Literatura Cronopio

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Despierto y estoy hecho polvo

DESPIERTO Y ESTOY HECHO POLVO

Por Fernando Vanegas*

Despierto y estoy hecho polvo, molido. El cerebro me palpita enloquecido dentro del cráneo. Parece que tengo demasiada sangre en las venas y el exceso quiere escapar. Late, presiona, empuja desde adentro. Puede que pronto escuche el crujido del hueso quebrándose. Respiro. El aire me sabe a vómito, ¿qué tan posible es eso? La boca, por supuesto, la tengo completamente seca. Un puñado de arena envolviéndome la lengua. Pegada a la mejilla que apoyo sobre la almohada está la poca saliva que me queda. Al menos hay una almohada. Hago el conteo de mis dientes; están completos, exceptuando, claro, el que perdí el mes pasado. Abro los ojos, estoy desnudo. En el piso veo una parte de mi ropa: solo están el pantalón y la chaqueta. Muevo despacio el resto de mi cuerpo y compruebo que nada me duele demasiado. Me siento sobre la cama, la presión en la cabeza aumenta. Aparecen las náuseas. Es una habitación pequeña, estoy solo y seguro de haber tomado un par de malas decisiones. ¿Qué pasó? No tengo idea. Ese es el análisis preliminar de la situación en la que estoy: no tengo idea. Poco después descubro que mi mano izquierda se llevó la peor parte. Tengo los dedos índice, mayor, anular y meñique cortados a la altura de la segunda falange, solo el hueso los mantiene en su lugar. Sobre la palma también hay algunas cortadas finas, ni por asomo tan profundas como las otras. Contemplo mi mano cubierta por una costra de sangre coagulada, veo la carne que cuelga y me suelto a llorar, no me avergüenza decirlo. Tampoco me avergüenza decir que ya antes he estado en situaciones parecidas a esta, por eso sin moverme de la cama me digo lo único que soy capaz de decirme cuando algo así sucede: son cosas de la fiesta, Fernando, así como es de la fiesta el diente que te tumbaron a patadas y los recuerdos humillantes que prefieres evitar. Todo es de la fiesta. Llora si quieres, putéale la madre a algún desconocido, escóndete debajo de las piedras y no hables con nadie, no salgas de casa hasta que todos olviden lo que has hecho. Pero no te arrepientas, haz lo que quieras excepto arrepentirte.

Me  levanto, voy al baño, vomito. Cambiaría el culo por un vaso de agua helada si pudiera. Pego los labios al grifo del lavamanos y bebo. Respiro profundo, todavía puedo saborear el aguardiente. He ahí la primera respuesta que encuentro, el origen de la destrucción: el aguardiente. Me visto, a falta de camisa me cubro solo con la chaqueta y salgo de la habitación. A mi alrededor veo varias puertas idénticas a la que acabo de atravesar, estoy en alguna clase de hotel. Desde una terraza veo el horizonte: las montañas, los árboles, el cielo. Necesito despejarme un poco antes de decidir qué hacer.

Regreso al cuarto y a la cama. Busco mi celular, no está. Busco mi cartera, no está. Sobre la mesa de noche hay regados algunos cigarrillos y, aunque la mayoría están mojados, logro rescatar uno; lo prendo e intento recolectar los recuerdos que tengo mientras el humo se abre paso hacia mis pulmones. Sé que estaba en casa y que Alejo me llamó para invitarme a beber. Sé que acepté su invitación y que al rato apareció en un carro verde acompañado por tres mujeres. Sé que me senté en el asiento trasero y que el carro era tan pequeño que íbamos todos apretados. Alejo nos presentó y aunque no recuerdo con precisión cómo eran las mujeres, sé que la más bonita se llamaba Ana Sofía y que la más fea se llamaba Jenny. Creo que la otra, la que no era ni fea ni bonita, se llamaba Isabel. ¿No es increíble que recuerde los nombres y no los rostros? Si bien vi más aguardiente que personas me dijeron que no era suficiente y que debía comprar otra botella. Estuve de acuerdo. Paramos en una licorería, compré lo que me pidieron y luego salimos de la ciudad por la Carretera Trasandina. Curvas, montañas y aguardiente. Me preocupó esa combinación.

