los Hamptons porque Jeff perdió todo el dinero del depósito, después que Michael Jordan metiera el tiro decisivo en el sexto partido de las finales contra los Jazz. Su esposa nunca se quejó por ese error que les costó estar durante un caluroso verano en la ciudad. Además le ayudó a dejar su adicción al juego llevándolo a reuniones siempre que éste lo necesitó. Después de un par de horas allí, Jeff se levantó y se fue, todavía sin un rumbo fijo. Su móvil no dejaba de recibir llamadas de Marjorie, que quería hablar con su esposo el día de su duodécimo aniversario. Jeff no respondió a ninguna de esas llamadas y siguió su camino ensimismado.
Caminando, caminando acabó sin darse cuenta en el parque, donde unas cuantas horas antes había estado con su mujer. Las circunstancias habían cambiado mucho en esas pocas horas pero el lugar era el mismo. Vio a una pareja sentada en la hierba, ella con la cabeza apoyada en el estómago de él mientras éste le acariciaba el pelo y ambos miraban el cielo y las curiosas formas de las nubes.
Un tiempo atrás él también había pasado horas en situaciones similares con Marjorie, compartiendo las horas, las caricias y el silencio el uno con el otro. Y hoy se había vuelto a sentir así durante gran parte de la velada, hasta el fatídico incidente del mensaje. Y quería seguir sintiéndose así. Jeff dio media vuelta y se dirigió hacia el Hotel Plaza. Aún tenían la habitación reservada. Pensó que todo lo que había descubierto en las últimas horas podía ser desplazado hacía las horas del Plaza y no volver a hablar jamás de ello (igual que hacían con las otras diabluras que compartían en esa habitación). Quizá el vestido de monja y el capirote aún podían ser útiles… Jeff se fue directo al hotel, dispuesto a esperarla allí; confiaba en que ella haría lo mismo. Entró en el hall del hotel y pidió la llave de su habitación. El recepcionista le comunicó que no le podía dar la llave ya que la tenía su esposa; que se encontraba en la habitación. Jeff cogió el ascensor más cercano marcó el botón del séptimo y esperó ansioso a que éste ascendiera los siete pisos que lo separaban de Marjorie. Al llegar a la planta en cuestión y justo cuando empezaban a abrirse las puertas metálicas, Jeff salió disparado camino de la habitación 731. En su cara había una enorme sonrisa y corría a una velocidad que le recordó por qué debía dejar el tabaco y volver a ponerse en forma. Llegó a la puerta y empezó a llamar enérgicamente. Estaba sin aliento y cerca de desfallecer pero no le importaba. Marjorie abrió la puerta y al ver a su marido se alegró enormemente. Antes de que ninguno de los dos pudiese decir nada se abrazaron. Un abrazo que duró varios segundos y en los que ambos estuvieron en silencio absoluto (sólo se oía la respiración entrecortada de Jeff que poco a poco se parecía cada vez más a su respiración normal). Aquel momento se pareció a los silencios que habían compartido años antes y durante ese instante de paz y felicidad Jeff se dio cuenta de que se las arreglarían.
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El presente texto forma parte del libro inédito de relatos cortos titulado «Cubatas en taza».
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* Rafa Boladeras es un escritor catalán y publicista afincado en Medellín. Es creador de anuncios comerciales de televisión. Es graduado en la especialidad de guión en la ESCAC (Escuela Superior en Cine y Audiovisuales de Catalunya). Empieza su carrera profesional con un falso documental humorístico sobre el hombre que inventó la goma de borrar, antes de participar en incontables cortos como guionista y auxiliar de sonido. Su carrera como cineasta llega a su punto álgido cuando participa como auxiliar de producción en la película «El Perfume», donde su trabajo de más responsabilidad es repartir botellas de agua a los extras (entre toma y toma de la escena de la orgía). En 2009 gana el premio Drac Novell en publicidad y se convierte en redactor publicitario. Después de trabajar en su Barcelona natal se muda a Latinoamérica donde sigue con su profesión de adopción. Ha vivido en Bolivia, Chile, Méjico y Colombia (que ahora es su hogar) y ha trabajado para marcas como Seguros Sura, Tigo, Chocolat Factory, el museo MACBA o el periódico El Deber. Entre sus muchos descubrimientos latinoamericanos destaca la sopa de cacahuete boliviana, el coctel chileno «terremoto» o la cazuelita y las uchuvas colombianas. Además ha escrito una novela de detectives a lo Raymond Chandler pero en la actualidad, que es 80% El Gran Lebowski (con más romanticismo y menos surrealismo) y un 20% Casablanca.