—¿Adónde vamos? —pregunté intentando esclarecer mi destino.

—Al club —contestó Alejo.

—¿A cuál club?

—Pues al club, man.
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Quedé igual de perdido y cuando quise saber más le subieron volumen a la música y no pude seguir preguntando.

Cada tanto Ana Sofía, Jenny y la otra decían que era hora de beber y repartían chorros secos de aguardiente —agua ardiente y bendita, desde la botella hasta mi garganta— y al rato empecé a alegrarme, a decirle a las mujeres que eran bellas, bellísimas, y a preguntarme si sería posible que me dejaran tocarlas cuando cayera la noche.

Casi una hora de travesía más tarde encontramos el lugar. Era grande y tenía piscina. Apenas llegamos las mujeres se desnudaron y se tiraron al agua. También Alejo se lanzó. Yo bajé del carro las botellas y el hielo y me senté a beber, a fumar y a mirarlos. A esa altura las mujeres se veían preciosas. Luego de un rato me gritaron que entrara a la piscina. Les dije que no, que no tenía ropa para cambiarme. Se rieron y contestaron que si ellas podían bañarse desnudas, yo también podía. Ese fue un argumento inobjetable. Le di un trago largo a la botella y accedí. Un segundo después estaba bajo el agua y el mundo entero era azul y líquido.

Lo próximo que puedo recordar con cierta exactitud es el frío. Estaba desnudo, mojado y borracho, temblando en medio de la noche, viendo frente a mí cómo la Cordillera de los Andes se estiraba intentando tocar el cielo. Entonces una pausa, un vacío, un millón de imágenes entrecortadas que también pudieron ser una sola escena confusa y larguísima: una mesa de dominó, risas, el sonido de una botella partiéndose a lo lejos y la voz de alguien preguntándome a dónde iba.

Luego la oscuridad, nada más.

Se acaba el cigarro, se acaban los recuerdos. Aunque ya sé —vagamente— dónde estoy y cómo llegué aquí, las heridas de mi mano izquierda siguen sin respuesta. Recojo los cigarros restantes, planeo ponerlos al sol hasta que se sequen y pueda fumármelos. Reviso la habitación, quizá estoy olvidando algo o puede que consiga el resto de mis cosas, pero nada. Voy al baño, lavo lo mejor que puedo las cortadas —tenían tierra— y, cuando el agua ensangrentada termina de escaparse por la tubería, salgo nuevamente, esta vez dispuesto a marcharme. Subo unas escaleras metálicas en forma de espiral y aparezco en el patio donde está la piscina; no veo a nadie, ni a las mujeres ni a Alejo. Hay amigos que después de todo no son tan amigos, pero quién soy yo para exigir una amistad incondicional.

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En la entrada del club hay un camino rústico que termina en una carretera de cemento rodeada de potreros. Bajo por ahí. Sudo, el dolor de cabeza me está matando. Luego de caminar durante media hora encuentro otra carretera, una vía principal grande y asfaltada. Un par de metros a la derecha veo una parada de autobuses y en ella a algunas personas esperando. Me acerco, me miran de arriba abajo. El juicio final es la mirada que los desconocidos deslizan sobre ti luego de una noche de fiesta.

—Disculpe, señora, ¿por acá pasan los buses que van a San Cristóbal? —le pregunto a una de las mujeres que esperan.

—Sí —responde, y con la mirada me ruega que me aleje. Si yo fuese ella tampoco querría involucrarme con mi historia, sin importar cuál fuese.

Me cuesta sostenerme en pie, la mano me arde, ¿se me pudre la carne? Quizá. Repito: no te arrepientas, Fernando, cualquier cosa menos eso. El autobús no tarda mucho. Subo y el chofer me pide que pague. Le digo que no tengo plata, que tuve un accidente. Le muestro la mano. Mis dedos parecen gusanos malheridos que se arrugan sobre sí mismos, avergonzados, queriendo ocultarse de las miradas. El tipo murmura un insulto y me dice que está bien. Me siento. Estoy mareado y adivino la inmundicia subiendo por mi garganta, pero hago un esfuerzo por contenerla y trago saliva. Lo primero que pienso es qué le diré a mi mamá cuando me pregunte qué pasó, cómo fue que terminé así. Y no es miedo a sus represalias ni a sus castigos lo que siento, es compasión y reproche: sé que el corazón se le romperá cuando me vea en estas condiciones. Tengo que inventar algo, lo peor que podría decirle es que no sé de dónde salió tanta miseria.

—Mala suerte, mamá —le diré—. Mala suerte solamente.

Llego a otra parada, me bajo. Ahí debo esperar hasta que pase el autobús que me llevará directo a casa.

Son casi las diez y media de la mañana de un domingo. En dos días cumpliré veintidós años. Veintidós años de juventud salvaje y pendeja. Veintidós años llenos de mañanas soleadas parecidas a esta y de derrotas parecidas a esta. Espero sentado en la acera. De pronto el pecho se me agita, me falta el aire, el mundo gira a toda velocidad frente a mis ojos y, sin que pueda siquiera encontrar un rincón discreto, vomito sobre la calle. Me salpico los zapatos. Un niño me mira y se ríe, la mamá me mira y si bien no hace ningún gesto, sé que también quiere reírse.

Finalmente aparece el autobús correcto. Veo el nombre de mi barrio pintado en un aviso que tiene pegado junto a la puerta y suspiro aliviado. Subo, repito el discurso de la mano y el accidente y otra vez me insultan pero me dejan pasar. Los pasajeros me miran sin disimular su curiosidad. Quizá se preguntan qué me pasó, quizá piensan que me lo merezco. Probablemente tienen razón.

Consigo un asiento en el fondo, lejos de las miradas. En la radio suena un vallenato de Los Diablitos:

Los caminos de la vida
no son como yo pensaba
como los imaginaba
no son como yo creía. 

Los caminos de la vida
son muy difícil de andarlos
difícil de caminarlos
y no encuentro la salida.

Durante todo el rato que dura la canción, que ya no se mide en minutos sino en metros, en paisajes y en calles, pienso en mí, en mis caminos y en mi vida. ¿Cómo no pensar en mi madre y el dolor que le causo? ¿Cómo no llorar por mi mano rota o por mi diente partido? ¿Cómo diablos es posible que no me arrepienta? Juro que quisiera encontrar alguna respuesta, pero sé que es inútil y me rindo en el intento. Sencillamente cierro los ojos y dejo que el autobús me lleve a casa mientras pienso en las mentiras que contaré para justificar lo sucedido, en los recuerdos que le arrancaré a tantas desgracias y en las historias que, cuando haya descansado, escribiré escondido en la terrible complicidad de la ficción.

*Este relato forma parte del libro Vagos & meditabundos, que permanece inédito.
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* Fernando Vanegas (San Cristóbal, Venezuela, 1993). Licenciado en educación, mención Español y Literatura, por la Universidad de Los Andes. Ganador del V Premio Nacional Universitario de Literatura, mención narrativa, con el libro Cuentos para leer mientras acaba la fiesta (Caracas, 2013). Ganador del XXXV Concurso literario de Poesía y Cuento del Colegio Mayor Universitario de España, mención cuento (Madrid, España, 2014). Ganador del Premio para Autores Inéditos de Monte Ávila Editores, mención narrativa, con el libro Tropical Guetto (Caracas, 2014).

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